¿Por qué todos callamos el día del adiós a las armas de las Farc?

¿Por qué todos callamos el día del adiós a las armas de las Farc?

La paz nos dividió, nos llenó de dudas y socavó la poca confianza que nos quedaba en las instituciones formales y no formales

Por: Carlos Andrés Ramírez González
julio 19, 2017
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¿Por qué todos callamos el día del adiós a las armas de las Farc?

Un remolino de gritos, maicena y agua colmó por completo las calles del pueblo. La gente llena de júbilo impidió el tránsito normal de los vehículos, las bicicletas y hasta los demás transeúntes que sin ser parte del jolgorio, terminaron uniéndose a él. Su alegría era contagiosa, era imposible no llorar y sonreír al ver tanto alboroto, tanta gente desconocida que al unísono cantaba el himno nacional al tiempo que colmaban los andenes y las calles con esa capa de trigo pulverizado tan típica de los colombianos. Yo, más sorprendido que feliz, traté de esquivarlos no sin antes ser víctima de varios chorros de agua lanzados a la cara y una nube de confeti cuyo dueño no pude identificar. Entré a la tienda, compré el encargo preciado y volví a mi casa de nuevo batiéndome en la salvaje alegría del pueblo. Sin duda un día para el recuerdo, un día en el que la historia del país se partía en dos y con ella, todas las vidas de los afortunados testigos. Un día que sin duda alguna —y en esto me dará la razón el lector— nos haría olvidar nuestra amarga historia patria aunque su envergadura no lo mereciera. Ese día, uno de tantos del 2014, la selección Colombia venció a su par de Uruguay en el Mundial de fútbol celebrado en Brasil.

Lo que muchos de nosotros no sabíamos es que un día similar llegaría. El 27 de junio de 2017, tres años después del arrebato de felicidad y júbilo nacional antes señalado, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) dejaron en poder una comisión de verificación de la Organización de Naciones Unidas (ONU) el equivalente a un arma por combatiente, es decir 7132 armas que súbitamente salieron de la selva y desaparecieron. Es allí, justo ese día, que gracias al trabajo de numerosos medios de comunicación estratégicamente colocados en todo el país pude ser testigo del desastre: plazoletas solas, calles abandonadas, gente indiferente, en silencio y apenas un grupo de personas eufóricas reunidas en el centro de Bogotá, ése fue el resumen de la jornada. ¿Por qué todos callamos?

Primero una aclaración; amo el fútbol profundamente, como cualquier colombiano. Mi problema por ende no es con el deporte, es con las reacciones tan diferentes que se plasmaron en dos fechas similares, pero con un valor histórico disímil. Lo mismo podría decir con otras fechas, incluso menos importantes, y que sin embargo fueron más celebradas, sentidas y, sobre todo, recordadas. Hecha esta aclaración acudo a la memoria para intentar explicar el porqué de esta apatía con tal vez uno  de los días más importantes en la historia de Colombia.

En primera medida, debo reconocer que tantos años de guerra y dolor nos volvieron fuertes, tal vez demasiado. Perdimos la noción real que tenía el conflicto cruento con las FARC y no es para menos: cincuenta años de guerra, con muertes, ataques y lágrimas diarias hicieron cotidiano el panorama caótico de un país sumido en sus propios odios. La cotidianidad de lo absurdo marcó entonces la poca acogida del proceso de paz dado que en el fondo todo mundo esperaba que volvieran los titulares nefastos que nos recordaban, casi a diario, que nuestro destino estaba perdido y que la esperanza moría con cada “última hora” de los noticieros. Este argumento explicaría también por qué la opinión pública internacional parecía más entusiasmada con el desarme que los mismos colombianos. No hay cuña que más apriete que la del mismo palo, repiten sin cesar las abuelas que aparentemente sí pueden ver el futuro.

Un segundo argumento habla de una guerra que se calló en las áreas más afectadas, pero que llegó con fuerza y estridencia a los escenarios públicos nacionales como el Congreso o las mismas redes sociales. Los dos bandos, armados con ostentosas armas cortas argumentales y artillería de ciento cuarenta caracteres, hicieron olvidar lo esencial, que vendría siendo el proceso de paz, y nos hicieron entrar en pesados debates, enfrentamientos, burlas públicas y hasta careos soeces que alimentaron nuestro histórico sectarismo. No interesa el bando al que se perteneciera –los que apoyaron el proceso y los que no- a ambos, de principio a fin, les faltó el talante suficiente para entender y respetar la posición contraria; todo ello, como un virus, se expandió por gran parte de la opinión pública y así el ciudadano desprevenido se batió entre el odio intolerante y el simple “importaculismo”.

Finalmente, debe decirse que los afanes diarios y los pequeños dramas que todo colombiano sufre, dificulta de manera considerable que el interés por un proceso político vaya más allá de lo que digan los noticieros televisivos o los boletines de las emisoras. El desinterés señalado se transformó en ignorancia y la ignorancia, como suele suceder, sólo generó apatía y desdén. Por supuesto que faltó pedagogía, herramientas que realmente sacaran al ciudadano del mar de mentiras que se fundaron a raíz del doloroso plebiscito por la paz. El día del desarme, por ejemplo, más de un entrevistado en los medios de comunicación manifestó su firme creencia de que la ONU era un organismo parcializado y que el desarme no pasaba de ser un show mediático. Como era de esperarse, muy pocos colombianos celebraron públicamente el supuesto inicio de la impunidad y la llegada apocalíptica de nuevos ciclos de violencia avalada por el Estado.

Es así, después de este corto recorrido argumental, que reconozco la posibilidad de que la algarabía diferencial primeramente reseñada, estuviera justificada. Después de todo, el fútbol nos unió detrás de un proceso transparente, comprensible y unificador que terminaba con el rodar de un balón. La paz, por el contrario, nos dividió, nos llenó de dudas y socavó la poca confianza que nos quedaba en las instituciones formales y no formales. A pesar de mi creencia en una alegría personal, no exteriorizada, debo reconocer ahora y siempre que todos callamos, sin atenuantes.

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