Mis vacaciones en San Andrés con $35.850 pesos

Mis vacaciones en San Andrés con $35.850 pesos

Así fueron seis días paseando y comiendo en la isla con un apretado bolsillo. Sí se puede.

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abril 22, 2015
Mis vacaciones en San Andrés con $35.850 pesos

El vuelo sale a las 8:50 de la mañana desde el puente aéreo y son las 7:53 en la esquina de la carrera 13 con calle 45 de Chapinero desde donde llevo media hora esperando un bus junto a un morral cargado de pantalonetas de baño, camisetas y sandalias, y otro de 1 kilo de avena cruda, 1 bolsa de pan integral tajado, 3 libras de maní natural sin sal, una papaya, 6 latas de atún, 10 bananos , seis medidas de proteína de suero isolada en polvo, 30 gramos de glutamina –también en polvo-, dos billetes de $50.000 y unas monedas, que serán mi presupuesto para sobrevivir del 16 al 21 de abril en una posada nativa en la isla de San Andrés, con desayuno incluido. Fueron casi 4 meses planeando el viaje pero por diversas razones de la vida –irresponsabilidad, descuido, desorganización, mala administración; todo depende desde la óptica desde donde se mire-, llegué hasta este punto con tan limitado bolsillo. Quizá no conviene viajar en tales condiciones. En este punto era sacrificar parte importante del irrisorio presupuesto en un taxi… O poner mi bolsillo a disposición de la aerolínea para que me cobren lo que se les dé la gana y no perder ni el alojamiento ni los pasajes que ya pagué. “Son 15 mil” me dice el taxista mientras agarro las maletas y paso directamente a la sala 1 del puente aéreo. Los casi $50.000 pagados por la tarjeta de turismo para entrar a la isla hicieron de ella el separador de libros más caro que jamás he comprado. El avión despega cumpliendo su itinerario conmigo abordo y los $35.850 pesos con los que habría de defenderme por casi una semana.

Todo empezó desde el pasado 19 de diciembre, día en que salió una promoción durante algunas horas que no daba cabida a mayor razonamiento frío, sino que incitaba a la acción básica e instintiva en caliente; Tiquetes a $200.000 ida y regreso. La promoción acabó a las 10:00 p.m. de aquel día, pero me dejó el pasaje y la obligación de buscar alojamiento en la isla para casi cuatro meses después, por lo cual recurrí a páginas de viajeros en busca de alguien que allá no me ofreciera bebidas ilimitadas, traslados aeropuerto – hotel, cocktail de bienvenida, tour ni demás trivialidades que francamente no me interesaban. Lo único que yo pedía era una cama y un espacio del que pudiera apropiarme. Fue así como por $60.000 pesos la noche terminé en una posada nativa, ubicada en el sector de San Luis muy lejos del foco comercial de la isla, donde una isleña nativa y su padre se convirtieron en guías y amigos al tiempo.

 

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Yo no le pido mucho a la vida. Solo más días como este.

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Al bajar del avión, la sensación es extraña pues las autoridades regionales ubican a los pasajeros en fila frente a funcionarios que indagan hasta en el más mínimo detalle de la visita en cuestión. En el aeropuerto los carteles dan la bienvenida a la isla al mismo tiempo que un formulario exige por escrito una fecha de salida de ella. En todo caso, corrí con suerte pues al ver la funcionaria que en el formulario contesté que me alojaba en una posada nativa, no exigió ni reservas ni los permisos propios cuando la visita es a casa de un local y pude pasar de largo como si llegara a cualquier otro lado del país, de mi país. A pocas cuadras del aeropuerto tomé un bus de aviso verde que decía “San Luis” que por $1800 me llevó a la posada en cuestión. Allí la playa contigua y el mar frente a mi habitación fueron el primer indicio de que realmente no tendría mucho por lo cual preocuparme.

