San Bernardo, el pueblo donde sus muertos se convierten en momias

San Bernardo, el pueblo donde sus muertos se convierten en momias

Un misterio entre la tierra seca, el clima y frutas locales que desafía la lógica de la muerte ha logrado que en San Bernardo los cuerpos no se descompongan

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junio 03, 2025
San Bernardo, el pueblo donde sus muertos se convierten en momias

Por las empinadas calles de San Bernardo, a poco menos de dos horas de Bogotá, la vida transcurre con una serenidad engañosa. Hay tiendas donde los vecinos piden fiado, niños que juegan a perseguir perros, y ancianos que saludan desde las bancas como si el tiempo no pasara. Pero en este rincón escondido de Cundinamarca, el verdadero protagonista no es el presente: son los muertos. Y es que aquí, en San Bernardo, la muerte no es el final. Es apenas un estado de espera.

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Todo comenzó hace más de seis décadas, cuando el cementerio viejo fue clausurado y comenzaron a trasladar los restos de quienes ya habían partido. Pero algo desconcertante ocurrió. Al abrir algunas tumbas, los familiares no encontraron huesos ni polvo: hallaron cuerpos enteros, rostros casi intactos, cabellos aún adheridos al cráneo. Incluso uñas largas, pestañas curvas, piel estirada como cuero viejo. Fue entonces cuando San Bernardo supo que no era un pueblo cualquiera. Era, literalmente, tierra de momias.

Desde entonces, las exhumaciones se convirtieron en un ritual cargado de misterio. Aquí, una vez pasados entre cuatro y seis años del entierro, los cuerpos son desenterrados. Si la tierra, el clima seco y la alimentación lo han querido así, el cuerpo emerge momificado. Y si la familia lo autoriza, puede pasar a formar parte del mausoleo municipal: una sala modesta pero estremecedora, donde 14 cuerpos yacen encerrados en urnas de cristal, como si esperaran algo. Como si aún no hubieran dicho su última palabra.

Rocío Vergara, una guía local que repite con delicadeza las historias de los cuerpos expuestos, tiene una forma especial de explicarlo: “Aquí los muertos se rehúsan a morir”, dice. Su frase no es una metáfora. En San Bernardo, morir puede ser también quedarse. Quedarse visible. Quedarse entero.

Entre las teorías sobre este extraño fenómeno natural, algunos mencionan los alimentos del pueblo: frutas como el valú chachafruto o el aguatilopapacidra —casi imposibles de pronunciar, menos aún de encontrar en otros lugares—, que formarían parte de una dieta que ralentiza la descomposición. Otros apuntan al clima seco y la tierra porosa, capaz de absorber rápidamente la humedad del cuerpo, evitando la putrefacción. Pero lo cierto es que nadie sabe con certeza por qué ocurre. Y en ese no saber está parte del encanto.

Lo que más impacta a los visitantes no es tanto el hecho de ver cuerpos momificados. Es verlos tan humanos. Algunos conservan la expresión que tenían en vida, otros parecen dormidos. Hay una mujer con el cabello recogido, un hombre que aún lleva puesto su cinturón. Una momia infantil —la más pequeña de la colección— tiene todavía la mirada semiabierta, como si quisiera seguir mirando el mundo desde su vitrina.

El fenómeno, aunque ocurre también en Guanajuato, México, convierte a San Bernardo en un caso único en Colombia. Un pueblo diminuto que guarda en silencio un misterio que ni la ciencia ha podido resolver del todo. Quizá por eso, quienes lo visitan salen con una sensación extraña: la de haber estado cara a cara con algo más grande que la muerte.

En San Bernardo, los vivos conviven con los muertos sin miedo. Hay respeto, sí, pero también una cierta familiaridad. Como si supieran que los cuerpos no desaparecen, solo cambian de lugar. Como si asumieran que, algún día, podrían ellos también volverse parte de esa sala de espera bajo vidrio. Una forma diferente de decir adiós. O quizás, de no decirlo nunca.

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