Una tormenta perfecta

Una tormenta perfecta

Desde el 7 de agosto de 2018 ver noticias ha sido un desafío en varios sentidos: histórico, político, económico, antropológico, jurídico, ético y hasta intestinal

Por: Hernán López
septiembre 11, 2020
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Una tormenta perfecta
Foto: Twitter @infopresidencia

Resultaba incomprensible cómo un político al que prácticamente nadie conocía y cuya elección fue tremendamente cuestionada por un presunto fraude electoral, que aún hoy está en investigación, era el protagonista de una ceremonia de posesión presidencial. El jefe del ejecutivo más joven de la historia era un político que bajo el eslogan de “más trabajo y menos impuestos” y vendiendo el concepto de la economía naranja llegó hasta la silla presidencial.

Ese día, vientos y lluvias premonitorias acompañaron al presidente del senado, Ernesto Macías, tristemente célebre por sus repetidas y descaradas salidas en falso. Impávido y atrevido hizo honor a la fama que ya arrastraba. Voz en cuello, el senador Macías casi escupió un discurso emético, cargado de odio, de cifras que no conectaban con la realidad y de un fanatismo ciego al expresidente Álvaro Uribe. Fue ese el primer célebre ninguneo al que el aún bisoño primer mandatario se tuvo que enfrentar. La escena era impagable: todos aplaudían, muchos incluso de pie, al que, sin llevarla, era el auténtico presidente de la república: Álvaro Uribe. Mientras tanto, ahí mismo, un casi transparente hombre de poco más de 40 años aplaudía luciendo una brillante banda presidencial.

Ese día muchos –me incluyo– descubrimos el significado del concepto “tercero interpuesto” y pudimos ponerle nombre a un fenómeno que no era nuevo en la política (ya lo había intentado el mismo Uribe con Juan Manuel Santos y, evidentemente, la jugada le salió muy mal), pero que no había tenido éxito hasta esa fecha. Gobernaba un senador, la figura presidencial era meramente protocolaria.

Esa ceremonia ha sido una profecía inversa que, tristemente, se ha cumplido con cabal puntualidad y que solo Hassan Nassar superaría más adelante en precisión. Mientras en su discurso el presidente prometía que su gobierno sería un periodo de cuatro años de reconciliación, paz y respeto; de “no gobernar con retrovisor”, de dejar atrás la mermelada santista y de construir una nueva Colombia de cara a la nueva década, la realidad que se construyó y que se sigue construyendo hasta la fecha de redacción de este artículo es radicalmente distinta.

Con mucha dificultad se puede señalar un periodo de la historia de Colombia, un país con casi tantos conflictos internos como años de república, en el que la sociedad civil haya estado tan asqueada, dividida y desilusionada en virtud de la inexistencia de un liderazgo real en el gobierno nacional que haya sumido a toda Colombia en tan sórdido escenario. Quizá haya que volver, si acaso, a la guerra de los mil días para encontrar algo semejante. En tiempos recientes, ni siquiera con el nefasto Ernesto Samper el desgobierno, como bien han calificado al presente periodo presidencial no pocos analistas, la debacle pudo sentirse en tantos niveles. Muchos, medio en serio medio en broma, han señalado que incluso ha sido peor que la presidencia Pastrana en la que Colombia pasó a ser tres países: el del estado, el de la guerrilla y el de los paramilitares.

Hoy, parafraseando al inmenso Ismael Enrique Arciniegas, el colombiano de a pie "paso a paso y solo va por la desierta vía". La sociedad civil se encuentra en un estado de inmensa indefensión frente a un estado que intenta lavar la cara a un líder político y su partido político sin medir el costo. Personajes inanes, indignos e ignorantes alcanzan dignidades que no merecen en medio de escándalos. Ahí está María Fernanda Cabal, la joya que más brilla en esa infame corona, señalando a todo individuo, real o imaginario, que se atreva a pensar distinto a ella. No solo sale airosa de un caso en el que se afirmó, sin pena, que los que compraron votos para ella lo hicieron casi por un arranque de generosidad que los llevó al delito de corrupción al sufragante; sino que, además, revictimiza a los sobrevivientes de los líderes asesinados –algo vergonzoso, cabe anotar–, y protagoniza inmarcesibles ridículos, como el que hizo en Twitter cuando mostró la foto de un famoso youtuber español, señalándolo de guerrillero perseguido en Bolivia.

Prosélitos uribistas gritando “plomo es lo que hay”, asesinatos sistemáticos de guerrilleros reinsertados y de líderes sociales apagados con frases sin fondo como “le entregaron el país a las FARC” o “Farcsantos es el culpable de esto”; nombramientos a dedo, entre los que destaca el del director del CNMH, Darío Acevedo, que niega la existencia del conflicto armado en Colombia (¡!), sin contar otros muchos que desde el alma mater del nuevo presidente intentan reinventar la patria; e innumerables vínculos non sanctos en diversas carteras y entidades estatales.

Pasa de todo. Y, al margen, relegado detrás de un atril con el escudo de Colombia, el esperado liderazgo de la promesa joven del uribismo se velaba en declaraciones donde la expresión “voy a ser claro” pasó a ser una muletilla presidencial que no se sabía si iba dirigida a sí misma o al público, que desconcertado escuchaba discursos que desconocían el estado real de la nación y frente a los cuales hasta el país político se sorprendió.

