¿Usted cree que yo aquí postrado, sin poder abrazar a mi hijo, sin poder tocar a mi esposa, sintiéndome una carga, podría perdonar?: Luis Fernando Montoya

¿Usted cree que yo aquí postrado, sin poder abrazar a mi hijo, sin poder tocar a mi esposa, sintiéndome una carga, podría perdonar?: Luis Fernando Montoya

Hace 10 años le dio el segundo título de la Copa Libertadores a un equipo colombiano, aunque dos balazos lo dejaron postrado en una cama. Pero no se ha dejado vencer en cada partido por la vida.

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junio 26, 2014
¿Usted cree que yo aquí postrado, sin poder abrazar a mi hijo, sin poder tocar a mi esposa, sintiéndome una carga, podría perdonar?: Luis Fernando Montoya

Todos mueren. Los cuadripléjicos que han vivido más de nueve años, tras quedar en esa condición, son casos excepcionales. Perder la movilidad de las cuatro extremidades hace que la muerte se convierta en opción. Cuando un cuerpo inmóvil e insensible se ata a una cabeza, la chispa de la vida pareciera extinguirse. Ordenar desde el cerebro un movimiento y que nada responda es una tragedia para cualquier mortal, pero el colombiano Luis Fernando Montoya Soto mostró su tesón y lleva más de nueve años derrotando la muerte. Dos balas intentaron llevárselo. El pronóstico no fue alentador, pero su lucha diaria lo hace progresar contra todas las adversidades.

Su proceso de recuperación parece encajar perfectamente con la denominación de “milagroso”, pero la ciencia no discute posturas. El doctor Diego Lalinde es enfático.

–Un paciente cuadripléjico sobrevive debido a dos factores fundamentales: el cuidado médico y el acompañamiento de su familia. Si uno de estos dos falla, no hay vida. Sólo el profe Montoya lo ha superado, ni siquiera Supermán pudo.

El doctor Lalinde se refiere al actor norteamericano Cristopher Reeve, quien inmortalizó al hombre de acero entre 1978 y 1987. El protagonista de Supermán I, II, III y IV cayó de un caballo en 1995. Quedó cuadripléjico y murió en 2004, a los nueve años del accidente. Ese mismo año, Luis Fernando Montoya obtuvo por segunda vez para Colombia la Copa Libertadores de América, el torneo más codiciado para los clubes de fútbol de esta parte del mundo. Coronarse campeón le permitió disputar la última copa Intercontinental en Yokohama y a los diez días, ya en su pueblo natal, Caldas (Antioquia), recibió dos impactos de bala que hoy lo obligan a jugarse un partido, minuto a minuto, contra el rival más complicado que pueda existir: la muerte.

Al charlar con Luis Fernando en su casa, ubicada en la vereda La Primavera, del municipio de Caldas, converso sobre varios temas pero siempre terminamos hablando acerca de un balón. Sentado entre una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y otra de María Auxiliadora, habla con una voz suave pero clara. Sus frases son pausadas pero precisas. No le sobra una palabra y cada vez que pretende elaborar un argumento se toma su tiempo, piensa y respira profundo.

–El fútbol no es más importante que la vida, pero estoy seguro que mi vida no sería la misma sin el fútbol.

La coronación 

Cerca de sesenta mil almas saltaban y proferían insultos en La Bombonera. La vibración de esa mole de concreto intimida hasta al más fuerte. Juan Villoro afirmó, al indagar con hinchas de Boca, que La Bombonera “no tiembla: late” y sostuvo que ese estadio “no reclama interpretaciones sino métodos de supervivencia”. Los agravios de los bosteros hervían en la tribuna y tenían receptores directos: los once inicialistas que le disputarían el título al equipo más grande de Suramérica en los inicios de este siglo. El partido enfrentaba al local, Boca Juniors, contra un visitante hasta ese entonces desconocido: Once Caldas. Los argentinos venían de coronarse campeones del mundo en clubes. En diciembre de 2003 derrotaron al campeón de Europa, el Milán italiano, con lo que se convirtieron en los amos del fútbol. Un grupo de futbolistas anónimos eran los retadores de turno y el miedo hizo su efecto. El profe Montoya lo recuerda muy bien.

–Todos en el camerino estaban temerosos, todos mudos. Ahí me di cuenta que tenía que hacer algo. Yo era la cabeza del grupo. Los reuní y les pregunté: “¿tienen miedo?” Sus rostros me dieron la respuesta, por eso les dije: “yo también, pero vamos al campo, ¡ustedes son capaces de hacer historia, pero yo sin ustedes no!”

