“Ya se murió mi viejo, ahora el viejo soy yo”
Opinión

“Ya se murió mi viejo, ahora el viejo soy yo”

Un tributo a mi papá, Carlos Gracia, quien atendió el llamado del “Viejo Pedro” -como llamó siempre a San Pedro- y partió el 26 de enero

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febrero 05, 2020
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Quiero rendirle un tributo a mi papá, Carlos Gracia, quien atendió el llamado del Viejo Pedro -como llamó siempre a San Pedro- para referirse a su próxima partida que sucedió el pasado 26 de enero. Tenía 91 años. Yo lo molestaba con su fecha de cumpleaños y le decía que había nacido casi en Halloween, un 30 de octubre de 1928, cuando Hiroito era emperador del Japón, Walt Disney presentó las primeras imágenes de Mickey Mouse, Katherine Hepburn debutó en teatro, se creó el Opus Dei, García Lorca fundó la revista El Gallo, Buñuel y Dalí estaban por publicar El perro andaluz, Fleming descubrió la penicilina, Amelia Earhart se convirtió en la primera mujer en volar a través del Atlántico, se dio el primer vuelo del dirigible Graf Zeppelin, García Márquez tenía un año, Hosni Mubarak -presidente de Egipto- y Ernesto el Che Guevara tenían apenas unos meses, y estaban por nacer el escritor mexicano Carlos fuentes y la princesa Grace Kelly.

Mi papá era bogotano, agrónomo, huérfano de madre desde los 7 años, aguerrido, trabajador, viajero, lector incansable, amante de la música e intérprete de instrumentos, visionario, templado de genio pero con un gran sentido del humor, confiado -le criticaba mi mamá-, generoso, bailarín, amigo de sus amigos, inigualable anfitrión y gran cocinero, un representante de los hombres de su época: “el jefe del hogar”, querendón de sus hijos, de sus sobrinos y de sus hermanos… mis tíos. Un gran miembro de familia.

No puedo estar más triste, pero también más orgullosa del papá que Dios me dio. Me sentó en su canto para aprender a llevar el timón de un campero ruso de marca Gaz, con una dirección durísima, cuando apenas tenía cinco años; cuando ya no cupe sobre sus piernas, me enseñó a meter los cambios en un Renault 6 y a los doce años, con el absoluto desacuerdo de mi mamá, me soltó el carro en Pescadero, un Dodge 1500, famoso en esa época porque podía andar ladeado sobre dos ruedas. Mucha confianza me infundó mi papá; me consintió mucho y apoyaba mis ocurrencias. Podría decir que me empoderó y me malcrió.

Tal vez estoy hablando desordenadamente de su vida, pero es que son tantas cosas. Siempre exhibió con orgullo la foto con el expresidente Mariano Ospina Pérez cuando prestó servicio militar y fue parte de su escolta. Vivió tan cerca de él y de Doña Bertha Hernández, que fue uno de los pocos testigos que la vio enfundar un arma para defender el palacio presidencial el 9 de abril de 1948, cuando mataron a Jorge Eliécer Gaitán. Recordaba perfectamente que el comandante de guardia en ese entonces era el teniente efectivo Héctor Orejuela Atehortúa, el jefe de la casa militar era el mayor Iván Berrío Jaramillo y su familiar, el coronel efectivo Gustavo Berrío Muñoz era el comandante de la Escuela blindada de motorización. Por esa época, mi papá le enseñó a manejar al entonces secretario privado de Presidencia, Misael Pastrana Borrero, y fue cómplice de sus encuentros con María Cristina Arango, después su esposa. Tuvo siempre gran cariño por la familia Ospina Hernández, tanto, que yo resulté llamándome como una de sus hijas: María Clara.

 

Se casó con mi mamá, una jovencita citadina, y se fueron para Saravena, donde convivieron con los indios tunebos

 

Viajamos y vivimos en muchas partes de Colombia por cuenta de su trabajo en el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, Incora (hoy Incoder, junto con otras organizaciones estatales), cuando era gerente general Enrique Peñalosa Camargo, papá del dos veces alcalde de Bogotá, en 1958. Tenía un cargo como de conquistador español: Jefe de Colonización. Imagínense. Se casó con mi mamá, una jovencita citadina, y se fueron para Saravena, en Arauca. Allá convivieron con los indios tunebos, él los llamaba su familia, con cucarachas enormes y animales desconocidos, y mi mamá lidió con el paludismo cuando iba a nacer Claudia, mi hermana mayor. Aprendieron que el ganado se arrodilla y muge cuando va a temblar, que para atravesar el río con pirañas había que poner de carnada un animal enfermo y pasar a mula o caballo muy rápido; bajo su administración se construyó un campamento que visité muchos años después como periodista y que -creo- todavía existe.