Cada día despertaba a las 6:00 a.m. desayunaba una medida de proteína disuelta en agua con 5 gr de glutamina (La proteína es de rápida absorción para alimentar el cuerpo rápidamente y la glutamina es un aminoácido abundante en los músculos, cuyo consumo adicional aumenta las defensas, evita la pérdida de masa muscular y calma el hambre), acompañada de un pedazo de fruta –banano o papaya- y un puñado de maní. Podía estar en la playa hasta que el sol empezara a arder a las 9 o 10, y a esa hora comía el desayuno que me brindaban en la posada. El almuerzo por lo general era una lata de atún que solía acompañar con avena cruda remojada en agua, otro puñado de maní y otra porción de fruta. No volvía a salir sino cuando el sol cesaba su esplendor a las 3:30 o 4:00 de la tarde, por lo cual las entrevistas con la historia de Oriana Falacci, los cuentos peregrinos de García Márquez y los retratos de Gay Talese se llevaron buena parte mi viaje, eso sí, en una mecedora frente al mar, el sonido de sus olas y la brisa. Por la tarde solía caminar hasta alguna otra playa o sitio de interés y regresaba a la posada nunca después de 9. Cenaba nuevamente maní acompañado o bien fuera de avena o pan integral (combinación que junta los aminoácidos necesarios para obtener proteína completa), leía otro tanto y por tarde a las 10:30 dejaba que nuevamente el sonido de las olas me arrullara para entregarme al sueño.

Ahora bien, el verdadero secreto para no solo haber sobrevivido sino haber disfrutado, es aprender a sacar placer de donde casi nadie sabe hacerlo; de un simple atardecer, una buena conversación, de conocer a alguien, un libro o la llana contemplación del paisaje. Cada vez que salía del mar dejaba que la brisa reemplazara cualquier toalla. Naturalmente, habrá quienes lean esto con máximo asombro creyendo que debo tener algún tornillo suelto… y en efecto, así debe ser pues durante los últimos dos días caí en cuenta que se me hubiera podido ir la vida entera viviendo de esa forma. El apretado presupuesto que me atormentaba a la salida de Bogotá no fue cosa distinta a una limitación que terminó convertida en ventaja pues me obligó a disfrutar de otra forma, además que sirvió para darle cuerda a la más ambiciosa idea de hacer lo propio dentro de algunos años en algún otro lugar del mundo. ¡Sí se puede!

 

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Buenos días.

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Importante anotar que todo esto fue posible porque a mis 25 años, en San Andrés juego de local. He recorrido la isla al derecho y al revés desde que tengo 10 y desde entonces he ido ocho veces en la vida, de las cuales cinco han sido por más de un mes pues un par de tías que allá tengo así me lo han permitido. Sin embargo en esta ocasión mi único lujo fue dejarme ganar por el orgullo y el “no quiero incomodar”. Conociendo de memoria las rutas de los buses y los sitios de la isla para visitar –y para no visitar- no hubo espacio para la improvisación. Tampoco para la tentación pues me abstuve de visitar la zona comercial donde el olor de las perfumerías, perceptible en cada calle incita al gasto. En efecto, San Andrés no es trago, perfumes o demás mercancía que se pueda comprar. La verdadera esencia de la isla -que es la razón por la cual vale la pena visitarle- se respira, se siente, se ve y se escucha, es algo que no se puede comprar ni vender. Pero como todo tiene un final, el de esta historia fue anoche con un Airbus A320 aterrizando sobre la pista del gélido aeropuerto bogotano a las 12:05 a.m. Otro taxi –cuyo valor dejé guardado en la cuenta para retirar por cajero- me llevó a mi cama y esta mañana Transmilenio fue el encargado de recordarme que el olor a alga en la playa permanece solo en mi mente pues la fantasía isleña acabó por ahora, solo por ahora.

Ah, por cierto. El mencionado presupuesto también alcanzó para traer un paquete de chocolates a mis compañeros en la oficina. No quiero que digan que soy tacaño.

Por @enriquecart

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