Sobre la paternidad y la sonrisa de Elena
Opinión

Sobre la paternidad y la sonrisa de Elena

Los mitos sobre la paternidad que, solo en parte, serán los mismos mitos de la maternidad, y el mágico poder que tiene Elena

Por:
febrero 23, 2020
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Elena -increíblemente- ya va a cumplir un año y pienso en las lecciones que me ha dejado. Y en los mitos sobre la paternidad que, solo en parte, serán los mismos mitos de la maternidad. Un mito es que uno nunca está preparado para ser padre. No es cierto. Yo estaba preparado para ser padre, quería ser padre, había pensado en la posibilidad de ser padre, sentía ganas de ser padre. La razón, la emoción, algo de experiencia, todo alineado en mi caso. Por supuesto, algo distinto es saber qué significa ser padre. Eso no se puede saber sin serlo. Pero son dos cosas distintas. Otro mito: que, si uno así lo decide, en las familias conformadas por un padre y una madre, la “carga” de la crianza puede equilibrarse perfectamente. Muy difícilmente. La mujer lleva en su vientre al hijo, a la hija durante nueves meses en un proceso que el hombre observa, en algunos casos acompaña, pero que jamás reemplaza ni puede terminar de entender. Y, en las primeras semanas, la cercanía física entre madre e hija es tan íntima y constante que, solo en algunos momentos, realmente es el hombre el que asume un rol indispensable. Las mujeres son las imprescindibles. Una lección de Elena es que, más allá de lo que pudiera saber racionalmente, entiendo ahora “en carne propia”, la inmensa injusticia asociada a la falta de reconocimiento -social, económico y político- al trabajo de las mujeres en el momento de la crianza y en el espacio doméstico, más generalmente. No hay ahí radicalismo, es solo la observación de un hecho: salvo que se haga una decisión política consciente, la desigualdad entre hombres y mujeres -en una parte importante, acentuada durante el parto y los meses siguientes- solo puede reducirse si se reconoce que el esfuerzo de las mujeres cumple una inmensa función social desde el hogar y la maternidad. Si es un asunto social, tanto o más que privado, debería reconocerse por el conjunto de la sociedad, del gobierno y de las empresas.

Hace un par de años, pensando en la idea de ser padre, encontré un artículo que me marcó. Un lector le pregunta a una de esas figuras que se ha perdido, y que a mi me encantaba, algo así como una psicóloga de la vida, sobre si debería tener hijos. El lector explica muy bien su dilema: él y su pareja tienen 40 años y han llegado al límite biológico para decidir si quieren ser padres. Y llega a una conclusión bien profunda: el dilema es difícil porque él podría imaginarse tanto siendo padre como no siendo padre. Es decir que puede visualizar, con tranquilidad, los dos caminos posibles. La psicóloga – “Sugar”- da una respuesta hermosa. Gira en torno a la idea de que la vida son barcos y siempre, si paramos por un segundo, podemos ver todos los barcos fantasmas que no tomamos. Todas las vidas que no fueron. La imagen que sugiere es poderosa: desde la playa de la vida que decidimos – o que nos ha tocado- vivir, podemos ver esos barcos fantasmas que se van yendo, los que no fueron. El consejo que le da Sugar a su lector, es que piense en su propio ser, unos cuarenta años después y sienta desde cuál playa quisiera ver qué barco fantasma. Desde la playa de la paternidad, el barco fantasma de la vida sin hijos, o desde la playa de la vida sin hijos, el barco fantasma de la paternidad. Recuerdo el momento de leer esa imagen y tener íntimamente claro, que yo quería ver la vida desde la playa de la paternidad.

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Suele haber unos debates, en las redes sociales y en conversaciones, sobre si es mejor o no tener hijos

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Suele haber unos debates, en las redes sociales y en conversaciones, sobre si es mejor o no tener hijos. Me parecen debates irrelevantes y aburridos. Usualmente, el que es papá, la que es mamá, defiende que sí y los que no son papás, mamás, que no, que no es mejor tener hijos. Siempre pienso que “cada quien haga lo que se le dé la gana” es la respuesta más correcta, más profunda y más corta a lo que, en realidad, es un concurso de egos. Lo que si no tengo duda es que ser papá me ha abierto caminos -sociales, profesionales, emocionales, espirituales- que jamás habría recorrido si no hubiera tenido hijos. En mi caso, he valorado cada uno de esos caminos, pero puedo imaginar cómo son duros en otros casos. Seguramente, me llegarán esos momentos. Lo que es indudable, también, es que de no haber sido padre también habría recorrido caminos únicos. Que jamás sabré cuáles habrían sido, ese barco fantasma ya se fue. Y qué bueno, para mí.

