Las trampas de la identidad
Opinión

Las trampas de la identidad

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mayo 25, 2015
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Mis abuelos paternos migraron desde el Oriente Medio y el norte de África hacia el Caribe insular francófono. Mis abuelos maternos fueron inmigrantes europeos en el Cono Sur latinoamericano. El azar resolvió que yo viviera la mitad de mi niñez respirando el delgado aire frío y seco de una capital sembrada en la cúspide de Los Andes, y que viviera la otra mitad de mi niñez embriagado con los cálidos aromas de las flores nativas y los cultivos de caña de azúcar sembrados a las faldas de aquellas montañas, en un hermoso valle de dulces ríos que bañan el Pacífico.

Quizás por eso es que me resultan tan ajenos los discursos de la identidad, y siento que los puedo ver desde una especie de afuera.

Actualmente existe una especie de consenso, particularmente entre un amplio espectro de activistas que defienden la igualdad de derechos y de organizaciones que intervienen en los territorios, en torno a la importancia de situar la identidad como lugar central de resistencia.

Esto es natural, ya que las tremendas y terribles desigualdades imbricadas en los códigos legales y culturales de una sociedad como la nuestra —machista, clasista, racista y regionalista— están basadas en la producción y reproducción de imaginarios colectivos hegemónicos que, al esencializar las identidades para justificar las injustas diferencias que se les imponen, les son funcionales a quienes capturan las siempre múltiples y cambiantes esferas del poder social.

¿Ven la ironía?

Al centrar las resistencias en la idea de la identidad, contribuimos a reproducir los discursos que la esencializan.

Debemos adoptar, como sociedad consciente de sus errores, medidas de acción afirmativa y de reparación frente a las múltiples y deplorables injusticias históricas, tristemente aún tan vigentes —como la segregación social, política y económica de los afrodescendientes, el exterminio y el despojo de los pueblos indígenas y campesinos, y el maltrato y la discriminación de los pobres, las mujeres, los homosexuales o los habitantes de las provincias de un estado centralista— no porque quienes han sido víctimas de las tragedias de nuestras injusticias sean afrodescendientes, o indígenas, o pobres, o mujeres, u homosexuales, o caribeños, o chocoanos.

Las debemos adoptar porque se orientan hacia personas, familias y comunidades que, de una forma u otra, han sido víctimas de injusticias basadas en las construcciones sociales de su “identidad”, y porque al hacerlo estamos tomando la decisión, como sociedad consciente no solo de sus responsabilidades históricas sino además de sus posibilidades históricas, de reconocer nuestra humanidad compartida.

Como lo recuerda Amartya Sen en su libro Identidad y violencia, “se fomenta la violencia cuando se cultiva el sentimiento deque tenemos una identidad supuestamente única, inevitable —con frecuencia beligerante—, que aparentemente nos exige mucho (a veces, cosas muy desagradables)”:

Un enfoque singularista puede ser una buena forma de malinterpretara casi todos los individuos del mundo. En nuestra vida cotidiana, nos vemos como miembros de una variedad de grupos y pertenecemos a todos ellos. La misma persona puede ser, sin ninguna contradicción, ciudadano estadounidense de origen caribeño con antepasados africanos, cristiano, liberal, mujer, vegetariano, corredor de fondo, historiador, maestro, novelista, feminista, heterosexual, creyente en los derechos de los gais y las lesbianas, amante del teatro, activo ambientalista, fanático del tenis, músico de jazz y alguien que está totalmente comprometido con la opinión de que hay seres inteligentes en el espacio exterior con los que es imperioso comunicarse… Cada una de estas colectividades, a las que esta persona pertenece en forma simultánea, le da una identidad particular. No se puede considerar que alguna de ellas sea la única identidad de la persona o su categoría singular de pertenencia. Dadas nuestras inevitables identidades plurales, tenemos que decidir acerca de la importancia relativa de nuestras diferentes asociaciones y filiaciones en cada contexto particular.

A partir de una postura de resistencia basada en la identidad, o a partir del complejo y muchas veces ambiguo enfoque de cultura y desarrollo —en el cual yo mismo me muevo —, corremos el riesgo de reforzar y legitimar inconscientemente códigos culturales e identitarios que les son impuestos a los individuos y a las comunidades, como lo señala Seyla Benhabib en Las reivindicaciones de la cultura, tanto desde afuera, como desde el poder que ejercen las élites locales.

Tal vez debamos tomarnos un momento para replantear el lugar de la idea de identidad en nuestras interpretaciones culturales y en nuestras propuestas de intervención social; quizás no deberíamos otorgarle una centralidad incuestionable. ¿Vale la pena preguntarnos hasta qué punto invitamos a la reproducción acrítica de ciertos patrones culturales e identitarios que limitan la comprensión de sí mismos, las capacidades y las aspiraciones de individuos y comunidades que buscan ser — ante todo— libres?

Al menos desde el punto de vista normativo —el que se refiere a los ideales a los que deberíamos aspirar e impulsar—, hay alternativas. Pienso, por ejemplo, en las diferentes variedades del cosmopolitismo propuestas por pensadores de la talla de Martha Nussbaum o Kwame Anthony Appiah. Quizás el fulcro más adecuado para afianzar las palancas de las reivindicaciones y las resistencias que tenemos el deber de defender sea el de nuestra humanidad común, y no el de nuestras diferencias o insularidades. A lo mejor no solo debemos descolonializar nuestras mentes, sino además universalizarlas; evitar el sopor aislacionista.

Hemos de recordar que las raíces nutren, pero que también anclan; y que podemos, y debemos, aspirar a ser ciudadanos del cosmos.

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