El pitazo inicial sonó y Boca quería llevarse por delante al Once. Los jugadores escucharon el consejo y con el pasar de los minutos tomaron confianza. Un elemento sorpresa hizo que el profe diera una instrucción peculiar: Jhon Viáfara, el volante derecho de ida y vuelta, sufrió un daño estomacal y en pleno partido tuvo que defecar.

–Yo le dije a Jhon: “termine como pueda y hágase a pedacitos”. Él, con personalidad, sobrevivió el primer tiempo y en el camerino se cambió.

Pero no sólo con personalidad finalizó los primeros cuarenta y cinco minutos, también con una hediondez que impedía que sus rivales se le acercaran. Esa escena permite recordar una frase de Diego Armando Maradona, quizá el mejor jugador de fútbol de la historia. Maradona sostuvo que “muchos caudillos del fútbol se cagaron encima en este templo de fútbol que es la Bombonera”; claro, el Pelusa no lo afirmaba literalmente, se refería más bien a los nervios que el estadio, su gente, el ambiente, la vibración y toda la Bombonera provocó en mucho jugadores importantes del fútbol suramericano, pero lejos de intimidarse, los guerreros del Caldas se agrandaron en el templo de Boca Juniors. Cagado: sólo Viáfara, pero no por nervios.

Todos los equipos visitantes que ese año jugaron en La Bombonera recibieron al menos un gol. Sin embargo, ese 23 de junio de 2004 el local no pudo marcar. El partido terminó 0 – 0. El título se definiría, ocho días después, en Manizales. Si se debe hablar de una estrategia del Once Caldas en la Copa, era esta: empatar de visitante y definir de local. Si no se podía ganar, siempre era mejor no perder. Días atrás, Luis Fernando Montoya sorprendió a la prensa argentina cuando al preguntarle: ¿cuál rival prefería para disputar la final? Él no dudó en señalar a Boca Juniors.

–Cuando yo dije que quería jugar con Boca, todos pensaron que deseaba ganarle al más grande y era cierto, pero también fue porque yo estaba seguro que por nuestro estilo de juego, River podía hacernos más daño, mientras que a Boca lo podíamos vencer. River y Boca se enfrentaron en la otra semifinal.

El camino a la final obligó al Once Caldas a derrotar equipos grandes del continente como Vélez Sárfield (Argentina) y Santos y San Pablo (Brasil), todos ex campeones de la Copa Libertadores. Cuando le pregunto al profe si tuviera que escoger un gol de esa campaña con cuál se quedaría, me responde de inmediato que con el de Jorge Agudelo en la semifinal.

El Caldas, para clasificar a la Copa Libertadores, quedó campeón del torneo colombiano en 2003. Luis Fernando Montoya dirigió a ese grupo y después de cincuenta y tres años le entregó una estrella a la afición caldense. El cupo estaba listo, pero el estratega antioqueño sabía que necesitaba reforzar el ataque, por lo que requería un delantero más. El presidente del equipo, Jairo Quintero, accedió al pedido. Le indicó al profe Montoya que le nombrara cinco delanteros, comenzando por los que más quería. El profe recuerda esa enumeración.

–Al escucharlo yo le dije: “uno Jorge Agudelo, dos Jorge Agudelo, tres Jorge Agudelo, cuatro Jorge Agudelo y cinco Jorge Agudelo”.

Agudelo llegó en enero al Caldas y estaba relegado al banco de suplentes. El goleador histórico del equipo, el colombo-argentino Sergio Galván Rey, fue vendido al fútbol de Estados Unidos en la primera fase de la Libertadores. Cuando llegó la semifinal, Agudelo seguía en el banco. El San Pablo con figuras como Rogério Ceni, Luís Fabiano, Grafite y Cicinho era favorito frente al modesto Once Caldas. Pero en su patio, en el estadio Palogrande de Manizales, el equipo colombiano estaba invicto en toda la Copa. El marcador dictaba un empate a un gol. Herly Alcázar había adelantado al cuadro blanco de Manizales y Danilo de Andrade empató para el visitante. El tiempo se consumía y Jorge Agudelo, Jeffrey Díaz y Javier Araujo calentaban esperando el llamado para jugar.

El delantero que pidió cinco veces el profe hoy es dueño de un lavadero de carros en Envigado. Ha ganado algunos kilos con la edad, pero aún viste como un futbolista: jeans, tenis sin medias y camiseta deportiva a rayas. Sentado en su negocio toma un sorbo de café y revive esa escena.

