A todos los que han visto partir a su mejor amigo

A todos los que han visto partir a su mejor amigo

"El amor es una especie de locura y cuando uno ama así a una mascota, que en mi caso fue la hija que me dio la vida, el dolor de la separación te desquicia, te enferma"

Por: Juan Mario Sánchez Cuervo
junio 27, 2019
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A todos los que han visto partir a su mejor amigo
Foto: Pixabay

El amor de mi vida, mi único nexo con la vida, me iba a dejar solo en la ciudad de Buenos Aires. En lo sucesivo nada me ataría ya a este mundo: ninguna conexión con nada ni nadie. Si yo supiera en estos mismos instantes que abandonando mi cuerpo la volvería a tener en mi regazo no dudaría en buscar sediento a la muerte. Yo sabía que la señal inequívoca de su partida sería la falta de apetito, en una criatura con una gula insaciable como la de ella. Ese día llegó. Una noche en la plenitud del otoño le sobrevino una asfixia repentina y severa, acompañada de espasmos ruidosos, una especie de hipo mezclado con un sordo ronquido.

Era evidente que el oxígeno que lograba entrar a sus pulmones no era el suficiente y el que lograba ingresar lo hacía tras un esfuerzo agónico. Al verla en ese estado supe que la hora que yo más temía había llegado. Le ofrecí agua, leche y hasta un trozo de su plato favorito: salchichón cervecero; pero no, ella sólo quería respirar a sus anchas y no lo conseguía. Derramé millones de lágrimas, el primer adelanto de mil millones más. Salí con mi Lira para urgencias veterinarias, Angelic pet, si mal no estoy, se llamaba el lugar donde mi mascota pasaría sus últimos minutos, donde definitivamente partiría sin mí. Estuvo unas horas con un artefacto que yo mismo sostenía en su hocico y el cual le suministraba oxígeno.

Durante todo ese tiempo no apartó su limpia mirada de mí. El veterinario ordenó unos exámenes, aunque su pronóstico era reservado, y me dijo que debía prepararme para lo peor. Esa noche no dormí, agonizaba a su lado viéndola agonizar. En la mañana, en el hospital para mascotas más importante de Buenos Aires le hicieron los exámenes, entre ellos una radiografía de los pulmones. Se la llevaron media hora, y tuvimos ambos un adelanto de lo que sentiría ella al llevársela la muerte de mi lado, y lo que sentiría yo al verla partir en brazos de esa señora helada y maldita. La médica que me entregó los resultados recomendó la eutanasia para no prolongar su sufrimiento, que sin embargo regresara donde el veterinario que había ordenado los análisis.

En el informe alcancé a leer una palabra a la que le tengo miedo, porque reúne todas las emociones de ese último día: intersticial. No sé exactamente qué significa en patología, y en lo que a un cáncer de pulmones se refiere, pero para mí tiene solo un significado: la muerte. El médico veterinario me dijo que solo podía prolongarle la vida por una o dos semanas, pero aún con mucho sufrimiento para ella. Prolongarle la vida implicaba prolongarle también una dolorosa agonía. Le contesté que debía pensarlo, que me permitiera sopesarlo. Yo solo quería regresar al apartamento para aceptar que la había perdido, para hablarle al oído con las postreras palabras de amor, para pedirle permiso por lo que iba a hacer, que era una solución absurda y paradójica: matarla por amor.

Toda la tarde me la pasé llorando a su lado, sabiendo que nunca más la tendría a mi lado. Si tuve que salir por un momento a comprar algo cuando regresé la encontré echada al lado de la puerta, como las cien mil veces que regresé a casa y me estaba esperando, e igual que esas cien mil veces movió la cola, y si no saltó de la alegría fue porque no tuvo alientos. Si yo entraba al baño me pedía con la mirada triste que no le robara ni un segundo a mi lado. A eso de las siete de la noche llegué al consultorio veterinario dispuesto a dejar mi manojo de lanas tiernas y negras en manos del matarife: le pedí a Dios, que por nada del mundo permitiera que yo volviera ver el rostro de aquel hombre, de aquellas manos, no porque yo le guardara rencor alguno, sino porque sería el físico recuerdo de un máximo dolor. Me juré no regresar a ese consultorio, y a esa calle donde la vi viva por última vez.

El matarife no era un asesino, sino un buen amigo que le ofrecería la dulzura de la muerte en la amargura del sufrimiento; pero no pude evitar odiarlo, cuando minutos después de la anestesia le clavó en pleno corazón la dosis indicada de eutanol. Sé que escuchó entre luces y sombras estas últimas palabras: Lira, mi bebé, te amo. El espasmo y el ruido terrible de su asfixia cesaron para siempre, cesó ella y cesó mi esperanza, cesó la vida y apareció con su manto de solitario silencio la parca. No sé por qué, hoy me arrepiento, tuve la imprudencia de contemplar sus ojos, sus pupilas inmensamente dilatadas, sin brillo ya, sin vida. Nada transmitían, salvo el vacío, salvo la nada, esos ojos que ya no me amaban, porque ella ya no existía, porque ahora habitaban el infinito de la muerte que algún día nos reuniría, pero que ahora nos separaba, bendita muerte. Siempre le tuve miedo a este momento en que debía escribir sobre este pasaje tenebroso. Siempre lo evadí, siempre lo postergué, y hoy me toca, y aquí estoy escribiéndolo con espasmos no de asfixia, sino de incontenible llanto. Pero sí, también de asfixia, me falta el aire de su amor, de su presencia y ternura. Me invade la asfixia de su definitiva ausencia.

