Viendo a Colombia desde los ojos de Ciro

Viendo a Colombia desde los ojos de Ciro

"La sensación que queda después de ver una película de esta clase es de desesperanza, de horror y de desasosiego". Una crónica a propósito del documental 'Ciro y yo'

Por: Juliana Sofía Gutiérrez Yepes
febrero 10, 2021
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Viendo a Colombia desde los ojos de Ciro

Estaba en la casa de mi papá esperando a que fueran las seis de la tarde, mientras comíamos galletas árabes espolvoreadas con azúcar pulverizada (era más la cantidad de azúcar que de galletas, a decir verdad). Le había dicho en la mañana que tenía que ir a ver un documental, un documental titulado Ciro y yo, y que, por lo que había escuchado de mis compañeros (quienes la vieron el martes, pues yo ese día estaba enferma de gripe y no pude ir), hablaba de la historia de un señor llamado Ciro, quien vivió fuertemente la violencia política de Colombia. A pesar de que era mi obligación ir a verlo, no lo sentía como tal, pues ya tenía curiosidad de ir a ver este filme.

Se hicieron las 6 p.m., y salimos del apartamento con mi padre en busca de un taxi. Él también me había dicho que había escuchado del documental y quería ir a verlo también, así que los dos estábamos entusiasmados. Decidimos ir por este medio de transporte, porque él tenía la preocupación de que, cuando llegáramos, no hubiera parqueadero. Llegó el carro y yo, sentada y hundida en la comodidad del asiento, hice mi rutina de entrar a Facebook, ver memes, compartirlos, darles “me gusta” y ver en las notificaciones quien había compartido y reaccionado a los míos. Irónicamente, algunos eran políticos; unos refiriéndose al incidente de Gustavo Petro en Cúcuta, y los otros, al incidente de Álvaro Uribe en Popayán. Mientras tanto, mi papá retuiteaba imágenes de Daniel Samper y discutía con uribistas en Twitter.

Llegamos al teatro Tonalá alrededor de las seis y media de la tarde. Es un lugar muy bonito, con un ambiente bohemio y luces con enredaderas de cables en el techo. Tiene una cafetería y un restaurante muy sofisticados. Empezamos a hacer la fila para reclamar las boletas que mi papá había reservado. Mientras tanto yo fui al baño, y cuando salí, mi papá ya tenía las boletas en mano. Subimos, y le dije que tenía sed. Me dio un billete de veinte mil para que bajara a comprarme algo. Empecé a hacer fila solo para una botella de agua, pero únicamente había dos muchachas atendiendo y había más gente antes que yo. Los minutos se empezaron a volver más lentos de lo normal, y yo, sabiendo de la impaciencia de mí papá, empecé a mover mi pierna frenéticamente. Cuando al fin fue mi turno, mi papá bajó, me miró con un gesto muy serio y de mal genio, y me gritó: "¡Juliana! ¡¿Cuánto más toca esperar?!". Reclamé mi botella y rápidamente corrí hacia él.

Subimos hasta el tercer piso y llegamos a un lugar muy oscuro; era un pasillo negro con luces de colores en los costados del suelo. Llegamos hasta una sala de cine, relativamente pequeña frente a las de un cine normal de un centro comercial, pero las sillas se veían supremamente cómodas y espaciosas, y eso me atrajo mucho. Eran sillas de cuero negras, más bien a la altura del piso, pero comparando mi tamaño con ellas, creo que yo podría caber ahí tres veces. Nos sentamos a gusto y esperamos a que empezara el largometraje.

Inició el documental, y lo primero que vi, que me impactó mucho, es que el documental comienza con el rostro de Ciro frente a la cámara, como mirándonos a todos los que nos encontrábamos en la sala. La cara de un colombiano, un colombiano afligido, que ha pasado por bastante dolor y tristeza durante todos sus años de vida. El narrador era el director de la película. Se llama Miguel Salazar. Contaba con abatimiento todo lo que Ciro y su familia le narraban, desde que los conoció en Caño Cristales, municipio de La Macarena, en el año 2000.

