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Una manera de narrar la existencia es la que nos hace entretener en los circunloquios de algo que muchos llaman el consumo de experiencias

Por:
mayo 01, 2016
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Ascendemos, sin arnés ni vidas extendidas, por la montaña de la existencia. La subimos solos, aferrados a sus grietas, con los dedos palpando sus salientes, tocando los defectos de la cara limpia de la vida. Quedamos suspendidos con el estómago al aire, balanceando los pies, gritando, insultando, sintiendo miedo, desafiando “la gravedad”, para así tocar otro punto de apoyo. La cabeza se va de la tierra, se distrae por milésimas de segundo, pero no puede hacerlo por mucho tiempo, la supervivencia depende de no hacerlo.

Por esta vez, pretendamos que esta manera de narrar la existencia es una metáfora de la vida. Es dramática comparada con otra, ruidosa e insistente, que pertenece al tiempo actual de la productividad y la eficiencia, e inunda la comprensión del presente y es la que nos hace entretener en los circunloquios de algo que muchos llaman el consumo de experiencias. Por estos días estuve una conversación entre muchos sobre este concepto y a pesar de que caí tarde, avanzada ya la noche, pensé que llegaría a un coro de voces que no aceptaría que ambas palabras caminaran de la mano como si nada, enamoradas del hecho de que es posible “comprar lo sensible”.  De a pocos fui entendiendo qué es lo que verdaderamente creemos que tenemos entre manos, y que desde hace mucho ha ido calando: pensamos que es cierto que podemos consumir aquello que, de hecho, ya nos es dado, y que estamos autorizados para aplicar una palabra con acepciones resbalosas, la del consumo; porque sus deslices nos llevan a estados de ilusión en donde valores como el amor, la felicidad, la paz y la liviandad están de la mano de una necesidad del mercado.

 

La experiencia más sincera de todos
es la de asumir la soledad, asumirnos a nosotros mismos

 De mi parte, con la cabeza en los pies, regresé a mi habitación y a ciertos libros que han sido buenos compañeros luego de esa noche. Quiero hablar de Cosmos de Michel Onfray, y del tiempo perdido y del que se recobra, de la cosecha y la naturaleza, del clima y su ritmo distorsionado, y de la muerte, y de un reloj viejo que mueve su maquinaria mientras lo llevo en el brazo, y de otro más nuevo que acumula energía dos días después de quitármelo. En fin, quiero decir que existe el tiempo automático, y la memoria, y el recuerdo, y por sobre todo, la experiencia más sincera de todos que es la de asumir la soledad, asumirnos a nosotros mismos. Por fuera de ello la elipse se repite.

 La tarea de escribir sobre semejante texto puede ser pretenciosa. Por lo pronto solo podría hablar un poco, muy poco, sobre la idea del tiempo que Onfray nos invita a revelar. Su padre muere, una noche, mientras ambos miran el cielo cubierto. El viejo se desploma súbitamente, y la biografía que empieza en 1921 se evapora justo en el momento en el que la vida abandona al hombre corpulento. El hijo, el filósofo, tan solo atina a poner la humanidad del padre contra el suelo. Ha muerto ese hombre tan amado. Lo que sigue es una hermosa sucesión de pensamientos sobre el tiempo perdido, y si realmente se ha perdido esa experiencia vital con la muerte, sobre todo cuando quien se lo plantea es ateo y con la desaparición del padre ha experimentado una idea profundamente espiritual y es la del legado… una forma de vivir le ha sido heredada, y él da fe de ello. Recobra entonces el tiempo del padre en una cata de vino que es narrada como una bellísima obra literaria. Una botella de la cosecha de 1921 se abre para que con ella se honre la memoria, se recuerde lo recordado, se desarrugue el papel sentimental en donde se imprimieron las enseñanzas fundamentales. Del vino se dice que es justamente dulce, cálido, reconfortante, tranquilizador… según el autor, “el retrato exacto de mi padre (…)Diez minutos después de haber sido servido ese 1921 había desaparecido. Ese recuerdo se había vuelto recuerdo. Un recuerdo vuelto recuerdo, deviene en memoria”.

El testimonio que el hijo se transmite en las páginas de Cosmos tiene que ver con la experiencia de la naturaleza y del cultivo de sí mismo como el fin más sincero que tiene la vida. Tal empresa para Onfray se cita en la conexión misma con la tierra, entendida como el suelo donde se asientan los pies, pero también el interior en donde se asienta el alma. Afuera, adentro, ¿dónde residen los límites entre la luna y su reflejo en el agua? ¿Qué será más real? ¿Será la luna?, ¿ también lo será su reflejo?

Inmersos en la ciudad, en su tiempo perdido y angustiado, agotado y veloz, pensamos como escribía Proust en El tiempo recobrado: “Pues en este mundo donde todo se gasta, donde todo perece, hay una cosa que cae en ruinas, que se destruye más completamente todavía, dejando aún más vestigios que la Belleza: es el dolor.”

Yo prefiero regresar a la montaña. Empolvarme las manos en magnesio. Saltar hacia la cara lisa, mirar la grieta… ascender, o dar la vuelta y mirar el abismo. Si habré de caer, será una forma de vuelo. Nada me hace pensar en consumir cuando intuyo esa experiencia.

 

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