La enterré en el jardín de la casa de Eduardo. Yo mismo le deparé una fosa y yo mismo la cubrí de tierra y cada palada me robaba un pedazo de ella, hasta que la perdí de vista ad eternum. La lluvia de esa mañana acompañó el concierto de cristal de mis lágrimas que añadía sal al humus de la tierra que era ya su nueva entraña. Al mirar hacia ese jardín por última vez, mirada, última mirada, recordé el poema Cerraron sus ojos, de Gustavo Adolfo Bécquer, y el trozo de una canción del folclore colombiano: soy enterrador y vengo de enterrar mi corazón. Regresé a casa, una casa que ya no era mi casa porque mi Lira ya no habitaba en ella. Esa casa era mi tumba y una tumba tan inmensa como el vacío abismal que se alojaba en mi plexo solar y se irradiaba hasta el rincón más secreto de mi cuerpo y de mi alma. Salí de todas sus cosas: de los recipientes donde comía y donde bebía agua, de su camita, de sus cepillos, de su champú, de todas sus medicinas y vitaminas, de todo lo que pudiera recordármela, aun sabiendo que el olor de mi Lira no desaparecería de mi espacio hasta pasado mucho tiempo, y que encontraría por aquí y por allá y por doquier, hasta en mi boca lanas negras que me la traerían como testimonio de su presencia y ausencia.

Si el lector ha estado atento a este relato, se preguntará qué hice la noche de la eutanasia, dado que la enterré al día siguiente entrada la mañana. Ya les cuento, y si me llaman psicópata hacen bien porque me porté como tal. Una vez perdido todo nexo con la vida me aferré a su cuerpo como última esperanza. Tomé un taxi y conduje su cadáver hasta mi buhardilla del barrio San Telmo. Me acosté y no pude apartar durante toda la noche mis ojos de su pequeño cuerpo que yacía en una bolsa sobre mi escritorio. No dormí un segundo, despabilé de vez en cuando, toda la noche creí escuchar el estertor de su respiración agónica por la asfixia. Le tenía miedo a que saliera el sol, pues el sol y el cielo que amortaja la tierra me la quitarían definitivamente. Sí, el amor es una especie de locura, y cuando uno ama así a una mascota, que en mi caso fue la hija que me dio la vida, el dolor de la separación te desquicia, te enferma.

Al mediodía salí a trotar: la gente vio a un loco correr de un lado a otro, sin orden ni geometría, por todo San Telmo, espantando palomas, espantando a los que se atravesaban en mi camino: quería exorcizar hasta la muerte mi dolor. Quería morir de cansancio para llegar a mi cama a dormir y nunca despertar, o despertar rodeado de un coro de ángeles caninos con Lira a mi lado. Quería que me diera un infarto y no me dio, y tuve que regresar al lugar que menos quería. Dormí, dormí muchos días como una forma de suicidio. Me la pasé varias semanas con los ojos clavados en la blancura de la pared o en la longitudinal insignificancia del techo. Si comí algo por esos días de duelo fue porque El Flaco, El Bocha y Eduardo me obligaron llevando ellos por mí la cuchara hasta mi boca. Si no perdí mi trabajo fue porque Irigoyen aprovechó todas sus influencias, y logró que un médico me diera incapacidad por un mes.

De tarde en tarde visitaba el mausoleo de Liliana Crociati de Szaszak, la mujer con nombre de viento, y su fiel perro Sabú. Sin ninguna timidez y ajeno al qué dirán abrazaba la efigie del canino y lloraba como una madre que ha perdido a su hijo y que se aferra a un recuerdo, a una fotografía, a cualquier imagen. Los turistas que visitaban el cementerio de la Recoleta me tomaban por loco, y tenían toda la razón pues loco estaba. Sé que me tomaron fotografías, y nada de raro tiene que ustedes, amables lectores se encuentren con una o con muchas de ellas en algún diminuto espacio de ese infinito llamado Internet. Yo soy rara avis, he llegado amar a un perro más que a cualquier ser humano, y si el lector por lo que acabo de escribir piensa que soy un demente hace bien, lo soy. Y mi locura consiste en un amor sin límites por los animales; especialmente por todos los caninos que me traen un poco de la cadencia musical de mi Lira.

Fragmento de la novela Mi Noche en Buenos Aires, de Juan Mario Sánchez Cuervo.

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