Un tal Charlie
Opinión

Un tal Charlie

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enero 12, 2015
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El paraíso, como lo pintaban en los siglos XVI o XVII, me parece que tiene algo de aburrido. Personas desnudas, echadas en el pasto, si acaso, comiéndose una fruta (nunca una manzana y tampoco un banquete, porque sería lujurioso), a orillas de un arroyo. No leen, no ven películas, no se ríen con amigos. Están ahí: quietos. (Borges, en cambio, se lo imaginaba como una biblioteca.) El infierno es, quizá, más interesante pero para nada apetecible. Monstruos con colas y crestas como de reptil meten a personas en hornos, los descuartizan o las obligan a sumergirse en pantanos donde unas babosas les comerán la piel durante toda la eternidad.

Creo que esta visión de lo que sería un descanso o una tortura eterna tiene sentido si se tiene en cuenta cómo debía ser la vida hacia la Edad Media. Quizá, también como es la vida en algunos lugares de nuestros países donde la pobreza es tal que bien podrían seguir en el siglo XIII: sin luz, ni acueducto, ni escuelas y apenas con casas de barro y tierra pisada. En efecto, como leí en un libro cuyo autor en este instante no recuerdo, el poblador promedio de la antigüedad o la Edad Media (no el noble o príncipe del que uno lee, sino el jornalero o la esposa del posadero) vivía siempre con un nivel de estrés y miedo bastante superior al nuestro. El mundo era un lugar profundamente hostil, empezando por la naturaleza a su alrededor que podría traer una ventisca que tumbara su débil casa o una nevada que congelara todo, pasando por la posibilidad de contraer alguna enfermedad que hoy es perfectamente manejable pero no lo era entonces, y siguiendo también por la posibilidad de que al día siguiente la fuente de trabajo desapareciera y por tanto una constante incertidumbre sobre la posibilidad de tener qué comer. Agreguémosle a esto un montón de supersticiones y mandatos divinos que provienen, quizá, de que había muchas cosas del mundo que no se entendían (¡imagínese el susto con un eclipse si usted no sabe qué es eso!).

En este tipo de circunstancias, el paraíso no es un lugar que quiera ser divertido o interesante. Es, creo yo, un lugar en el cual se pueda estar libre de miedo. El infierno es, en cambio, un lugar donde todos los miedos posibles se vuelven realidad. La promesa de algo mejor, sin miedo, luego de una vida aterrorizante es un paliativo, quizá, pero también un alivio.

Pero también los antiguos se dieron cuenta de que hay algo de extraño en esa forma de ver las cosas, por ejemplo los epicúreos en la Antigua Grecia (creo que en algún escenario ser “epicúreo” es un insulto, pero no se me ocurre cómo). Para ellos, la vida es una experiencia sensible y se trata de experimentar eso. Esto no implicaba comer hasta reventar, por ejemplo, porque el que come demasiado deja de disfrutar lo que come y es más bien un tic ansioso, sino más bien disfrutar las experiencias sensibles. Eran, en realidad, bastante ascetas.

Creo que detrás hay algo que es importante: la vida debe tratarse sobre la vida misma. (Esto, como una de esas cosas que he aprendido en esto de tener veintitantos). No sobre una vida futura o una anterior o el qué dirán algunos o el qué creen otros. Y no es egoísta, no se trata de no servir a los demás o de concentrarse en solo lo que le concierne a uno, sobretodo porque esto terminaría en una vida solitaria y tal vez tacaña que, aunque quien sabe, no se me ocurre como la mejor forma de construirse una vida agradable.

Por eso creo que hay formas de desperdiciar la vida (propia y ajena) que simplemente no tienen sentido. Como haciendo algo que suena bien y se ve bien pero que no cuadra con quien creemos ser, o nunca hacer algo que queramos hacer. O no ir alguna vez a un parque con un niño chiquito, o tomarse un vino con unos amigos de vez en cuando. O entregarle el designio de qué hacer y qué pensar y qué sentir a un tercero y dejar de vivir la vida propia. O ver que en la diversidad de la gente hay algo también profundamente maravilloso y que eso muy, muy pocas veces, es una amenaza.

Creo que vivimos en un mundo (la mayoría de nosotros) en el que es posible tener poco miedo. No es el paraíso pero no está nada mal, y este es un lujo que hay que aprovechar (siempre hay un miedecito por ahí, pero no tipo “descuartizamiento eterno”). La posibilidad de vivir sin miedo hay que defenderla a toda costa, creo yo.

 

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