El editor de Anagrama le dice adiós al oficio

El editor de Anagrama le dice adiós al oficio

Con su editorial Anagrama se inventó los mitos de Bolaños y sembró la fiebre en hispanoamerica por Bukowsky y John Kennedy Toole

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junio 17, 2017
El editor de Anagrama le dice adiós al oficio

La vida de la editorial Anagrama ha seguido su curso como si su fundador no hubiera estado cinco meses en cama. El pasado 1 de enero, con 81 años, Jorge Herralde dejó la dirección del sello que fundó en 1969 para convertirse “solo” en su presidente: “Actor secundario”, dice él, que ha vendido la empresa al grupo italiano Feltrinelli y ha nombrado como sucesora a Silvia Sesé, curtida en sellos como Círcu­lo de Lectores y Destino. La mala suerte quiso que Herralde tuviera que pasar un fin de año tan simbólico en el hospital. Un día de noviembre se dirigía, como siempre, a la sede de Anagrama, en el barrio barcelonés de Sarrià. Cargaba, como casi siempre, dos bolsas de libros. Tropezó en la calle y se rompió el acetábulo, un hueso de la cadera cuya única cura es la regeneración, es decir, la paciencia. “Me aprendí el nombre para decírselo a las visitas”, dice Herralde. Varado en una residencia del paseo de la Bonanova, convirtió su habitación en el tercer vértice de un triángulo que completaban su oficina y su casa, a 100 metros de allí.

Incorporado en la cama, con una manta sobre las piernas pero vestido con camisa y jersey, solo las entradas y salidas de las enfermeras que cuidaban del “señor Jordi” —ahora una inyección de heparina, luego el menú de la cena— indicaban que Herralde estaba convaleciente y no retirado en un balneario. “Le dije a Lali [Gubern, su esposa] que no pensaba volver a casa”, bromeaba el editor, que no tardó en llenar la mesa de libros, libretas y papeles para seguir trabajando. Cada día dictaba a su secretaria no solo la correspondencia, sino también los textos que debían aparecer en las cuentas de Twitter y Facebook de un sello que ha conseguido lo más difícil: que muchos lectores compren un libro porque lo publica Anagrama, conozcan o no a su autor. “Esa es la mayor satisfacción para un editor”, subraya Herralde. “Más que los premios o el dinero”. ¿Y cuál es el secreto? “No hay. Como mucho, lo que podríamos llamar ‘construcción de una fiabilidad’. Apostamos por los libros por razones estrictamente literarias —ni comerciales ni de moda— y hacemos política de autor. Cuando la gente ve que insistes en un escritor, confía. Pasó con Rafael Chirbes”.

Herralde, penúltimo rey Midas de la edición española, recuerda que el novelista bonaerense Alan Pauls, ahora autor de la casa, se enfadaba cuando escuchaba a sus colegas decir que estaban “leyendo un libro de Anagrama”. “¿Qué es eso de hablar de una editorial como si fuera un escritor?”, decía. Con secreto o sin él, lo cierto es que Anagrama —que tiene una cátedra con su nombre en la Universidad de Monterrey— consiguió cuajar la nueva narrativa española de los años ochenta, poner en primera línea a novelistas latinoamericanos posteriores al boom como Roberto Bolaño o Ricardo Piglia o introducir en España al ya veterano dream team británico de Ian McEwan y Martin Amis. Además, ha dado nueva vida a autores que vagaron sin pena ni gloria por diferentes sellos antes de aterrizar en su catálogo. Fue el caso de Paul Auster, Emmanuel Carrère o Patrick Modiano.

Herralde insiste: no existe fórmu­la. “Escritores consagrados como Monterroso y Caballero Bonald vinieron a Anagrama pensando que teníamos la varita mágica y se fueron”. Luego repite la teoría del catálogo fiable y habla de lo que él llama “el azar de las cosechas”. De ese azar, dice, forman parte éxitos recientes como Milena Busquets o los citados Chirbes y Modiano. “Cuando leí Un pedigrí decidí que editaría ese modiano aunque vendiese 300 ejemplares”. Fue en 2007 y el autor francés se convirtió en un fenómeno. La “inesperada” concesión del Nobel en 2014 no fue más que la guinda.

Los casos de Carrère y Modiano son especialmente sintomáticos porque el esplendor de la literatura francesa ya no es el que era. Las letras anglosajonas mandan. Herralde, sin embargo, niega la mayor y añade los nombres de Michel Houellebecq, Jean Echenoz y Yasmina Reza. Francia, argumenta, sigue siendo la capital de la república mundial de las letras: “Nueva York tiene el poder, pero los anglosajones no traducen. París es un símbolo de estatus cultural”.

Como buen barcelonés, él siempre fue un afrancesado. Su primera “fantasía” como editor, mucho antes de pensar siquiera en fundar Anagrama, fue lanzar las obras completas de Sartre y Camus en edición de lujo. El padre de un amigo era encuadernador y pensó que una salida así pasaría más fácilmente la censura: “Fue una ingenuidad. Y no por la censura, sino porque Gallimard no nos dio los derechos”. No llegaron ni a bautizar aquel sello. El primer nombre que manejaron fue el de Crítica, que más tarde identificaría a la editorial fundada por Gonzalo Pontón. Herralde no pudo usarlo porque “una familia de Madrid” que se dedicaba a registrar nombres lo tenía en propiedad “y pedía 100.000 pesetas; supongo que Pontón pagó el rescate”.