–Con Jeffrey llevábamos rato calentando al lado de la banca, pero él prefiere llamar a Araujo. Nos miramos y dijimos: “cómo va mandar a ese pelao, que tal este hijueputa”. Araujo ni siquiera concentraba para copa, sólo ese partido lo llevó. Luego me llama a mí. Me acuerdo que voy corriendo a recoger la papeleta para el cambio, escucho la gente aplaudiendo y el hombre me hace una seña para hablarme, yo no le paré bolas, con esa piedra qué lo iba a escuchar.

En la cancha quedan escasos segundos para que el tiempo se termine. Si todo sigue igual, los penales definirán la historia. Pero Araujo desde la izquierda transporta el balón, trastabilla, parece que se cae pero sigue en pié hacia el centro del campo. En el área de San Pablo, Agudelo marca una diagonal hacía la izquierda y ahí le pone el balón Araujo. Cincuenta y cinco mil personas de pie quieren que el delantero le rompa el arco a Rogério Ceni, pero Agudelo, donde todos se apuran, tiene la frialdad para decorar el momento con una pincelada.

–Yo vi al arquero y me dije: tocó arriesgar cositas ome’. Ahí enganché y pasaron de largo. La metí de derecha, era mi sueño: estadio lleno, un torneo importante y en el último minuto.

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El emblemático arquero Rogério Ceni quedó desparramado en el césped del Palogrande. Pocos segundos se jugaron después del gol. El final de película lo selló Agudelo, el suplente al que el técnico siempre le dijo que era mejor cerrando los partidos. El profe tenía razón. Con ese tanto el Once se ganó el derecho de jugar la final frente a Boca Juniors.

Nuevamente no había un espacio libre en el estadio. El primero de julio del 2004 el Palogrande estaba repleto. Era la ocasión propicia para hacer historia. Un equipo chico logró que se olvidaran los regionalismos tan marcados en esta patria. Toda Colombia apoyó sin detenerse a pensar a qué región pertenecía el Once. Una cosa era clara: Once Caldas representaba a Colombia ante el continente.

El encopetado Boca Juniors por primera vez visitaba Manizales. El equipo dirigido por el técnico multicampeón Carlos Bianchi contaba entre sus filas con figuras excluyentes como Carlos Tevez, Roberto “el Pato” Abbondanzieri, Nicolás Burdisso, Guillermo Barros Schelotto, Rolando Schiavi, Raúl Cascini, Diego Cagna y dos colombianos: Fabián Vargas y Luis Amaranto Perea. La nómina era de lujo. Los vibrantes campeones del mundo estaban listos y el Once hambriento. David, vestido de blanco, esta vez enfrentaría a un Goliat vestido de azul y oro.

Bastaron ocho minutos para que Jhon Viáfara, con los problemas estomacales en el olvido, sacara de su pierna derecha un proyectil teledirigido que se clavó en el ángulo superior derecho de la portería custodiada por el Pato Abbondanzieri. Caldas ganaba, pero la obtención del título no sería tan fácil, tendría más dramatismo. Nicolás Burdisso puso el empate para los argentinos. Todo se definiría desde el punto penal.

Durante la copa, Luis Fernando Montoya hizo que el rendimiento individual de sus jugadores tuviera picos altísimos. Arnulfo Valentierra era infalible. Jhon Viáfara, fundamental. Jorge Agudelo, definitivo. Samuel Vanegas, capo. Wimer Ortegón, cerrojo y Juan Carlos Henao, imbatible. El arquero del Caldas fue el mejor del continente ese año. Ni Robinho, ni Tevez, ni Luis Fabiano, ni Caviedes, ni Diego ni Elano pudieron marcarle gol. Los mejores delanteros suramericanos fueron vencidos por los reflejos felinos de un guardameta que se cansó de ahogar gritos de gol. Los de Boca estaban ante un monstruo del arco. Henao se agigantaba y los setecientos treinta y dos centímetros de la portería se reducían a milímetros para los ejecutores de penales. Las matemáticas fueron claras: Schiavi y Burdisso erraron el cobro. Henao les tapó la pena máxima a Cascini y a Cángele; cero para Boca. Por Caldas anotaron Elkin Soto y Jorge Agudelo. Fallaron Wilmer Ortegón y Arnulfo Valentierra; dos para Caldas. Este dato sólo alimentó las estadísticas, porque la hazaña fue el título de la Copa Libertadores para el Once. El arquitecto e ingeniero de la obra fue Luis Fernando Montoya, con una estrategia clara: nunca menospreciar el grupo.

–Nosotros no éramos más que Vélez, más que River, más que Santos, más que San Pablo o más que Boca, pero tampoco éramos inferiores.