Él cuenta cómo conoció a Ciro y a su hijo mayor. Miguel llegó hasta la Macarena sin tener idea de qué camino tenía que tomar para llegar hasta el lugar donde queda el emblemático río colombiano, así que Jhon, el primogénito de Ciro, lo convence diciéndole que lo guiará hasta su destino, y que no le cobrará caro. Miguel decide seguirlo y llegan hasta aquel sitio. Como él describe, tenía un aura “increíble y prehistórica”, y Jhon, quien sabía cómo se comportaba el río y cómo manejarlo, lo cruzaba con facilidad, guiando al turista, para ayudarlo a tomar una gran fotografía de trescientos sesenta grados o, como se llaman comúnmente a este tipo de imágenes, una fotografía panorámica. Jhon estaba acostumbrado a hacer saltos en los pozos de aquella reserva. Cuando llegaron hasta la cima, Jhon cruzó miradas con Miguel, y tras unos segundos, saltó hacia la cavidad rocosa llena de agua, la cual tenía aproximadamente nueve metros de profundidad. Lo que hizo que al joven fotógrafo y a mi nos diera un vuelco al corazón fue que, aquel muchacho moreno, quien fue su fiel guía durante el camino, jamás volvió a salir. Miguel tuvo que acudir a Ciro para contarle la tragedia. Para este punto, se me había formado un nudo en la garganta, pues debe ser muy duro perder a un hijo de esa forma.

Pero ese es apenas el comienzo de una triste historia. Luego, Ciro empieza a narrar cómo, en primer lugar, la guerrilla de las Farc y el ELN, empiezan a ejercer poder sobre los pueblos cerca de Villavicencio, en el Meta, La Macarena, y muchos otros fueron los primeros en ser sometidos a este poder. Para este entonces, Ciro estaba viviendo con su esposa Ana Margarita, su hijo mediano, ahora el mayor, Elkin, y su hijo menor Esneider. Entre el padre y su hijo menor, narran cómo fueron sus vidas en esos días. Mientras Ciro contaba cómo reclutaban a los menores, Esneider, para esa época, todavía en su inocencia de niño, veía cómo sus compañeros se salían del colegio para “irse a otras ciudades” y cómo otros simplemente desertaban de sus estudios de un momento para otro. Es aquí cuando “el ejército del pueblo” empieza a tornarse más y más numeroso. Él no podía entenderlo. Hasta que un día, su hermano mayor Elkin, decide irse con la guerrilla. "Ellos me llevan", decía. El comandante del cuadrante que lo llevaría a su destino le decía a su padre: “Eso en tres años sale de allá como todo un hombre”. Al tiempo, le subrayaba: “Si usted no deja que nos llevemos a su hijo, nos está diciendo que usted es nuestro enemigo”. Ciro no tuvo más remedio que dejarlo ir.

En ese momento, la guerrilla estaba dejando ver su lado más oscuro. Con las famosas “pescas milagrosas” y los reclutamientos, el ambiente del pueblo cada vez se hacía más intranquilo y terrorífico. Ellos decían que “lucharían por el pueblo” pero parecía lo contrario. “Se hacía lo que decían ellos”, relataba Ciro. Ana Margarita y su esposo no supieron nada de su pequeño después de un largo año.

Cuando Elkin regresa, Miguel decide hacerles unas preguntas a sus padres, quienes confirman que su hijo ya no era el de antes y que lo notaban mucho más nervioso y agresivo. Le daban ataques y se notaba muy enfermo. Su hijo les decía que fue por una estruendosa explosión a la que estuvo expuesto. Yo en mi cabeza, pensaba que ciertamente estar tan cerca de una explosión puede alterar los sistemas auditivos y nerviosos de un ser humano y que, sumándole a esto el estrés de estar expuesto a la violencia en medio de la selva, junto a un comandante, quien el mismo Elkin describía como cruel, debía ser una experiencia horrible y traumática.

