Una patria para Chela
Opinión

Una patria para Chela

Por:
junio 03, 2014
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Chela Umire atiza el fogón con plumas de pava. Cierra los ojos cuando la bocanada de humo se desprende de la leña y sonríe porque algunas chispas le salpican los brazos. Cuando la candela pierde las llamas y en los tizones se concentra el fuego rojo, ella acerca los tiestos: tres ollas de aluminio sobre la boca del calor, dos  canastos a prudente distancia y una pasera colgada del techo como si fuera una pequeña hamaca. A las ollas van yucas, papas, zanahorias y ramitas de cilantro y cebolla cultivadas por Chela, su madre y su hija; a los canastos, semillas y pepas recolectadas en la selva por sus sobrinas; y a la pasera, tres pescados traídos por sus hermanos.

Chela cocina en un claro de la selva amazónica. Alrededor, el bosque tupido donde habitan los espíritus de los que ya descansaron, arriba el cielo azul sin trazos de lluvia, abajo —donde Chela posa sus pies desnudos— una patria ajena, una tierra para su exilio. Vino de La Sabana, dos días caminando hacia el norte, como una exploradora en busca de una casa nueva. Llegó a La Chorrera, tierra de uitotos, donde le trazaron un lote, le dieron permiso para levantar una casa de madera y sembrar solo una huerta y le recordaron que no debía coger ni las pepas caídas de las palmas, ni cazar borugos en las cercanías, ni sacar animales del río.

La Sabana, según dice Chela, era el paraíso. Una gran planicie de bosques bajos y pastos justo donde Amazonas se convierte en Caquetá, muy rozando Putumayo. Allá sus abuelos refundaron el mundo Muinane una vez escaparon del Perú que fue su cárcel cuando  los amos del caucho los esclavizaron en los años 20 del siglo pasado. Dice Chela que su abuela sobrevivió metida en las cuevas del monte comiendo frutos silvestres y que, durante tres meses, su abuelo comió cogollos y gusanos de palma. Una vez se encontraron en las orillas del Igaraparaná formaron un hogar del que retoñaron los Umire de La Sabana que hoy parecen troncos heridos, vacíos de savia, errantes en el corazón vegetal del planeta.

Los primeros nacidos después del genocidio cauchero dejaron La Sabana cuando los narcotraficantes, al mando de Carlos Lehder, la convirtieron en pista clandestina para traficar cocaína. Se regaron por Caquetá y mezclaron sus sangres con llaneros y antioqueños. Los segundos, se marcharon cuando El Caguán fue centro, al mismo tiempo, de la guerra y de la paz. Caminaron hacia el Putumayo donde extendieron su parentela con caucanos, nariñenses, peruanos y ecuatorianos. Los terceros, los que han permanecido en la soledad de La Sabana sin escuela, sin médico, sin pastor, sin radio de comunicación, son los veintiocho descendientes de Pablo Umire, el padre de Chela, el hombre dispuesto a permanecer en su tierra ancestral; es decir, justo donde el primer Muinane brotó de la tierra seguido por su mujer.

Chela quiere volver a su sabana, a su río, a su aire pero sabe que no debe hacerlo porque allá sus niños se morirían de hambre. A los cuarenta años ha recordado que su nombre indígena significa Raíz del Tabaco, y que está destinada a sembrar en una nueva tierra. Por eso atiza el fuego en La Chorrera pese a que ella, sus sobrinas y sus hermanos tuvieron que caminar dos días para traer frutas y carnes; le da aliento al hogar en una patria prestada por hermanos de sangre que todavía no se conmueven para decirle: bienvenida.

Chela

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