Mientras soñaba proyectos que nunca se concretaron, Herralde trabajaba en la empresa de su padre, la Compañía Anónima de Refinerías e Industrias Metalúrgicas (CARIM). “Estudié Ingeniería”, explica, “porque se me daban bien las matemáticas”. A finales del verano de 1967 se plantó y adiós a la vida ingenieril. Meses más tarde, de visita en la Agencia Balcells, dio con un ensayo del filósofo italiano Giancarlo Marmori, Senso e anagramma. Ya tenía nombre. Y curiosamente, salido de un libro publicado por Feltrinelli, el sello que décadas después compraría Anagrama. La nueva editorial se estrenó en 1969 con Detalles, de H. M. Enzensberger, y Los procesos de Moscú, de Pierre Broué. Pronto se convirtió en “la caja de resonancia” de la izquierda heterodoxa y de la contracultura. Que su gran best seller de los setenta —40.000 ejemplares— fuera Mao Tse-tung lo dice todo.

Con la muerte de Franco cambiaron los intereses de los lectores españoles y la novela ocupó el lugar del ensayo. “El triunfo de Suárez”, explica Herralde, “dio a entender que el sueño de la ruptura se había parado en seco. Surgió la palabra de moda — desencanto— y muchos lectores dejaron de interesarse por la política”. Corría 1977 cuando Anagrama lanzó la colección Contraseñas para alojar lo que su creador llama “literatura forajida” —Copi, Tom Wolfe, Bukowski—. Cinco años más tarde nació la exitosa Panorama de Narrativas, tan presente en las librerías y en las casas modernas que sus competidores empezaron a llamarla, por el color de las cubiertas, “la peste amarilla”. “Me di cuenta de que habíamos acertado cuando Patricia Highsmith no paraba de vender y cuando La conjura de los necios se convirtió en un fenómeno. Hoy sigue siendo nuestro libro más vendido junto a Seda, de Baricco”. En 1983 sería el turno de Narrativas Hispánicas, una colección que supo recuperar a muchos lectores a los que la literatura experimental de los setenta había hecho desertar de la novela española. Fue el premio que Herralde bautizó con su apellido el que sirvió para nutrir un catálogo al que se incorporaron Álvaro Pombo, Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Belén Gopegui, Soledad Puértolas o Ignacio Martínez de Pisón.

Varios de esos nombres han terminado emigrando a otras editoriales, pero Herralde, impertérrito, subraya incorporaciones como las de Marta Sanz, Sara Mesa o Luisgé Martín. Eso sí, reconoce que la marcha de un autor siempre es “un disgusto personal y profesional”. Y añade: “Lo entiendo y lo respeto”. Luego despliega su teoría: “En España se ha dado una superconcentración en grandes grupos con mucho dinero que a veces también quieren prestigio. Por eso fichan a autores ofreciéndoles anticipos que ni remotamente tienen que ver con las ventas, pero que una gran empresa se puede permitir”. La comprensión y el respeto parece limitarse a los escritores. ¿La edición ya no es un oficio de caballeros como decía el tópico? “El que escribió esa frase se cuidó mucho de ponerla entre signos de interrogación. Antes, que un autor se fuera parecía una profanación. Hoy nadie se rasga las vestiduras si un futbolista ficha por otro equipo”.

Cuando se le pregunta si la proliferación de agentes tiene algo que ver con ese baile de autores, Herralde, que durante años gestionó los derechos internacionales de novelistas como Marías o Vila-Matas, lanza una frase notarial: “Hay un efecto objetivo de distanciamiento”. Sobre la reciente pérdida de los derechos de Roberto Bolaño, cuya viuda acusó a Herralde de aplicarle contratos leoninos, el editor sostiene que siempre trabaja con los mismos porcentajes. “No sé si luego Carmen Balcells añadió otras cantidades”, dice refiriéndose a la agente que gestionó el legado del autor chileno antes de que pasara a manos de Andrew Wylie.

Pese a los “disgustos” que le han dado los literatos y el acetábulo, Jorge Herralde vive pletórico rodeado de originales. Lo que más le gusta de un trabajo al que ha dedicado casi 50 años es leer un manuscrito marcando los primeros comentarios para el autor (“editing en cascada” lo llama). También es devoto de la promoción y de redactar las contracubiertas —“ahora solo las reviso, pero he escrito muchísimas; ¡me acusaban de incluir spoilers!”— y hasta las fajas —“las he hecho casi todas”—. ¿Terminará la edición digital con todo eso? “El anuncio de la muerte del libro de papel fue parte de una campaña de los fabricantes de aparatos”.

Anagrama cumplirá medio siglo dentro de dos años. La colección Panorama de Narrativas se encamina a los 1.000 títulos, y Narrativas Hispánicas, a los 600. Dicen que la novela de un editor es su catálogo, pero Herralde afirma que su ego ya se ha saciado. Está, cuenta, “feliz” de haber elegido a Silvia Sesé como sucesora: “Hay una gran sintonía entre nosotros”. Él conserva un simbólico 1% de las acciones —el resto es de Feltrinelli—, pero no se ha reservado el derecho a veto: “Soy un actor secundario. Doy opiniones no vinculantes. La que decide es Silvia”. Ahora su mayor preocupación es rematar la rehabilitación y mantener el contacto con sus autores. Aunque ha vuelto a casa y a la editorial, reconoce con picardía que la residencia tenía una gran ventaja: ninguna enfermera le llevó el manuscrito de una novela.

Retomado de: Elpais.com

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