Los guerreros del profe Montoya tenían como principal objetivo superar sólo la fase de grupos de la Libertadores. Pero creyeron en sus posibilidades y se coronaron campeones en el Palogrande, donde nadie los venció. Donde el equipo Boca Juniors no se dignó a salir por la medalla de plata del segundo lugar, supuestamente porque no sabían que el segundo merecía una presea.

A un penal de la gloria llegó la desgracia

Como Supermán, el equipo comandado por Luis Fernando Montoya voló hasta Yokohama. En el estadio Internacional, el Once Caldas, campeón de América, disputaba un partido a muerte contra el Porto de Portugal, campeón de Europa. Era la última edición de este torneo y en el tiempo reglamentario no se sacaron ventajas. La táctica del profe Montoya una vez más dio sus frutos, el Caldas llevó a la última instancia al Porto y estuvo a un penal de la gloria.

En los penales, Vanegas, Alcázar, Viáfara y de Nigris estuvieron infalibles por los suramericanos. Por los europeos anotaron Diego, Carlos Alberto y Quaresma; y falló Maniche. La mesa estaba servida. El argentino Johnnatan Fabro era el encargado de darle la alegría más grande al fútbol colombiano. El país entero madrugó a ver la transmisión. El amanecer colombiano contrastaba con la noche japonesa. Una nación hizo fuerza para que  ese quinto cobro entrara, pero el fútbol es un juego y los penaltis son una ruleta. El disparo iba bien colocado, abajo y fuerte como dicen los manuales. El arquero nunca podría llegar a detenerlo, pero el vertical izquierdo lo rechazó. La televisión internacional enfocó el rostro del profe Montoya, quien cerró los ojos y apretó los pómulos en señal de resignación. Las cartas se volvieron a barajar. Y en la final que más penaltis se dispararon, nueve por lado, el Porto se coronó campeón de la Copa Intercontinental: acertaron ocho cobros contra siete del Once.

El hombre que en sus épocas como técnico aficionado lustraba los guayos de sus jugadores infantiles y lavaba los uniformes para mantener el equipo pulcro y enseñar disciplina, estaba en la retina del mundo del fútbol. Superó la gesta de cualquier técnico colombiano y lo hizo con un equipo chico. La gloria era suya, pero el destino le tenía preparado un golpe que, inclusive al escritor más terrorífico, le costaría imaginar.

El 22 de diciembre de 2004, tan solo diez días después de graduarse como técnico a nivel internacional, Luis Fernando Montoya decidió, en su natal Caldas, enviar a su esposa Adriana Herrera a comprar regalos para los niños pobres del municipio, mientras él revisaba los trabajos en su casa-finca, que estaba en construcción. Adriana compró los regalos y recibió una llamada de su esposo, quien le pidió el favor de retirar siete millones de pesos para pagarle a los empleados de la construcción. Ella le hizo caso, retiró el dinero y tomó el camino de regreso a casa. Al tocar para que su esposo le ayudara a bajar los regalos del carro, un hombre le apretó su cuello, le apuntó con un revólver y le quitó el bolso con el dinero. En esos momentos Luis Fernando Montoya abrió la puerta y vio una escena desgarradora ante sus ojos.

–Yo escucho: “¡Deme la plata!” Y mando la mano a mi bolsillo trasero por la billetera. Al instante siento que voy cayendo al piso.

El desvanecimiento de Montoya se debió a dos disparos que entraron en su cuello y se alojaron para proponerle la batalla más dura de su vida. Montoya, al escuchar “plata”, recordó que en su billetera tenía un billete de cien dólares y uno de veinte mil pesos colombianos, por eso se llevó la mano al bolsillo, movimiento que hizo al ladrón accionar su arma y salir disparado con el botín. El mejor técnico de América de 2004, según el diario El País de Montevideo, estaba a segundos de la muerte. Su esposa reaccionó de inmediato y con la ayuda de un vecino, cuyo nombre no puede recordar, trasladaron al moribundo Montoya al hospital San Vicente de Paúl de Caldas. Lo recibió el médico y primo del profe, Jorge Iván Álvarez Soto, y junto con todo el cuerpo hospitalario lograron estabilizarlo. Minutos después decidieron que debía ser trasladado de urgencia a un centro médico que pudiera brindarle una mejor atención, pues no podía respirar por cuenta propia. La comunidad de Caldas se conmocionó. La Policía escoltó a la ambulancia del municipio, todo el pueblo se volcó a colaborar. Por diecisiete minutos la ambulancia se transformó en un bólido de la fórmula uno y marcó un tiempo record para dejar al profe Montoya en la clínica Las Américas de Medellín. Esa misma distancia, a ochenta kilómetros por hora, se recorre en cincuenta minutos aproximadamente.