La debacle de la imagen del presidente fue evidente antes del primer año de gobierno y hasta la fecha no hace más que empeorar. No son pocos los que se preguntan de dónde sale la gente que responde las encuestas que afirman que su imagen levanta la cabeza. A Iván no se le cree; no se le nota legítimo. Muchos, luego de los osos internacionales de los siete enanitos y las fotos falsas en la ONU, se arrepintieron de haber votado por él y eso que aún no había terminado de llegar.

Iván Duque es un ser humano que, sin duda, puede ser un gran compañero de viaje. Dicharachero, divertido y amable; sabe contar historias, tiene buen gusto musical y sabe bailar. Es más, sabe trucos de cartas y tocar la guitarra. Todas estas, cualidades excepcionales que, evidentemente, resultan inútiles en el ejercicio de gobierno de una nación que intentaba sacar a flote un proceso de paz minado por los colaboradores más próximos del jefe del ejecutivo.

Sin embargo, y a pesar de que hasta este punto parezca lo contrario, esto no es un memorial de agravios contra Iván Duque. El manejo dado a la pandemia y la mala imagen del joven presidente por sus malas decisiones tienen, y esa es la tesis que pretendo defender aquí, un propósito más grave y más oscuro. Todo ha sido un plan para tapar aquello que se desvelaba en los titulares de las noticias con la salida de la guerrilla como actor del conflicto.

¿Qué tienen en común las declaraciones de Aída Merlano, Odebrecht, la compra de votos a favor de uribistas en distintos puntos del país revelada luego de la (ahora) confusa muerte de Ñeñe Hernández y los problemas de gestión de Hidroituango? Todos son asuntos que poco a poco han ido desapareciendo de las noticias en favor de la mala gestión de los dineros de la paz y del FOME (Fondo de Mitigación de Emergencias); del préstamo a Avianca, del recrudecimiento de la violencia, las masacres y, en los últimos días, las revueltas que han devastado los centros de atención inmediata de la Policía Nacional en distintas ciudades del país.

Todas esas decisiones tienen un costo político. ¿Quién tendrá que asumirlo? ¿Acaso alguien recuerda qué ministros de hacienda tomaron las decisiones que nos tienen donde estamos? Si apenas se recuerda quién es el autor de la ley 100, que por sus características afecta a todos los colombianos, mucho menos el país de a pie recordará quién es Alberto Carrasquilla o qué hizo o dijo Alicia Arango. El depositario de toda esa carga política va a ser el hombre transparente del 7 de agosto de 2018, el mismo al que ni siquiera Emilio Butragueño tomó en serio: el desafortunado presidente Iván Duque.

Duque está en la mejor posición para recibir los pastelazos. Todos los demás toman las decisiones, él solamente las lee. Eso sí, las lee rodeado de gente para que se note su autoridad. Sin embargo, y muy posiblemente a su pesar, su gabinete es el reencauche del auténtico presidente, quien lo administra (ya hasta la vicepresidenta, sin ser la única, se ha referido en público al expresidente como presidente al menos en dos ocasiones) con la ventaja de no tener que cargar con el lastre de la mala imagen que conlleva tener que apoyar proyectos contrarios al interés general.

Duque no es una marioneta, es un parapeto. Uribe tiene muchos callos que no pueden ser pisados porque le dolerían a todas las caras visibles de su partido y a los poderes económicos que los pusieron en donde están. La prisión domiciliaria de la que tanto se ha quejado ha sido, de hecho, un bálsamo que le ha evitado tener que responder a muchas preguntas incómodas que lo habrían descolocado como senador. Ahora es un mártir.

Así las cosas, el presidente mal avenido a presentador dada la contingencia del COVID-19 genera más miedo que risa. La concentración de poder que tanto se critica en el extranjero no se orienta hacia él. Es otro, en Córdoba, quién tiene Fiscalía, Procuraduría y Defensoría del Pueblo. Todo es una tormenta, es cierto, pero una tormenta perfecta que podría descansar en la calma que puede ofrecer una constituyente que reacomode los poderes de la forma más cómoda para el señor del Uberrimo, sus seguidores y, más importante aún, sus financiadores.

Los colombianos miramos inermes el paisaje político que hoy se presenta casi como una maldición. Ni el mismo Hassan Nassar lo habría predicho con tanta precisión. En un par de años, Iván Duque seguro irá a la junta directiva de algún banco o a algún cargo estatal puesto por un hipotético presidente uribista que pueda llegar después. Llegará con la certeza de no volver a ser nunca elegido para ningún otro cargo público, con una carga política inlevantable, resultado del lavado de cara de todos los que estaban a su alrededor. No lo va a necesitar. Una pensión presidencial es una mullida almohada en la que el fin de una carrera fugaz y destructiva a partes iguales no se siente.  ¿Cuántos líderes sociales más van a morir? ¿Cuántos militares y policías tendrán que morir por un discurso que insiste en una salida militar a un conflicto que niegan que existe? ¿Qué otros periodistas, investigadores, académicos y funcionarios serán perfilados para luego ser perseguidos?¿Qué será de nosotros en estos dos años?

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