Dice Sugar, una frase que entiendo ahora y antes no. En referencia a su propia maternidad, observa: “el cuerpo de mi hijo contra el mío fue la claridad que nunca había tenido”. Esa lección ya la tuve: un día llevé a Elena y a su mamá al aeropuerto, y al dejarlas ir, antes de pasar por la puerta de la sala de embarque, se voltearon y Elena sonrió. Al volver solo, a tomar un tren, tuve claro que no iba a dejar a Elena en tanto no fuera absolutamente necesario. Y casi nunca es absolutamente necesario, si uno mira bien. Yo he tenido muchas dudas en la vida y fue bonito, aunque me hicieran falta esa noche, tener una claridad total sobre algo que iba a hacer de ahora en adelante. Hace unas semanas, justo un par de días antes de que me tocara entregar un proyecto importante, Elena se enfermó. Nunca había tomado una decisión más sencilla: cerré el computador, dejé el proyecto sin terminar, y me fui con ella al hospital, dispuesto a perder la oportunidad que abría el proyecto, para quedarme tanto como fuera necesario con ella. Todo eso con mucha tranquilidad. “La presencia de mi hija en mi vida, fue la claridad que nunca había tenido”.

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Elena me ha enseñado, me ha recordado, el disfrute de lo simple

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Siempre que puedo, en las mañanas, llevo a Elena, caminando a dejar a su mamá en el trabajo. Voy con Boban, mi pastor alemán de caminar lento en su vejez, pero tan fiel como el primer día. Elena me ha enseñado, me ha recordado, el disfrute de lo simple. Disfruta cada segundo de la rutina que empieza a las 6:45 a. m. Desde ver el cargador, hasta subirse, pasando por hundir el botón en el ascensor, jugar con el espejo, recoger la primera hoja del día, despedirse de la mamá. Por momentos, a mí me da rabia. Los carros, en Colombia, no respetan al peatón. Casi nunca, así lleve un bebé. Contrario a lo que debería ser, acá el peatón le teme al ciclista que le teme al carro que le teme al bus. A Elena no le importa porque se goza cuando toca parar, largamente, a esperar conseguir un segundo para pasar la calle. Ella mira, oye los pitos, ve algo de humo, todo con cierta fascinación. Y me la contagia, algunas veces.

Más mágico aún es un poder que tiene y que yo he disfrutado inmensamente: Elena es una niña especialmente sonriente que disfruta “cantar”. Vamos entonces en nuestra caminada mañanera y, la magia, casi todo el que se cruza con Elena recibe una sonrisa de ella, algunas veces carcajada, otras veces saca la mano para saludar al que sea, y, algunos afortunados, oyen sus cantos. Y, entonces, el adulto que suele venir ensimismado, alguno amargado, se suele conmover y le sonríe de vuelta a Elena, algunas veces a mí. Yo soy tímido y, los primeros días, “sufría” con que Elena con su interés social persistente fuera a incomodar a algún huraño, o que mientras cantaba agitando los brazos, fuera a molestar a algún transeúnte oyendo radio. A ella le tiene sin cuidado mi timidez y mi inseguridad que lleva -estúpidamente- a buscar no incomodar a los demás. Ella va con ganas de sonreír y cantar y, desde hace ya un tiempo, yo me siento muy orgulloso de la cantidad de sonrisas que se roba en el camino.

En estos días, una mujer que nos solemos encontrar me dijo: “Señor, me da pena, pero le digo, no vivo con mi nieto de dos años y ver a su hija todas las mañanas sonriendo, es como verlo a él, me alegra el resto del día”. Yo le sonreí de vuelta, sin palabras, abracé un poco más fuerte a Elena y seguí caminando, orgulloso de ella.

@afajardoa

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