En la clínica, el doctor Diego Lalinde preparaba la recepción. Montoya respiraba por un ventilador artificial entubado oralmente. El paciente estaba estable y el doctor descubrió una lesión irreversible en la médula espinal que sentenció la cuadriplejia de Luis Fernando Montoya. Ese fue el pitazo inicial del partido más difícil.

Mientras el profe luchaba contra la muerte, las autoridades armaron un operativo poco común en la región: en menos de dos horas ya había cuatro capturados de la banda. Días después cayeron los otros dos. En total eran tres mujeres y tres hombres: Griselda Luz Herrera, Luz Dary Yepes, María Elena Herrera, Javier Alonso Calle, Edilberto Montoya Balbín y Luis Alberto Toro, alias “El Guajiro”. Tras su captura el Guajiro confesó que había disparado y la justicia colombiana lo condenó a veinticinco años de prisión. El resto tuvo condenas entre cuatro y diecisiete años. El arma usada era de un policía activo y el carro también, pero él no se dio por enterado. Luz Dary Yepes, la esposa del oficial Pablo Coronel Quintero, tomó el revólver Martial calibre 32 del policía y en su Sprint blanco, modelo 1993, hicieron el seguimiento de la víctima: la esposa del profe Montoya. En una cafetería del centro de Medellín los bandidos acordaron cuál sería la vuelta del día. Griselda Herrera simuló hacer la fila en el banco donde Adriana Herrera retiró el dinero. Entonces identificó la presa. Se lo comunicó a la manada y como fieras la siguieron, tomaron lo que les interesaba y dejaron un moribundo en el asfalto.

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Pero el profe no se iba a despedir sin pelear. En la clínica Las Américas duró ciento veintinueve días con muchas complicaciones que amenazaron con extinguir su vida. El equipo médico asumió un reto grandísimo. Habló con Adriana y decidieron arriesgarse con un tratamiento experimental de células madre, que en el futuro le permitiera respirar sin aparatos. De todos los días tenaces que el profe soportó en la clínica, el más fuerte fue cuando el Doctor Lalinde le informó que, debido al daño cervical que ocasionaron las balas, no podría mover las manos ni las piernas.

En su traslado a la casa-finca de Caldas, la misma que demandó dinero para pagar los obreros ese fatídico 22 de diciembre, una multitud lo acompañó. Mandaron a poner una pancarta en la vía para que el profe leyera: “Luis Fernando, ‘tu terrenito’ también te extrañaba ¡¡Ánimo pues profe, que vamos bien!!”. Desde su llegada tiene enfermeras y terapeutas respiratorias que se ocupan, tiempo completo, de su recuperación. Cumplen turnos de doce horas.

La familia decidió trasladarse a la casa-finca porque no querían ingresar, a diario, por la puerta que funcionó de escenografía de la tragedia. Abandonar es empezar de nuevo. Hoy para visitar al profe hay que ascender. Así lo indica amablemente un joven tendero que trabaja en la vía que de Caldas conduce a la vereda La Primavera.

–¿La casa de Luis Fernando? Claro ome’, mire, usted agarra un bus aquí que diga SENA Los Lagos. Se baja en una entrada de piedra sobre la derecha y sube por ahí derechito. Cuando vea una casa con una palomera bien bonita: ahí es.

En el camino vi la entrada de piedra. En ese momento pensé que en Antioquía preguntando todo se encuentra. Noté que el joven con gran amabilidad olvidó decirme que la subida era empinada, destapada y larga. Inicié el ascenso. Caminé cinco minutos y el clima me jugó una mala pasada. La tempestad se soltó. Los truenos retumbaban de forma apocalíptica. Mis botas no podían retener más agua y a cada paso expulsaban un chorro. Era mi bautizo, a cantaros, de la visita a Caldas. Si debe mencionarse un rasgo característico de la población, es este: en Antioquia a Caldas se le conoce como “cielo roto”.

Después de media hora veo la “palomera bien bonita”. Timbré y su esposa Adriana Herrera me recibió. Me ofreció café y una toalla, al ver que yo escurría agua. Charlamos cerca de media hora. La antesala estaba concluida, pero el ascenso no. Ahora me disponía a subir un piso más para llegar a la habitación del profe. La cuesta arriba de ese trayecto parece ser el sacrificio para alcanzar al héroe que vive entre el cielo y los mortales.

Llegué arriba. Entré, muy cortésmente me saludó. Plácidamente conversamos de fútbol, de su vida, de su infancia, de futbol otra vez, de su familia, de su trabajo, del atentado, nuevamente de fútbol, de sus expectativas, de su formación técnica y finalmente de fútbol.

