¿Qué significa educar hoy?

¿Qué significa educar hoy?

Cuando se extiende la convicción sobre la improbabilidad de un retorno a la normalidad, ¿qué implica la educación en este nuevo escenario?

Por: Héctor José Arenas Amorocho
agosto 19, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
¿Qué significa educar hoy?
Foto: Pikrepo

“Nadie sabe lo que valen unas facciones, el tono de una voz, un gesto, una costumbre, una sonrisa, hasta que, después de tenerlos bien vistos, desaparecen un día, raptados por la ausencia” (Pedro Salinas).

Los tiempos cada vez más presurosos venían siendo, desde hacía lustros, el signo de la época. Mejor se había convertido en más rápido. También en más grande. Los resultados de esa impronta en las conciencias, pese a no estar ocultos, no lograban pausar el ritmo frenético del quehacer cotidiano, la dureza que cada vez más temprano asaltaba los corazones, ni la indolencia frente al rumbo colectivo. De pronto, sin previo aviso, todo cambió.

Una entidad vecina de la nada nos aturdió con la fuerza de un mazazo en la cabeza. Un golpe inadvertido sobre el mundo demolió los carriles mentales que guiaban el cotidiano existir. Arrojó la febril arrogancia tecnocientífica y las vacuas ilusiones de un crecimiento infinito sobre un planeta finito frente a los espejos rotos de la bancarrota cultural y la impotencia.

La irrupción de una pandemia, hasta ahora indetenible, el subsecuente confinamiento forzado y la colosal crisis económica desencadenada han lanzado a millones de seres humanos al horizonte inmediato de la aniquilación, a los abismos de la angustia y la desesperación, y a las reacciones inmediatas para subsistir rasguñando apenas lo necesario o, en otros casos, evitar la quiebra. En circunstancias diferentes, las nuevas realidades han abierto campo a la reflexión, allí donde las condiciones indispensables para reflexionar son aún posibles.

¿Qué nos condujo a esta situación impensada? ¿Es lo acontecido hasta el momento tan solo la antesala de desastres aún más graves? ¿Qué vendrá ahora para todos? ¿De qué o de quienes podemos fiarnos? ¿Qué deseamos ahora? ¿Qué estamos empezando a valorar en este momento? ¿Qué estamos dispuestos a hacer para lograr lo que deseamos? ¿Cómo recibimos y cómo queremos entregar la nave madre tierra a quienes hoy se espigan?

En los escenarios educativos, la reflexión sobre lo que sucede también suscita diversas preguntas: ¿Emerge acaso una nueva conciencia sobre la educación con lo hasta ahora sucedido? ¿Queremos aún estudiar? ¿Qué y cómo queremos estudiar? ¿Qué significa educar hoy, cuando se extiende la convicción sobre la improbabilidad de un retorno a la normalidad que precedió a los acontecimientos que impusieron esta pausa brutal a una humanidad acezante?

La normalidad anormal

"Si todos los ríos son dulces, ¿de dónde saca la sal el mar?" (Pablo Neruda).

Como era previsible que sucediera, la conmoción de la pandemia y sus consecuencias económicas aún no han generado una metamorfosis extendida de las conciencias. Todavía una buena parte de la conciencia colectiva actúa en función de un supuesto retorno a una normalidad insostenible.

Apresado el mundo entero en una burbuja única de sentido, la energía humana se columpió a partir del siglo XX entre las exigencias crecientes de los incrementos en la productividad y un consumismo demencial que no daba tiempo a cavilar sobre la inviabilidad del rumbo de una humanidad que, en menos de 150 años, saltó desde mil hasta más de ocho mil millones de individuos; y en menos de 200 años, con consecuencias devastadoras, despilfarró una energía que a la tierra le había tomado millones de años condensar.

La dimensión comunitaria de nuestro ser singular fue atrofiada por el hiperdesarrollo de los egos. Ese ser que llegamos a ser cuando no pensamos, cuando no hemos tenido oportunidad de conocernos y aprender a valorarnos por lo que somos y hacemos. El resultado fue un individualismo feroz y competitivo. No pocas veces camuflado, e incapaz de ponerse en el lugar de ese otro que eres tú mismo. El devenir colectivo fue trazado, entonces, al compás de la confrontación que no repara en medios con tal de obtener fines. De este modo, lo que se perfilaba era inexorable.

Una u otra catástrofe tendría que acontecer, más temprano que tarde, para despertarnos del delirio colectivo. Bien se tratase de los efectos cada vez más terribles del calentamiento global en una tierra habitada por una especie que logró la contrahazaña de convertir un lugar sagrado en un vertedero; o debido a los estallidos de la confrontación creciente entre el imperio mundial hasta ahora dominante y la ascendente superpotencia asiática en un planeta atenazado entre injusticias, tensiones y conflictos no resueltos; por la alimentación masivamente envenenada, o debido a la irrupción de una misteriosa pandemia capaz efectuar un exterminio masivo, en especial sobre amplias franjas sociales con menor capacidad de aislarse durante periodos prolongados.

La educación, hasta este momento ocupada casi en su totalidad en habilitar para el mundo del trabajo, los negocios y el consumo, había sido guiada —en forma expresa o subrepticia— a la tarea de ubicar a los estudiantes, con mayor o menor fortuna, en la escala de los tres valores supremos del tipo de sociedad instaurada en la tierra: dinero, fama y poder.

