Estaba dicho que nada pasaría, que el tiempo hundiría todo, que las interpretaciones harían lo suyo. Estaba dicho que la condena inicial a Álvaro Uribe se diluiría, que el país continuaría en incertidumbre, que como si todo estuviera perfectamente sincronizado, la condena inicial y la posterior absolución terminarían por servir a que el propio Uribe mantenga una voz alta y un dedo determinador en lo que sigue de la política nacional.
A Uribe se le han atribuido desde muchas orillas cosas terribles, cosas que van del paramilitarismo, a cuestiones de odio y crímenes, pero ningún proceso se ha iniciado ni prosperado en tribunales nacionales o internacionales por esos hechos. En realidad, ha sido juzgado y ahora ha resultado absuelto por asuntos que, comparados con aquellos, resultan de menor dimensión (fraude procesal y soborno).
En general, los que tienen alguna representatividad en la política prudentemente coinciden en manifestar que los fallos de la justicia, como este reciente, hay que respetarlos. Digamos que sí, aunque uno quede con la idea de que acá la justicia opera como un traje a la medida, la percepción de que se aplica la máxima casi religiosa en cuanto a que al que tiene le será dado y al que no tiene le será quitado.
Los fallos hay que respetarlos uunue uno quede con la idea de que acá la justicia opera como un traje a la medida
En consecuencia, no parece que lo grande o lo más pequeño logre ver la luz. Y Uribe unas veces verdugo, otras víctima, Uribe condenado, Uribe absuelto, Uribe esto y lo otro, revive una y otra vez y consigue que, como ha ocurrido en estos 25 años, todo gire en torno suyo.
Los días se parecen, los tiempos se repiten y, a decir verdad, si esta sentencia absolutoria contribuyera de algún modo a que se reparara el odio instalado en el alma de este país, pues bienvenido. Pero no parece ser así y, antes bien, todo da a entender que se avivará la rabia y daremos tumbos, por ahora, a enconos y retaliaciones políticas e ideológicas más intensos.
Hay un hecho curioso: casi al mismo o tiempo en el que vendría la absolución de Uribe, con el país en vilo ante la lectura del fallo, en Medellín se alzaba una gran humareda de debates entorno al Congreso de Brujería organizado en buena hora por la caja de compensación Comfama.
El encuentro, simplemente bello y oportuno de gente reunida para hablar agradablemente de chamanes, de hierbas, de remedios y de toda esa admiración mágica de la cultura, de la naturaleza con su sabiduría, y del hombre que sabe entenderla, fue ásperamente cuestionado con espadas inquisidoras por moralistas, sobre todo por políticos moralistas que lo consideraron un despilfarro y un llamado apocalíptico.
Así que se hicieron presentes estos políticos moralistas con toda su fuerza goda, requetegogoda, para pedir que se cancelara el encuentro, que sancionaran a los culpables de semejante degradación; mejor dicho, se hicieron notar para dejar sentado cómo se darían placer si pudieran prender hogueras y quemar vivos, todavía hoy, a aquellos que acusan de brujos y hechiceros, todos esos monstruos inmorales que no se parecen a ellos, que no usan las mismas corbatas que ellos, que no comparten la misma ideología ni el aburrimiento de ellos, esos brujos que no andan en los mismos carros blindados que ellos, ni botan como ellos por el que diga Uribe.
Y uno no puede menos que pensar que están de atar, pues a fin de cuentas lo que impera en este país es la magia, la magia de las absoluciones y del olvido.
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