Después se fueron al Caquetá; a Florencia. Cómo conseguían agua pura en los bejucos de unos árboles durante sus recorridos por la selva, era la historia que más me gustaba. Tenían que hacer total silencio, o el agua se subía; era como si el agua se asustara. Debían alistar la totuma o la cantimplora y cuando el bejuco estaba lleno, lo cortaban con un machete en diagonal de un solo tajo y caía el agua más pura que podían encontrar; todo en un segundo. Allá, en Florencia pasé mi primer año de vida y allá también volví ejerciendo mi profesión.

Luego llegamos a Armero, en el Tolima. Sí, el que desapareció con la avalancha y con él todos los amigos de mis papás. La vecindad con un músico famoso, ya no recuerdo cuál era, ver fumar y esquivar a los chimbilás -como llaman a los murciélagos en el Tolima- y reunirse frente a las casas en las frescas noches de esa tierra tan caliente, eran parte de nuestra vida en esa región que ellos recordaban con inmenso cariño. Allá vivió el primer año de su vida Carlos, mi hermano. Todos nacimos -como ellos- en Bogotá, pero crecimos donde estuviéramos: Arauca, Caquetá, Tolima, Boyacá y Santander que fueron nuestras tierras de adopción. Recorrimos  este país a lo largo y a lo ancho, en camperos fuertes y adaptados para llevar a los papás adelante y a tres hijos atrás jugando, durmiendo y comiendo cuando las carreteras eran como trochas; cuando los huecos eran tan grandes, como eternos los trayectos. Cuando había que ir al baño entre matorrales, creo que eso no ha cambiado mucho, y a tomar en los restaurantes de los pueblos la que mi papá llamaba con su excelente sentido del humor: “sopa de hueso roído”… sí, porque pasaba de todo. Pero fuimos inmensamente felices viviendo y recorriendo tantas partes. Tuvimos una boa (Pepa), un tigrillo, loros de mango y perros como mascotas. Crecimos comiendo lechona, mazamorra chiquita, cocido boyacense, cabrito, arepa santandereana, y por el ajiaco y nuestras costumbres que siempre permanecieron, fuimos los bogotanos del vecindario. Mi papá tocaba flauta, acordeón y cucharas, mi mamá cantaba, y nosotros terminamos tocando guitarra, tiple, cuatro y algo de arpa en inmensas reuniones de vecinos, donde los hijos disfrutábamos cantando y los papás hablando.

Tantas cosas que se quedan por contar. Pero los dejo con una reflexión a propósito de las historias que me he enterado a través de los saludos de pésame que he recibido: hijos que continúan peleando con sus padres ancianos y enfermos. Nadie escoge a sus papás, pero con sus virtudes y defectos se convierten en los maestros de vida que nos enseñan qué hacer y qué no hacer a través de sus acciones de acierto y de error. Tenemos que llegar al punto de perdón, porque ellos también nos han perdonado y con inmenso amor. Tal vez muchos no se han ido esperando un momento de reconciliación.

En lo particular, tanto con mi mamá que partió muy joven hace 23 años y de quien podría decir otro tanto de cosas lindas, como con mi papá que se acaba de ir, tenemos con mis hermanos la tranquilidad de conciencia del deber cumplido. Nos los imaginamos reunidos de nuevo bailando porro, mambo, rock and roll o fox trot al lado de Dios, como cuando éramos niños, pero hoy alegrando el cielo. Somos oficialmente huérfanos; ya no tenemos ni mamá ni papá. Quedamos como dice la canción de Silva y Villalba: “ya se murió mi viejo, ahora el viejo soy yo”. Sólo nos queda decirles “gracias” a mis papás por tanto. Lo amaremos por siempre. Descansen en paz.

¡Hasta el próximo miércoles!

 

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