Un andante cuenta (I)

Un andante cuenta (I)

La muerte, especialmente la que está rodeada de circunstancias violentas, históricamente ha tocado a muchas familias en este país. Un duro relato

Por: Luis Eduardo Martínez Arroyo
agosto 25, 2020
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Un andante cuenta (I)
Foto: Pixabay

Pudiera detenerme yo a contar cómo han tenido lugar las muertes más cercanas a mí, pero no porque ocurrieran en mi presencia, sino por la condición de quienes las padecieron. No es de mi carácter ser prolijo en narraciones de toda especie, aunque amistades y familiares varias, no todas, la aclaración es pertinente, han querido entusiasmarme con sus elogios en torno a una supuesta vena narrativa que me acompaña. Lo mío es lo parco y lo sumario, para nada heredado del genio relator de una de mis tías paternas, que en medio de su gestión contadora de las novelas que a diario emitían las estaciones de radio nacionales privadas casaba esas historias con varias de la vida real, poniéndoles a cada una de estas los énfasis que los personajes se merecieran y sus respectivos roles, igual tratamiento recibían los protagonistas radionovelados. Aquí me tienen.

En 1984 experimenté por vez primera la muerte violenta de un familiar, un primo hermano, hijo de una hermana de mi padre. Mi tocayo, que esa condición tenía, había viajado por el río Magdalena antes y después de haber pagado el servicio militar. Lo había hecho en compañía de su progenitor en la lancha de este que surcaba la gran arteria nacional entre Barranquilla y Puerto Berrío, y otras veces entre la misma ciudad y Caucasia. El propósito transportador del mediano naviero era llevar al mercado de la capital caribe los productos agrícolas como el plátano o piscícolas como el bocachico. La fortaleza física del tocayo fue reconocida en su pueblo y en los cuarteles, en los que recibió honores.

Su cuerpo inerte apareció en las afueras de Santa Marta, en la zona que conduce a la población vecina de Ciénaga, mientras que el vehículo de transporte de pasajeros intraurbano, un taxi, del que derivaba su sustento, apareció cerca a esta población. A la misma hora en que sus familiares le daban sepultura, los de Bateman, y sus simpatizantes políticos enterraban los restos de este, en el mismo camposanto, encontrados en la zona limítrofe entre Colombia y Panamá. La líder socialista de esa época Esperanza Landínez despidió al legendario guerrillero samario con un encendido y emotivo discurso, parece que el último en su vida con el que valoró a un dirigente insurgente.

Después todo fue más corriente y cotidiano. Salomón asumió la responsabilidad y se enfrentó a los que habían fraguado el asalto a su integridad física y sus bolsillos provistos de una buena suma de dinero obtenida de la venta de los productos que traía de Maicao realizada en la Calle Larga, donde era el rey en expender y en hacer favores. Acostumbrado como estaba a tirar contendores desde niño en el pueblo y en la sede de su negocio al piso por su formidable pegada, subestimó a los asaltantes que se habían pertrechado con armas de fuego de letal calibre con las que lo hirieron de muerte. En medio de una prolongada agonía se despidió de sus más cercanos familiares en un hospital militar. 1984 me había herido dos veces la vida.

Pedro Rafael en su niñez casi juvenil había atormentado el débil corazón de su padre desde que este lo había enviado a estudiar a El Cerro. Era su motor, su combustible, su vida. A su retorno, después de la corta estada en aquel municipio magdalenense, decidió entregar sus buenos servicios de soldado de la patria al Ejército Nacional, a pesar de los ruegos y llantos de Don Sayo que había ofrecido dinero a intermediarios con tal de que las FF. MM. no se nutrieran de su ánimo guerrero en Barranquilla. Ambas separaciones entre padre e hijo provocaron comentarios compasivos e irónicos otros en el pueblo y en la familia que había emigrado. Pelé, que así había sido motejado por su primo hermano Cuco, mi compadre, gracias a estar desprovisto de atributo alguno para el arte futbolero, cumplida su obligación patriótica se presentó de nuevo ante los suyos con su libreta militar de primera categoría, como la de José del Carmen, Pedro Marte, El Cabo, José Manuel, Luis Felipe, César y Manuel Guillermo. Ah, y Manuel Bautista. A unos sí, a otros no.

