Una revolución desde adentro

Una revolución desde adentro

Los seres humanos somos víctimas de la inmediatez

Por: Nelson Cárdenas
julio 20, 2014
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Una revolución desde adentro

Yo tengo una hipótesis sobre los accidentes de tráfico, ya me dirán que tan zafada está: Nosotros, los humanos del siglo XXI, no somos diferentes en capacidad de procesamiento de los estímulos del entorno que los primeros homo sapiens. Sus (nuestros) exitosos cerebros estaban preparados para manejar el mundo al ritmo de sus posibilidades corporales y en materia de velocidad, su tope ,en tramos cortos, era y sigue siendo 32 km/h. Los estímulos que sobrepasen su velocidad pedestre superan la capacidad del procesador de su cerebro. No logra verlos a tiempo y si hay eventos que se atraviesan en su trayectoria a un ritmo mayor que ese, nada diferente a la casualidad hará que pueda evitarlos.

Por estos días, la aldea global que McLuhan predijera por allá en los años 60 del siglo pasado (con la llegada de las transmisiones satelitales para alimentar la radio, televisión y telefonía) está adquiriendo una forma y manera inimaginada. Nuestra ventana es cada vez más densa, sobre poblada, omnipresente y enloquecedora. No exagero. Incluso los que aun no han caído en la trampa productivista del “teléfono inteligente”, todos los días, a toda hora, están recibiendo señales del mundo: en el transporte público, en la calle, en la oficina, en el restaurante, en el avión, en el ejercicio, mientras tomas un trago (he visto incluso lugares donde la pantalla muda muestra una cosa mientras el sonido se dedica a pasar canciones).

Hay una cierta angustia si no estamos recibiendo estímulos de algún tipo a cada momento. Hay que tener encendido algún aparato que nos cante, que nos baile, que nos “informe”, que nos entretenga. La conexión con un medio nos es casi tan indispensable como el aire. Y ni pensar en lo que usamos en nuestros teléfonos, llenos de maneras de comunicarse (correos, mensajería instantánea, redes sociales).Pero con todo el creer saber lo que pasa en cada rincón del planeta y todas nuestras redes de 1000 amigos o seguidores y cientos de mensajes diarios, al igual que mi planteamiento sobre la accidentalidad, tenemos una muy limitada capacidad de comunicarnos con otra gente y de procesar información sobre el entorno. Podemos con la familia inmediata y cuatro amigos más y tal vez con la realidad más inmediata y relevada por los medios informativos.

El resto es ruido, banalidad, paisaje, moda de un día, indignación pasajera. No podemos con el peso infinito de la información puesta delante nuestro en una pantalla. A pesar de su trascendencia, de su urgencia, de su desbordada injusticia y barbarie, no podemos con el mundo y terminamos por, a pesar de saber y tener de él una cierta conciencia común, dejarlo pasar como una cosa que ocurre en la pantalla, lejos de casa. Palestina, James, el proceso de paz,el asunto ambiental, el problema de género, la desigualdad social, la corrupción, el cuidado animal. Son tantas cosas, tantas las demandas de solidaridad y participación que terminamos por adherirnos a causas que duran un día en la pantalla y ya está. Y con ello nos viene la angustia, o al menos a mi me pasa así ¿qué hacer? Sabemos que las cosas no están bien. Sabemos que muchos lo sabemos, pero no hay como ir a cada marcha o como firmar cada petición o leer cada artículo. ¿qué hacer?¿cuál revolución empezar?¿cómo y cuándo ponerla en marcha?¿en medio de los comerciales de la tele?

Estamos desbordados de frentes a los que acometer, llenos de la conciencia y necesidad de cambios, pero inmovilizados (con algunas efímeras excepciones que logran conmovernos -siempre y cuando no duren mucho-) por la dimensión de lo por hacer.

Yo creo, y de nuevo opino con la irresponsabilidad, el desconocimiento y sinceridad de un jubilado en una silla de parque, que sí hay una revolución que podemos hacer, un cambio que podemos acometer con consecuencias inesperadas y transformadoras, una especie de ecuación primera y unificadora del campo humano, cuya ignición requiere una masa crítica simple (pero terriblemente resistente de convencer) de obtener: la revolución de uno mismo, el cambio que comienza en el pequeño pixel, igual a los otros 6 o 7 mil millones de pixeles de la pantalla llamada humanidad.

De alguna forma el sistema ha conseguido hacernos creer que hay un poder que si puede hacer transformaciones, un poder superior, pero nunca uno mismo. Han instalado en nosotros la certeza de que si no hay quien nos valide, no somos, ni podemos. Necesitamos de certificaciones que digan que sabemos lo que sabemos, plásticos que confirmen nuestra identidad, oraciones y mitologías particulares que nos protejan del mal, autoridades que definan lo que está bien y lo que no. Una conexión permanente con un centro de poder del que todos dependemos y sin el cual no podemos entendernos, ni podemos existir. Una especie de rueda de bicicleta, cuyos radio se conectan al eje, pero no se tocan unos a otros ni logran significar algo fuera del sistema.

Hay un reto pendiente en cada uno de nosotros y es volver a creer que el cambio, la revolución, la transformación de nuestro entorno no va a llegar de mano de un presidente (aunque sí ayudaría elegir gente adecuada) ni de un dios benefactor o un extraterrestre, o cualquier externalidad que sumercé escoja.

No. El cambio no se lo debe pedir uno a nadie. Debe pedírselo uno mismo. Uno lo debe contagiar con el bendito ejemplo, con la acción que haga concordar lo que creemos íntimamente con lo que hacemos cotidianamente. No es el mundo lo que anda mal, somos nosotros, soy yo. Ese yo desarticulado de su semejante (que curiosamente se llama “semejante”, pero en realidad lo concebimos “diferente” y por eso no lo reconocemos como una continuidad nuestra) a quien teme y desprecia, en tanto que adora y no cuestiona al ser central y rector del mundo.

Dicen que los orientales, a diferencia de los de estos lares, perciben el mundo como una continuidad y que las cosas y seres que vemos distintas son meras manifestaciones particulares de un solo “ki”. Entes y entornos como una sola y continua esencia.
Cuando entendamos que no hay un otro sino un nosotros (nosotros los seres vivos y el espacio que nos rodea), reconoceremos, como que hay sol en el cielo, que somos el cambio que queremos del mundo. Y no habrá patria, ni dios, ni banco que nos lo impida.

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