El mismo joven y sus padres notaban que los estaban persiguiendo, acosándolos, así que la familia decide trasladarse a Villavicencio y ponen una denuncia ante la fiscalía. Esto fue durante el gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, así que remitieron a Elkin a un albergue del Bienestar Familiar, donde se supone que operaban unos centros de niños que habían pertenecido a las guerrillas, los cuales eran revindicados ante la sociedad para que tuvieran una vida digna. Elkin muestra mal comportamiento, y días después, escapa hacia Bogotá. Allí lo recibe un amigo de Miguel, quien también había conocido en su viaje a Caño Cristales. Se queda con él un tiempo, y luego regresa a Villavicencio y se reencuentra con sus padres. Es entonces cuando empieza a trabajar para los paramilitares, contándoles todo lo que él sabía sobre las Farc. Pero también conoció mucho sobre ellos, sobre ese grupo llamado Los Taurinos.

Así que después lo amenazan por “saber mucho”. Elkin le ruega a su padre para que dialogue con estas personas y lo dejen en paz, porque él no quería volver más a esos lugares, pues sabía que también mataban gente, incluso a gente inocente, a la que después los paramilitares los hacían pasar por guerrilleros. Ciro habla con el jefe de la cuadrilla y las cosas al parecer salen bien. Este le cuenta a su hijo, pero no le cree. Él sabe lo que viene.

Ciro cuenta que recogen a su hijo en una moto al otro día en la mañana, y no regresa. Él cree que no lo volverá a ver, pero la noticia que le dan al otro día es aún peor. Uno de sus vecinos, lo encuentra tendido en el piso con una gran herida en el cuello, sin signos vitales. En la grabación que muestran en el documental se puede ver a Ciro y a su vecino recordando cómo lo encontraron. Empieza a llorar con tanta tristeza recordando a su hijo, que yo también empecé a llorar junto a él en ese momento. Me dio tanta impotencia ver por el sufrimiento que tuvo que pasar, que me sentía como una inútil y como un ser inservible. Me daban ganas de ayudarlo o por lo menos de conocerlo y llorar junto a él. Es indignante que una persona tenga que pasar por todo eso.

Luego muestran, cómo supuestamente habían construido casas para las personas afectadas por la violencia y el desplazamiento. Ciro llega a Villavicencio con la esperanza de encontrar tan anhelado hogar. Era la casa trece entre un conjunto de casas, todas casi iguales. Él pregunta a la gente si saben de ella. Nadie sabe qué decirle, pero tratan de guiarlo adonde podría estar localizada. Ciro llega al punto donde todo el mundo le dijo que podría estar, pero solo encontró una desagradable sorpresa. Ni siquiera parecía una casa, sino más bien, un lote abandonado. Sentí rabia. Era injusto que unas personas tuvieran hogar y otras no. Recuerdo que Ciro apenas dijo: "Al menos alcanza pa una guayabera", refiriéndose a un árbol de guayaba que había frente a ellos. Lo dijo en un tono triste e irónico. Me dieron ganas de llorar y sentía el calor de las lágrimas asomándose en mis ojos.

Al final, solo quedan Ciro, Anita (cómo le decía de cariño su esposo) y Esneider. Se trasladan a Bogotá, a pesar de que empiezan a ver un deterioro en la salud de la madre. Se instalan de nuevo en un albergue del Bienestar familiar, y se quedan trabajando haciendo tres platos al día para ciento veinte personas, algunas de las cuales se habían desmovilizado y habían hecho parte del grupo de los Taurinos, los que mataron a Elkin. Ellos sentían rabia, pero no podían hacer mucho. Yo también sentía rabia. Pero como dijo Ciro en algún punto del metraje “Para llegar a la paz hay que perdonar. Tal vez perdón, pero no olvido”. Ciro tiene toda la razón. Esa parte conmovió a mi papá, o eso fue lo que pude ver.

