Vereda Púa II en Cartagena: realismo cruelmente mágico

Vereda Púa II en Cartagena: realismo cruelmente mágico

38 familias viven en condiciones inhóspitas a tan solo 20 minutos de la ciudad amurallada. Esta es su historia

Por: Alex Durán Macías
mayo 14, 2016
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Vereda Púa II en Cartagena: realismo cruelmente mágico

Nos invitaron a conocer la Vereda Púa II, corregimiento de Arroyo Piedra en Cartagena. Lo único que habíamos escuchado hasta ese momento del lugar, era que no tenían energía eléctrica. Lo que descubrimos después fue a 38 familias viviendo en las condiciones más inhóspitas y viles de un realismo cruelmente mágico. A solo 20 minutos de la ciudad amurallada.

Eran las nueve de la mañana de un  domingo y este día solo hay un bus que hace el recorrido para llegar hasta Arroyo Piedra y de allí caminar unos 2.5 kilómetros hasta la Vereda. Gabriel, estudiante de derecho, hace sus prácticas en el consultorio jurídico de la Universidad de Cartagena; fue allí donde conoció a Don Jesús y al Señor Manuel, habitantes de la Vereda, y fue él quien nos invitó a Jennifer y a mí ir hasta allá. Nosotros dos participamos en fundaciones que buscan mejorar la calidad de vida de familias: Organización TECHO y Fundación TIERRA GRATA, así que los tres teníamos intereses personales en conocer el lugar.

El paisaje desgarra todas las emociones. Con una sola mirada se comprendía que todos, absolutamente todos los cambuches están hechos de bolsas plásticas. Las fuertes brisas que se sienten constantemente, no solo amenazan sino que hacen realidad, arrancarle la poca protección a sus habitantes. “En las noches es más fuerte la brisa” nos dijeron más tarde. También nos contaron que en los cambuches que ya no tienen bolsas, solo algunos palos de madera levantados, siguen durmiendo las personas en hamacas que descuelgan en el día para que las brisas no se sientan tentadas a robarlas también.

No había árboles frondosos que nos invitaran a la sombra. Solo ramas casi momificadas que, con el consumiente sol y la topografía de cerro montañoso, desmesuraba más la escena. Esas bolsas era lo único que nos protegerían de una rápida deshidratación e insolación. En algún momento cavilaba si en esas condiciones la lluvia sería más amigable.

Al bajar para acercarnos a los cambuches, se acercaron dos jóvenes y se presentaron. Hioscar y Sandra Campos. Hermanos y líderes de la comunidad que con 25 y 29 años respectivamente, han recibido amenazas y han sido declarados objetivos militares por un colectivo denominado Caballeros Anti Tierras.

Nos llevaron a un espacio con sillas para hablar. Y con esto me refiero a que nos sentamos a escuchar, quizá durante treinta minutos, una maraña de historias de injusticia, inequidad y maltratos que no lograba hilar y creer que hacían parte del mismo relato. Gabriel condujo las preguntas gracias a que conocía los términos legales a los que se refería la comunidad. Jennifer y yo nos mirábamos y mirábamos también anonadados el ambiente extraño e inverosímil. Poco a poco, el lugar se fue aglomerando de todos los habitantes que se hacían alrededor de nosotros. No había una sola sonrisa. Se estaban contando su propia historia por enésima vez.

Imagen II (2)

Históricamente, estas tierras eran una minería próspera; luego estuvieron en manos de extranjeros traficantes. Cerca del caserío conocimos un matorral que se usaba como aeródromo para que los helicópteros salieran cargado de drogas. El gobierno aplicó la extinción de dominio a principios de sesenta y desde entonces, varias personas se han registrado como los dueños de los terrenos sin que exista una clara información al respecto.

Desde hace 15 años, familias desplazadas de las masacres Mampuján, El Salado, los Montes de María, entre otros, fueron poblando el lugar. Todos campesinos que vivían, como hasta hoy, de la agricultura y la cría de animales.

Hasta que el 11 abril de 2014, hombres encapuchados y armados con revólveres invadieron las casas de las familias y las quemaron. Nos contaron que la Policía hizo presencia ese día pero apoyando el desalojo y maltratando la comunidad. Dicen que las razones son un supuesto interés de empresas cementeras que han hecho estudios del suelo con intención de intervenir megaproyectos.