La fiesta de la Candelaria lo tomó de la mano mientras manejaba su jeep Land Rover en el que transportaba pasajeros en carreras colectivas o individuales. El automotor lo adquirió con los ahorros de su trabajo en Mineros de Antioquia, en El Bagre, adonde fue a tener portando el fruto de su servicio militar. De ninguna manera dado a las fiestas Pedro Rafael organizó su vida al lado de su esposa y de los hijos que pronto aparecieron. El pasajero, que en esa fecha de 1985 lo abordó en las calles de Magangué en requerimiento de transporte, lo desapareció. Sus restos fueron encontrados meses después calcinados en la periferia de la cabecera municipal, al cabo de una desgastante búsqueda en la que intervinieron personas que mantienen conversaciones con el más allá, familiares y miembros de la Policía. Don Sayo le sobrevivió tres años.

Pedro Mártir había erigido su nombre a pulso de trabajo físico, al lado de su bravía mujer que no lo dejaba solo; era atarrayador impecable, solo igualado y en ocasiones superado por mi hermano Edilberto, y gozaba en su tierra de buen ambiente por lo divertido de su temperamento. Pagó cárcel durante varios meses por haber liderado tomas de tierras en las riberas del Magdalena cercanas a Magangué y El Celestial. Después de regresar de Bocas del Rosario, adonde fue a dar con su mujer, sus hijos y tuvo otros, emprendió vuelo hacia Venezuela con su mujer a trabajar duro y parejo y retornó al terruño donde estableció una tienda en la esquina de la plaza, en reemplazo de uno de sus cuñados que alzó la cola para nunca más volver. Como ha sido usual en varios nativos, tanto que los ha habido que no han regresado ni para asistir a los sepelios de sus hermanos, a pesar de estar viviendo a escasos 60 kilómetros de El Celestial.

Una noche de 1986, mientras veía en la sala de su casa donde tenía una tienda, en el barrio Arriba, a Juan Guillermo Ríos presentar las noticias de televisión, un pistolero se acercó a la puerta, lo llamó por su nombre y al atender el requerimiento lo impactó con varios proyectiles de arma de fuego. Así lo había hecho el gatillero en otras poblaciones río arriba y abajo de Magangué, transportado en el mismo vehículo con motor fuera de borda, identificado con los mismos colores y símbolos, los iguales acompañantes, y en el mismo horario. Hay muertes que dejan heridas no restañables…

El único varón de la descendencia de mi padrino Socorro, Argemiro, mi compadre, había levantado su venta de combustible, bebidas de diverso contenido y comidas, después de haber intentado y fracasado en otras actuaciones de las que han sido llamadas emprendedoras. Su tío el del porro Se va, se va , se va Guillermo, se va, se va, se va el bombero, lo había precedido en esa actividad comercial, y marchado después hacia tierras santandereanas en la búsqueda de unos ancestros más acompañados de la fortuna, cuando en El Celestial esta le sonreía a carcajadas.

La boya tirada en el río, el epicentro del negocio, amarrada a unos horcones clavados en el barranco o a viejos árboles, donde arrimaban las chalupas, Johnsons, canoas, a dejar los pasajeros que llegaban al pueblo al que tenían como destino final o a hacer el trasbordo para tomar otro vehículo que los condujera a otras poblaciones del Cauca o Magdalena, era el punto obligado para llegar o salir. Que El Celestial tuviera esa importancia en el arribo y partida de pasajeros no es algo gratuito, está situado 1 kilómetro río abajo del encuentro de los ríos Cauca y Magdalena.

Jorge Luis, el hijo mayor de mi tocayo y primo hermano Luis Felipe, y uno de los sobrinos de Argemiro, sintió llegar la chalupa cuando arrimó a la boya, conoció a los pasajeros que una vez lo vieron, lo saludaron y le pidieron que llamara a su tío. Este se encontraba en la casa. Los dos fueron acribillados después de que los sicarios hubieron de intercambiar bromas con ellos cerca al barranco. Las ráfagas se mantuvieron durante un buen rato, mientras los asesinos organizaban la retirada. Era una temprana noche de febrero de 1989.

Hoover Javier Barranco Martínez, era el hijo menor de Alberto Barranco Urina y María de los Reyes Martínez Martínez. Había nacido en El Cerro de San Antonio (Magdalena). Su padre fue pionero navegante entre esta población y El Celestial, aquí conoció a la que sería su esposa y con la que vivió el resto de sus días. Después del nacimiento de la hija mayor de ambos, Albertina, en El Celestial, fueron a residir en el municipio rioabajero donde vinieron al mundo sus restantes descendientes, incluído Pepito como era conocido Hoover. Una noche de 1992, mientras disfrutaba de los servicios de un sitio de diversión en Medellín, una bala acabó su vida sin que mediara discusión con alguno de los presentes en el establecimiento.