Cuando los niños del albergue empiezan a molestar a Esneider con su padre, porque supuestamente lo protegía mucho y decían que “era como marica”, el joven se empezó a acomplejar y a distanciarse de su padre. Hubo tantas partes de la película en las que me sentí impotente por no poder hacer nada, pero sobre todo en esta. Me daban ganas de decirle a Esneider que no se separara de su padre, que no lo dejara solo. Pero él logra ser convencido por uno de sus compañeros para que supuestamente “fuera a trabajar como ganadero en Villavo”. Lo que él no sabía era que no iba a trabajar con vacas, sino a trabajar con su peor temor: Los paramilitares. Él no tenía más opción que quedarse. Cuando narra que después de unos veinte días logró escaparse, debido a una infección en las encías y a que no lo podían atender en Villavicencio, escapa hacia el aeropuerto y se devuelve a Bogotá.

Yo solo pude hacerme a una idea de lo que tuvo que haber sentido la madre en ese lapso sin su hijo. Una tristeza y angustia enormes, y esto la estaba afectando gravemente en su salud. Días después ella tuvo que ser llevada al hospital, pues se sentía muy mal. Lamentablemente, no pudo aguantar todo lo que sucedía en su cuerpo y falleció. En los ojos de Ciro, mientras narraba tan trágica historia, solo se podía evidenciar una tristeza profunda y unos ojos cansados, agotados de la violencia y el miedo.

Por suerte, durante el gobierno del presidente Juan Manuel Santos en el proceso de paz, la cantidad de desmovilizados aumenta y los programas de reivindicación a la sociedad se vuelven un poco más organizados. Tan solo Ciro y Esneider pueden al fin descansar y disfrutar de un hogar digno que les ofrece el Estado, y vivir al fin una vida en paz. Cuando les entregan las llaves de su casa, me tapé el rostro con una bufanda que llevaba puesta y empecé a llorar. Sentí tanta felicidad por ellos, y a la vez, tantas injusticias por las que tuvieron que pasar, que no pude evitar que las lágrimas salieran corriendo desde mis ojos hasta mis mejillas.

Me puse a pensar, que son tantos los colombianos, tantas personas que vemos en la calle; a las que siempre vemos como personas ignorantes e incultas, pero que en realidad son personas que tienen una historia que contar, cada una con tragedias e infelicidades distintas, y que, tan solo unos pocos, que vivimos en las ciudades y apartados del campo, no tenemos idea de los privilegios que tenemos; que la comodidad de unos pocos difiera tanto de las circunstancias que tiene que vivir un niño en el bajo Cauca, por ejemplo.

Salimos de la sala, y yo solo sentía mi cuerpo sin fuerza y sin alientos, como si me hubieran golpeado. Mi papá salió suspirando. “Muy duro eso" fue lo que apenas pude decirle a mi papá. “Muy bueno” me respondió él. Bajamos a comer algo en el restaurante que había al lado de la taquilla, y yo solo pensaba, que quisiera que todos los niños del país pudieran disfrutar de venir a un cine de este tipo, por ejemplo. Que pudieran disfrutar de este tipo de comida. Y solo pensaba, que quisiera que las condiciones del país mejoraran para todos.

La sensación que queda después de ver una película de esta clase es de desesperanza, de horror y de desasosiego. De no poder explicarse cómo todavía quede gente que le niegue a este país su derecho a vivir, por fin, en paz. Que definitivamente somos pocos los que no hemos sentido al otro lado de nuestras puertas, en nuestras narices, el dolor y la angustia generadas por la guerra. Que Colombias hay dos. Una cuya existencia discurre en la cotidianidad de las oficinas, de los colegios, de las redes sociales, de Netflix y de los Crepes & Waffles.  Mientras existe otra apaleada por la necesidad, la miseria y la desesperanza. Esa en la que la angustia consiste, no en saber si puedo cambiar de carro, sino en saber si puedo o no ver crecer a mis hijos. Si es a mí al que me tocará enterrarlos, y no ellos a mí. Esa Colombia hundida en el marasmo de lo incierto. Esa Colombia a la que resulta imprescindible conocer y entender. A ver si dejamos de ser tan hijueputas.

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