Velorios bailables en la Costa Caribe de Colombia

Velorios bailables en la Costa Caribe de Colombia

"Hay mecanismos materiales y espirituales de defensa ante los acontecimientos. La muerte nunca dejará de fascinarnos para bien o para mal"

Por: Fernán Avid Medrano Banquet
junio 22, 2017
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Velorios bailables en la Costa Caribe de Colombia

Es tragicómico el hecho de que en los velorios de la Costa Caribe de Colombia haya un humorista contando chistes para que los ‘condolientes’ [compañeros de los dolientes] rían a carcajada dominados por su capacidad de encantador de personas.

Ese comportamiento de los velorios bailables y dolorosamente alegres es tal vez una forma de saldar una deuda emocional con el difundo.

La rusa es una literatura alucinante, psicológica, de personajes con el alma hecha pedazos; a veces atravesada por el sentimiento de culpa, y otras, por la vanidad de un Iván Ilich preocupado por el pudor.

Aparecen personajes angustiados por la forma de cómo van a morir y por la pompa del sepelio. Los autores clásicos rusos nos han servido de espejo.

Las culturas periféricas compartimos muchas cosas comunes. Rusia está geográfica y culturalmente en los límites de Asia y Europa. La América Latina se ubica allende de los mares del viejo continente.

Por lo tanto, no nos sorprendamos con el hecho de que entre los rusos y los colombianos de Córdoba o del Magdalena descubramos actitudes y un sinnúmero de cosas similares, aparte de las formas de evadir y vivir el dolor.

Mis primos hermanos Gustavo Medrano Pedroza y César Augusto Noriega Medrano fueron asesinados por grupos oscuros que se autodenominaban de limpieza social en Montería, Córdoba.

César Augusto era vendedor de pan y era además deportista talentoso. Practicaba boxeo en el Coliseo Miguel El Happy Lora todos los días. Era un muchacho que trabajaba de sol a sol y estudiaba el bachillerato de noche en el Colegio del barrio La Pradera.

Disciplinado, estudioso, solícito, respetuoso y contundente con la pegada de su mano zurda. Era un hermano ejemplar, era un hijo virtuoso, un primo admirable, vecino solidario, destacado bailarín de cualquier ritmo caribeño. Era feliz e inocente.

Con tan pocos años de vida, ya se había allanado el camino para el éxito deportivo, pues tenía bravura boxística. Alucinaba con el deseo de sacar a su madre de la pobreza y con construirle una casa de concreto.

El día de su vil asesinato estaba recogiendo agua en un estanco. Se había levantado a las tres de la madrugada con el fin de que le alcanzara el día para realizar sus quehaceres diarios.

El día anterior de su asesinato, habían regado pasquines en el barrio Canta Claro con amenazas de muerte, pero César Augusto nunca se enteró.

Los asesinos se le acercaron y le preguntaron si sabía qué era la limpieza social, a lo que él respondió de forma inocente que limpieza social era Aseo Total, la empresa recolectora de basura.

Los asesinos sacaron el arma de fuego, le dispararon y lo mataron. Luego del crimen, le gritaban cobardemente al cuerpo sin vida del muchacho que eso era la limpieza social.

Cuando su madre, o sea, mi tía se enteró del asesinato de su hijo, adquirió una fuerza sobrehumana. Parecía poseída por un poder sobrenatural. Se agarró de uno de los horcones, uno de esos maderos verticales que en su casa rústica, de palma, servía de columna, para sostener las vigas.

Mi tía estremeció la casa y casi arranca la columna del hueco.

Por las noches salía al patio trasero para verlo, encontrárselo y conversar con su asesinado hijo. Todos los días le servía el desayuno, el almuerzo y la cena. Conservaba su ropa con celos. La lavaba, la planchaba y la guardaba. Su habitación la mantenía pulcra para que cuando el muchacho volviera, no encontrara nada extraño.

Finalmente, mi tía se hizo evangélica. La fe cristiana ha actuado como un bálsamo y refrigerio para su dolor.

El día del velorio de César Augusto no hubo fiesta, pero había personas contando chistes. Y aunque yo era un niño, la escena me parecía un paliativo ante el suceso macabro.

Tuve la oportunidad de vivir algunas experiencias en las salinas de Manaure, en La Guajira colombiana. Tendría escasos siete años de edad. El nacimiento de un ser humano en la cultura Wayuu provoca lágrimas, mientras que la muerte de un ser querido es motivo de regocijo.

Se matan chivos, se prepara una ostentosa comilona, se bebe chirrinchi (el chirrinchi es una bebida embriagante de la tradición Wayuu).

El nacimiento de una persona es una tragedia, porque existe la convicción de que viene al mundo a sufrir, a pasar penurias. La muerte es un descanso.

En la civilización Wayuu los conceptos de infierno y paraíso no se hallan instituidos, o, si existen, se encuentran invertidos en relación con nuestra noción occidental y cristiana.

El paraíso es la muerte, en tanto que el infierno es la vida. Acaso por eso son muy belicosos, para proteger la vida, auto conservación. Como quien dice, la vida de por sí es muy dura como para que venga otra persona a andar molestando.

Una gota de sangre de un miembro Wayuu cuesta mucho. La cobran con chivos. La tradición Wayuu está inscrita en la cultura Caribe. Los Wayuus son un reducto de esa esplendorosa nación Caribe.

No hay cultura mala o cultura buena; simplemente cada una tiene un sistema de valores que han servido para interrelacionarse con la naturaleza, para tratarla y soportarla o adaptarse.

Hay mecanismos materiales y espirituales de defensa ante los acontecimientos. La muerte nunca dejará de fascinarnos para bien o para mal.

Los velorios bailables en la Costa Caribe de Colombia pueden servir para entablar una amistad sólida con la muerte; en definitiva, puede ser para superar las diferencias entre la vida y la muerte.

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