El frente Gómez Quiñones de una disidencia del Eln llegó a Santa Pabla, un corregimiento de Magangué, situado en el margen izquierdo del río Cauca, a secuestrar a Antonio Martínez Arroyo, un mediano agricultor y ganadero que había abandonado el mercado del plátano en el municipio bolivarense para afincarse en aquella población. Su hijo mayor Rogelio Antonio, que por aquellos días se había desplazado desde Barranquilla, donde oficiaba como mayorista del plátano y que en ese momento lo acompañaba, se ofreció de modo voluntario en lugar de su papá para que se consumara el plagio. Los secuestradores aceptaron la oferta, se llevaron la víctima y a los pocos días remitieron las condiciones de su liberación. Un año después retornaron y se llevaron, esta vez sí, a Antonio. En ambas ocasiones el patrimonio familiar se vio afectado por las exigencias económicas del grupo guerrillero. Antonio y yo somos primos hermanos y primos segundos, Rogelio es también nieto de un primo hermano mío. Fueron los meses de diciembre, tanto de 1994 como de 1995.

Su oficio era servir de baquiano a quien necesitara esos servicios para llegar en vehículo movido por motor fuera de borda a la zona de Tiquisio, desde El Celestial, recorrido que estaba surtido de inmensas ciénagas y alimentadores caños en épocas lluviosas y de su cara contraria en los días secos y calurosos. Lo suyo era un verdadero arte y lo ejercía de modo democrático, no preguntaba quién era el solicitante y cobraba apenas un modesto estipendio por tan agotador trabajo. Los cuerpos armados del Estado le profesaban especial cariño.

En la noche de ese diciembre, cuando en compañía de otro celador de la boya de gasolina prestaba ese servicio, oyó unas voces que le parecieron conocidas, impresión que se le acentuó cuando el solicitante lo llamó por su apellido, lo que lo llenó de confianza para salir a su encuentro. Pedro Nolasco Arroyo Martínez, el que fungía de baquiano, el señor Tomás y el Cachaco, este último propietario de una venta de comida situada en las arribas del pueblo, fueron despedazados, sometidos previamente a torturas, sufrieron corte de franela, eventraciones, sus vísceras descuajadas y tirados al río.

Años después cuando rendía su versión en Justicia y Paz, Salvatore Mancuso, de esa operación de guerra confesó que en las horas de la madrugada de esa fecha un pelotón de efectivos militares había salido al pueblo proveniente de la parte de atrás del mismo, hizo inteligencia y reportó lo pertinente a quien interesara. Era 1996.

Glosario:

Luis Rafael Barranco Martínez. Su mamá, María de los Reyes Martínez Martínez, y mi papá, Santiago Pablo Martínez Martínez, fueron hermanos.

Salomón Martínez Romero. Su papá Carmen Ignacio Martínez Arroyo, era hijo de Agripina Arroyo Estrada, hermana de mi madre, María Eugenia Arroyo Estrada. El padre de Carmen Ignacio, Lucío Martínez Martínez, era primo hermano de mi padre Santiago Martínez Martínez.

Pedro Rafael Ardila Rodríguez, hijo de Isaías Ardila Martínez y Elodia. El primero era primo hermano mío y la segunda de mi mamá.

Pedro Mártir Alvarez Arrieta, El Negro, era hijo de Francisco Epifanio Álvarez Arroyo, que era primo hermano de mi madre, y Anatilde Arrieta. Su abuela, Simona Arroyo Martínez, era tía de mi mamá y prima hermana de mi papá.

Argemiro Ardila Casares, El Cuco, sus padres fueron Rafael del Socorro Ardila Martínez y Matilde Casares. El primero fue sobrino de mi papá, primo hermano y padrino de bautismo mío.

Jorge Luis Martínez Ardila, hijo de Luis Felipe Martínez Arroyo, mi primo hermano y tocayo; y de Margoth Ardila Casares, sobrino, además, de Argemiro y nieto de Rafael del Socorro y Matilde.

Hoover Javier Barranco Martínez, hijo de Alberto Barranco Urina y María de los Reyes Martínez Martínez, por tanto, sobrino de mi papá y primo hermano mío.

Rogelio Antonio Martínez Ardila y Antonio José Martínez Arroyo, padre e hijo. Antonio es mi primo hermano, pues nuestras madres fueron hermanas y nuestros padres, primos hermanos.

Pedro Nolasco Arroyo Martínez, hijo de Anastasio Arroyo Martínez y Luisa María Martínez Martínez, sus padres fueron primos hermanos entre sí; su mamá fue hermana de mi padre. Sobre Tomás y El Cachaco no hay información relevante.

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