Pasaron cerca de dos horas. Y él necesitó que lo aspiraran, porque su voz se agota y su pulmón deja de responder como se debe. Una aspirada y de nuevo a la palabra.

Desde que salió de la clínica ese es hogar. Sale poco porque su traslado es muy complicado por las carreteras que atraviesan las montañas antioqueñas. No puede mantenerse, en un carro, con el cinturón de seguridad puesto. Su cuerpo le gana y debe, siempre, ser asistido para permanecer sentado. Por esto, sus traslados a la clínica son, en extremo, difíciles. Pero él se aguanta, soporta. Así fue cuando lo llevaron a ponerle el primer marcapasos respiratorio. Un procedimiento sin precedentes en la medicina colombiana. El aparato costó cerca de cien millones de pesos que la FIFA donó gracias a la gestión de la Conmebol. En esas travesías Adriana Herrera siempre lo acompaña. Ella, después del atentado, tuvo que asumir roles que nunca imaginó.

–Cuando uno se casa dice que es para todos los momentos, en la salud y en la enfermedad, pero este reto no dio aviso. Me tocó aprender a manejar, a convertirme en los pies de Fer y sacar el hogar adelante.

Adriana afirma que Luis Fernando Montoya se ganó su corazón por ser galán.

–A mí me gustaba su seriedad y siempre estaba bien presentado. Me conquistó porque buscó mi teléfono en el directorio, me llamó y me invitó a salir. Era de visitarme a diario, duramos cinco años de novios y un fin de semana discutimos feo, yo ya no quería nada. No le contesté y el lunes estaba en mi oficina muy tempranito, me dijo: “Quiero que arreglemos el matrimonio, porque en una pendejada esto se acaba”.

Ese lunes hubo reconciliación y ese mismo viernes de 1998 se casaron. En una semana planearon una boda sencilla. Desde entonces, Adriana ha sido incondicional con su esposo. Luego quedó en embarazo y el profe apenas daba sus primeros pinitos como técnico en las divisiones inferiores de Atlético Nacional. Pasaron nueve meses muy rápido. El equipo profesional no iba bien y despidieron al técnico José Eugenio el “Cheché” Hernández. El presidente Samuel Calderón consultó con otros técnicos y decidió darle la oportunidad, por el tiempo que quedaba del torneo 2001, a Luis Fernando Montoya. El profe no olvida ese momento.

–El presidente me llamó a hablar con él y me dijo que había decidido que tomara el equipo profesional por lo que quedaba del torneo. Ni le pregunté cuánto me iban a pagar. Salí contento y llamé a Adriana para contarle.

La noticia causó una emoción tremenda en la esposa embarazada: se precipitó el parto. El 13 de junio de 2001 el profe Montoya fue nombrado técnico y a la vez se transformó oficialmente en papá. Tanto Adriana como su hijo José Fernando son la motivación de vida del profe Montoya. Él quiere levantarse de esa silla por su familia.

La debilidad de Supermán es la criptonita, un mineral radioactivo que le quita las fuerzas. Según las palabras del psicólogo Luis Alfonso Sosa, la criptonita para el profe Montoya es el olvido de la gente.

–Cuando lo visitan y le hablan de fútbol él se siente muy contento, se siente vivo. Pero cuando pasan los meses y la gente se aleja se deprime mucho.

Su psicólogo de siempre es el tercer pilar en su recuperación. Estuvo firme cuando los médicos pretendían desconectarlo. Él, el doctor Lalinde y Adriana Herrera, apostaron por la fortaleza del profe Montoya, quien no los defraudó. Sosa lo acompañó en su lucha en el fútbol aficionado, lo acompañó en Nacional y en el Caldas; ahora, después de la tragedia, sigue a su lado. Juntos dan charlas, clases y escriben columnas sobre fútbol para el periódico El Espectador y la Conmebol.  Sosa aunque estuvo en los gozosos recuerda los dolorosos. Aquella época cuando el profe no ganaba ni para pagar los chuzos que se comía junto a su fiel coequipero.

–Era un viernes de 1990, el profe tenía la selección Antioquia y jugábamos contra Valle. Ganamos. El directivo Óscar López bajó al camerino. Nosotros íbamos saliendo y él nos dice: “vayan pidiendo cualquier cosa que yo ahora voy y pago”. Comimos chuzos y bebimos cervezas al por mayor. Y llegó el directivo. ¡Eeeeeh ave Marííía! Le tocó invertir la plata de la taquilla en esa comida, nos dijo que pa’ la próxima sólo de a dos chuzos y dos cervezas pa’ cada uno.