Luego del incendio y sin muchas opciones, las familias se instalaron en La Vía al Mar, a pocos kilómetros a la entrada de Cartagena. Así estuvieron tres meses; había mujeres embarazadas, adultos mayores y muchos niños menores de 5 años. Preparaban una o dos comidas comunitarias al día, dependiendo de lo que logran conseguir. Vivieron a la intemperie, se instalaron en una carpa improvisada bajo un árbol y dormían en esteras. Allí recibieron panfletos con amenazas de muerte. La presión que en su momento hicieron los medios de comunicación y el trabajo de la defensoría del pueblo hizo que los reubicaran a otro lugar. Escudriñando en los medios masivos no encontramos hoy en día más noticias luego de la reubicación que se pretendía fuese temporal y que está cerca de cumplir los dos años.

La Defensoría solicitó al ICBF atención a la primera infancia quienes se comprometieron en hacer visitas periódicas. También acudieron en su momento al Instituto Colombiano de Desarrollo Rural, INCODER, que determinara la titulación colectiva solicitada por la el consejo comunitario de la Vereda, pero ésta no se ha solucionado hasta hoy debido, entre otras cosas, al estado de liquidación en la que se encuentra la entidad.

Por otro lado, la comunidad acudió a la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, UARIV, para que declarare en hecho victimizante a los desplazados. Sin embargo, a la fecha, esta entidad reconoce a 28 de las 38 familias,quienes aun declarando en una segunda oportunidad los mismos hechos, quedaron por fuera del Registro Único de Víctimas, evidenciando una clara irregularidad en las sentencias de la entidad.

Imagen III (2)

Desde entonces están en este mismo sitio. Sin nada que sembrar porque la sequía del fenómeno del niño ha matado la yuca y el ñame. El Centro de Salud más cercano está en otro corregimiento, no tienen energía eléctrica y el agua llega en un carrotanque cada sábado pero que no alcanza para la semana. “Es que a veces mandan un carrotanque más chiquito”. Dijo alguien detrás de mí. Y yo lo escucho casi como justificando el por qué el agua no alcanza para la semana. Cosas que solo alguien resignado podría decir.

Interrumpimos la maraña de historias para presentarnos ante un público que no nos había preguntado nuestros nombres, ni a qué nos dedicamos, ni el por qué estábamos ahí. Casi balbuceando alcancé a decir que simplemente queríamos conocer el lugar, asegurándome que el viento no se llevara las palabras en las que no prometía nada, para no generar falsas expectativas a personas que han sufrido el sentimiento de abandono. Los invité a que nos llevaran a caminar como único recurso para tomar aire y ahondar en las narraciones escuchadas.

Nos alejamos del epicentro de la comunidad y pudimos ver la vereda a lo lejos. Desde el otrora helipuerto se aprecia al fondo el Hotel Bocacanoa y el Mar Caribe. Aún ahora sigo sin asimilar que estamos a tan solo 20 minutos de Cartagena. La caminata sirvió para que Hioscar y Sandra nos dieran más información que nos permitiera reorganizar la historia y además, conocer la templanza de éstos dos jóvenes que desde hace 7 años aproximadamente han sido elegidos como representantes de su comunidad y que, con mucho valor y pasión por la causa, también se han convertido en instructores de baile para los niños y profesores de artesanías para las mujeres. Sandra además es estudiante a distancia de administración en salud en la Universidad de Cartagena.

Al regresar al centro de cambuches aglomerados para despedirnos, vimos a uno de nuestros mototaxistas subido en uno de los momificados árboles. “Nos están cazando una iguana”, nos cuenta una vecina con niños alrededor. Jennifer y yo nos miramos y como buenos críticos del consumo excesivo de la proteína animal, sabíamos que en la Costa Caribe rajan el vientre del este animal en vías de extinción para sacarle los huevos y comérselos. Pero la vecina sentencia nuestra doliente mirada diciéndonos que “algunas personas acá se comen también las iguanas”. ¿Qué discurso animalista podríamos decir en una vereda donde nos cuentan que los niños se van a la cama con un plato de bienestarina al día?

Ya era mediodía y no vimos a nadie espulgando un arroz, picando verduras, recogiendo leña o prendiendo un fogón. Nos despedimos con mucha sed de agua y mucha más sed de justicia. Nos despidieron agradecidos por escucharlos.

Nos despedimos de nuevo asegurándonos mentalmente que algo, sin saber bien qué, teníamos que hacer. Nos despidieron otra vez para invitarnos al festival del ñame que harán en marzo; otra ocurrencia de los jóvenes líderes para levantar la alegría y el entusiasmo de los pobladores.

Nos despedimos por última vez sabiendo que lo mínimo para empezar, era contar esta historia. Y nos despidieron por primera vez con una sonrisa.

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