Muchas de las vicisitudes que experimenta la persona humana en su adultez tienen que ver con la preocupación, legítima por cierto, de procurarse la satisfacción de las necesidades básicas con los recursos que se podrían conseguir en el ejercicio de un trabajo en cualquiera de los sectores económicos que dinamizan la vida productiva de los Estados.
Para muchos, infortunadamente, existe un divorcio entre los anhelos personales y la realidad que caracteriza a un mercado que privatiza las ganancias para unos pocos y socializa las pérdidas y los sacrificios para la gran mayoría de los habitantes de este planeta.
El 31 de enero próximo pasado, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), reportó que en el 2024 la desocupación laboral en Colombia cerró en 9,1%, es decir que en cifras llanas, de 51,7 millones de habitantes en el territorio nacional, y de 40,3 millones que están en edad de trabajar, 2,3 millones de personas están en el renglón de los desempleados. ¡Panorama preocupante! Aunque es preciso afirmar que el desempleo no es un fenómeno endémico de Colombia, país en vías de desarrollo, por el contrario, es una realidad que se globalizó truncando los sueños de muchos, incluso en los países más avanzados del mundo.
Para ilustrar mejor la realidad globalizada del desempleo, acudo al testimonio conmovedor que publicó recientemente en la sección ‘CARTAS A LA DIRECTORA’ del diario El País de España, el desesperado y madrileño lector (Saúl Ruíz Bascuñana):
“Tengo 22 años, he estudiado una carrera en una buena universidad y me he graduado con un 9,6 de media. Llevo un año buscando trabajo, me he presentado a cerca de 42 ofertas (tal vez más, he perdido la cuenta). Me han rechazado en casi todas, entiendo, porque no suelen responder. Buscan a alguien con al menos dos años de experiencia. Me han ofrecido un puesto de becario (40 horas a la semana por 200 euros al mes). Me han ofrecido un puesto de formación en el que me pagaban 50 euros al mes para gastos de transporte. He dicho que no. Pensaba que llegaría algo mejor. Me equivocaba. Tengo menos de 15 euros en mi cuenta del banco. No puedo salir a cenar. No puedo comprarme el último libro de Salley Rooney. No puedo pagarme una copa en un bar. No puedo pagarme un máster. No puedo ayudarle a mi madre con el alquiler. No puedo irme de casa. Estoy triste. Me siento atrapado. Y tampoco puedo pagar un psicólogo. ¿Qué hago?”.
La carta-testimonio de Ruiz Bascuñana, es un buen ejemplo de lo que el trabajo, o mejor, la falta de él, produce en la esfera personal y relacional. Ciertamente, millones de personas, incluso en los países desarrollados, padecen el desempleo como un azote que causa aflicción, violenta la autoestima, produce rupturas amorosas, incentiva la desesperanza, facilita ideaciones suicidas, ocasiona duermevelas, en síntesis, pone la vida patas arriba.
Mientras tanto, el sistema económico imperante es una vorágine que permanentemente mercantiliza a las personas conculcando sus más fundamentales derechos. Ojalá el empleo no siga siendo para muchos una quimera, sino la realidad de una comunidad política que como la nuestra se proclama como Estado social de derecho, y en la que aspiramos a transitar por la autopista del trabajo pleno en condiciones dignas y justas para todos, de tal suerte que a quien pueda disfrutar del empleo en primera persona del singular, parodiando lo que dijo un libro sapiencial muy antiguo en referencia a un amigo, pueda afirmar que el trabajo es un refugio seguro, quien lo encuentra ha encontrado un tesoro.
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