Sosa afirma que en la recuperación del profe sentirse activo laboralmente es esencial. Sus columnas deportivas, sus charlas, sus clases universitarias –en el SENA y en el Politécnico Jaime Isaza Cadavid–, y su asesoría técnica lo hacen sentir útil.

La expresidenta de la junta directiva de Millonarios, Noemi Sanín, lo contactó para que asesorara a ese club de fútbol. Pasado un semestre, el profe estaba celebrando un nuevo título. Millonarios se coronaba campeón después de veinticuatro años. También el exvicepresidente de la república Francisco Santos, le dijo que quería montar la carrera de dirección técnica en el SENA. Al profe Montoya le pareció muy acertado. Allí trabaja en conjunto con el director técnico Juan José Peláez. De quien, dice, aprendió muchísimo.

­–Luis es un técnico muy sapiente –sostiene Peláez–, es muy analítico, muy estratega. Estudiaba muy bien los equipos rivales, planeaba los partidos muy juicioso, con mucha dedicación. Además, en la juventud era muy coqueto, le iba muy bien con las mujeres. Serio para el trabajo y alegre en otras cuestiones. Como jugador era chisposito, me acuerdo. Tenía llegada y gol.

Luis Fernando no pudo ser jugador profesional, por su pésimo sentido de ubicación en Medellín. Tenía una cita importantísima con Oswaldo Juan Zubeldía. El técnico argentino con más éxito en el país quería hacerle una propuesta para el profesionalismo. Montoya no encontró con facilidad la dirección donde se ubica el hotel Intercontinental en Medellín. Llegó con dos horas de retraso, perdió la cita y la oportunidad de ser jugador profesional.

Tiempo después, Juan José Peláez lo recomendaría para que iniciara su carrera en el fútbol. Creció a pasos agigantados. En tres años como técnico profesional superó todas las expectativas.

Carlos “el Panelo” Valencia fue su asistente técnico en la etapa más gloriosa y así lo describe.

­–Un sabio para manejar los momentos de gloria y los momentos difíciles y además le gustaba ayudar a la gente. A una señora que vivía cerca de la concentración en Manizales le regaló una vaca para que no le faltara leche a la familia.

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Montoya me comenta que en una ocasión visitó al jugador Edwin García, quien no había ido a entrenar al Caldas. Al llegar a la casa del jugador, se dio cuenta que no tenía contrato y que el joven no tenía para transportarse ni para comer. Lo invitó a almorzar, habló con el presidente, arregló el contrato y García fue oficialmente jugador profesional del Once Caldas y campeón de la Libertadores.

La vida es redonda 

Ahora el profe es invitado de honor a diferentes eventos sociales y afirma que nunca se siente tan vivo como cuando escucha en los estadios a la hinchada corear su nombre. El fútbol siempre lo recordará, no existen personas más agradecidas que los hinchas del fútbol. Sus héroes son eternos, por eso el rostro del profe siempre está vigente en las banderas de la hinchada del Once Caldas, en cada partido su imagen se ondea por los aires. Su casa es sitio de peregrinaje de personalidades de toda índole: humoristas, cantantes, deportistas, políticos y técnicos de fútbol. De todas las visitas, la que más recuerda es la de su rival en la final de la Libertadores: Carlos Bianchi.

–Cuando yo voy a jugar con Vélez a Argentina me hospedo con el Caldas en el mismo hotel que se hospedaba Boca. Me encuentro con Bianchi en el lobby y el Panelo me dice que me saque una foto con él, y pienso: yo, un técnico colombiano, disputando la Libertadores, no me veo bien pidiéndole una foto a Bianchi. Ahí le digo al Panelo: Tranquilo que él luego se la toma conmigo. Cuando él me visitó se disculpó por no haber salido a recibir la medalla y me dijo: “Profe, ¿me regala una foto con usted?”.

Después de esa lucha sin cuartel, tras el atentado, Alfonso Sosa decide llamarlo “El Campeón de la vida”, porque derrotó la muerte aferrado a sus ganas de vivir. Sus ojos irradian una mirada muy limpia y sus palabras promueven reflexiones profundas, como le pasó a su biógrafo, Jaime Herrera, el periodista deportivo que sin saberlo siguió la carrera del Campeón de la vida desde las divisiones inferiores.

–Antes era muy crítico, no le gustaba casi nada de lo que uno escribía sobre él y sus equipos. Pero hermano, ahora es otro cuento. Yo cada vez que iba a hablar con él me hacía poner la piel de gallina y me bajoneaba mucho, duraba días en recuperarme. Recuerdo que en una ocasión hicimos que su cuerpo estuviera erguido, amarrado a una camilla especial, pero de pie. Ese día fue muy duro, él lloró mucho y a mí se me bajaron las lágrimas. Todavía no me saco esa imagen de la cabeza.

Luis Fernando le aseguró a Jaime que el día que pudiera caminar llegaría a su oficina a golpearle y la recepcionista le informaría que el profe estaba en la puerta. Esas ganas de luchar ya entregaron un progreso fundamental. El motor de vida más importante del profe es su hijo José Fernando, quien desde su inocencia le pidió al padre que se quitara esos aparatos y caminara con él. Luis Fernando quedó con esa petición en mente. Decidió empezar por respirar sin ventilador.

–Recuerdo que empecé con un minuto y fue terrible, me parecieron horas, luego dos minutos, luego cinco, luego quince. Después, una hora, luego tres y conseguí respirar por mi cuenta durante veinticuatro horas.

Ya no necesita el respirador para hablar. Sus clases las da sin ventilador. Los alumnos del SENA llegan a un salón acondicionado en la casa del profe. Allí, Sosa lo acompaña y le lleva el micrófono a la boca. El profe charla en un aula decorada con imágenes futboleras por todos lados. La foto de la nómina campeona de la Libertadores. Las selecciones Antioquia en sus inicios. La nómina de Atlético Nacional, una réplica en miniatura de la Copa América que consiguió la selección Colombia en 2001, una réplica de la Copa Libertadores y placas de toda índole deseándole lo mejor y felicitándolo. Allí el profe se siente en su hábitat, analiza los partidos, habla de los sistemas tácticos y de la técnica de tal o cual jugador. No cabe duda: ganó otra batalla.

El profe Montoya siempre habla de fútbol. Sus historias son planetas y el sol es el balón. Dice que su padre, Jaime José Montoya, tenía una volqueta que él ayudaba a cargar, pala en mano, con arena y piedra.

–Mi papá decía que el fútbol no era un estilo de vida serio, que eso era para vagos. Por eso me ponía a trabajar.

La madre, Elvia Lucía Soto, siempre lo mimó desde su nacimiento, el 2 de mayo de 1957, y en su infancia le insistió en la disciplina y la educación.

–Mi mamá me exigía mucho que aprendiera a leer y a escribir. Pero en el colegio yo era mejor jugando fútbol. Hasta perdí un año por no saber escribir la palabra “plátano”. No le puse la tilde y no gané ese año.

***

La verraquera del paisa técnico de fútbol sólo se puede comparar con héroes de la ficción. Supermán es uno y ya lo derrotó, pero la literatura antioqueña le tiene su propio héroe. El profe Montoya ha leído mucho y recuerda al inmenso escritor Tomás Carrasquilla, habla de sus cuentos y sonríe. De momento nos detenemos sobre el personaje principal de “En la diestra de Dios padre”: Peralta, un hombre humilde, caritativo y muy inteligente. En el relato el hombre le pide a Dios cinco deseos: ganar en el juego, que la muerte le venga por delante, detener el tiempo que quiera a quien quiera, achiquitarse y que no le hagan trampa. Luis Fernando Montoya siempre que quiso ganó en el juego, perdió algunas veces, al igual que Peralta, pues no era bobo para ganar todo y despertar sospechas. Eso sí, nunca le hicieron trampa; Boca quiso hacerle una pequeña jugarreta: pidió a la Conmebol, aprovechándose de su renombre, disputar el segundo partido, el de vuelta, ante su público en Buenos Aires. Pero Montoya hizo valer el reglamento y no hubo chancuco. También, cuando la dama de la guadaña llegó a la vida del profe disfrazada de dos balas, él la vio y hasta hoy la ha detenido. Para saber si se achiquita habrá que esperar, pero las palabras que escribió Carrasquilla sobre su Peralta, bien pueden definir a Luis Fernando: “otro como vos no nace, y si nace, no se cría”.

Antes de dejar al profe y retomar mi viaje de regreso debo hacerle una pregunta cruda.

–Profe, después de todo el dolor, ¿siente que perdonó a su verdugo?

El profe se toma su tiempo, fija su mirada transparente en mis ojos y con calma entrega una respuesta en forma de interrogante, que hace más notoria su condición humana.

–¿Usted cree que yo aquí postrado, sin poder abrazar a mi hijo, sin poder tocar a mi esposa, sin poder mover un dedo, ni de las manos ni de los pies, sin dormir bien, sintiéndome una carga y con dolor fuerte a diario, podría perdonar?

 

 

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