En muchas instituciones se impuso la masificación y la automatización; el privilegio de los títulos, los exámenes y las notas. Se relegó, cuando no se olvidó, una de las tareas esenciales señalada por el educador Bertrand Russell: “ensanchar la mente y el corazón de los estudiantes, pero también de los profesores, mediante el examen imparcial del mundo”. La potencia y la velocidad incontenibles de la dinámica impuesta tampoco respetaron la libertad frente al conocimiento, ni la personalidad de cada estudiante como ser único.

Ahora, cuando la fuerza objetiva de las circunstancias nos exige repensar la vida, podría no ser inoportuno cavilar sobre el significado de educar en estos tiempos. Considerar, por ejemplo: Estamos de acuerdo en que el reto tecnológico y pedagógico de la educación virtual, y su universalización, es crucial, pero nos preguntamos: ¿debe convocar en forma exclusiva todas las energías? ¿O valdría la pena tener presente a Leonardo Boff cuando nos advirtió hace años sobre un virus inserto en la omnipresencia de las pantallas?

“El pie ya no siente la suavidad de la hierba verde. La mano ya no coge un puñado de tierra oscura. Pues el mundo virtual ha creado un nuevo hábitat para el ser humano, caracterizado por el encapsulamiento en uno mismo y por la falta de toque, de tacto y de “contacto” humano. Esta antirrealidad afecta a la vida humana en aquello que posee de más fundamental: el cuidado y la “compasión”.

¿Debemos, como ahora parece acontecer, mantener en las pantallas el ritmo frenético que impide el pensar y el autodescubrimiento, y obstaculiza el examen propio, sereno y reflexivo, sobre lo que vale y lo que no vale? ¿O podemos utilizar la tecnología para expresar y escucharnos desde lo que queda de humanidad en nosotros?

Podríamos preguntarnos: ¿Qué pasos podemos dar para abrir un vasto proceso de comunicación, coordinación y creación colectiva de una nueva educación que forme las generaciones capaces de rehacer el mundo? ¿Cuáles pequeños cambios podrían permitirnos avanzar en el respeto en los hechos al ser singular y creador de cada estudiante? ¿Cómo podemos suscitar la expresión, el reconocimiento y el desarrollo de la vocación y las aptitudes de cada ser en los nuevos contextos? ¿Cómo creamos espacios comunicativos propicios para suscitar las preguntas vitales que guían nuestras existencias en un habitar activo y no pasivo del mundo? ¿Cómo construimos una comunicación honesta entre seres diversos, complejos y enfrentados al reto supremo de recrear los modos de habitar la tierra.

Más allá de las vasijas y licuadoras

"Si el maestro quiere que el alumno aprenda, debe abstenerse de enseñar" (Anónimo).

La educación que realmente acontece en los espacios institucionales no se cambia por decreto. El paradigma que aún predomina en gran parte de la administración educativa y los cuerpos profesorales del país es el instruccional. El docente que transmite información, el instructor que sabe y deposita contenidos en las cabezas recipientes y dóciles que se preparan para obedecer o mandar con eficacia y eficiencia en una economía cambiante. Las administraciones exigen y controlan con base en los contenidos educativos que se debe impartir en tiempos programados. En los mejores casos, decía una estudiante, se concibe al alumno no como una vasija, sino como una licuadora, que revuelve diversos contenidos para ofrecer identidades y habilidades funcionales al sistema; el mismo sistema que ha ingresado en una fase de mutación impredecible. No sorprende este acontecer. Ha sido la educación que recibimos y es la que se reproduce.

Ninguna o poca cabida, más allá de los discursos, tiene una educación para que afloren las preguntas, acontezca la elaboración propia de un pensar, un desear y un emprender que broten del proceso único e inacabable de entender mejor el mundo y a sí mismos. Una educación que brinde herramientas frente a las cadenas no ocultas, pero invisibles, de un mundo desquiciado entre los divertimentos y la parálisis frente a la fuerza inercial que nos arrastra hacia donde no quisiéramos llegar. Una educación que de verdad ayude a desenvolver y potenciar las capacidades de emprender y recrear la vida.

En medio de la sobreabundante información y la dispersión con las que la vida de los estudiantes se convierte en un penoso trajín, no pocas veces es relegada la esencia de la educación: guiar hacia fuera la mejor expresión que habita como potencia en cada ser. A la vera del camino van quedando el indispensable autodescubrimiento, la comprensión crítica del mundo y la maduración de capacidades primordiales: observar, escuchar, discurrir, dialogar, conversar, leer, valorar, crear, emprender, expresar con la palabra viva y escribir. Cuando esto se logra, todo lo demás viene por añadidura.

Metamorfosis de la concepción educativa

"¿A quién le puedo preguntar qué vine a hacer a este mundo?" (Pablo Neruda).

Los cambios en los planos de conciencia no se logran con recetas de aplicación uniforme en tiempos programados como puede acontecer en una fábrica. Por ejemplo, la concepción de la mujer en el patriarcado, no varía con una argumentación que revele su asimetría, desnude sus tremendas consecuencias o nos muestre la barbarie que significa y engendra. La concepción de la educación como instrucción, en forma exclusiva, tampoco se modifica de la noche a la mañana, con una directiva o con un taller.

Consideramos que la buena instrucción es importante. Pero decimos que la educación no se reduce a la instrucción. Es necesario tener tiempo y espacio para conocernos, y para elaborar un pensamiento propio sobre lo que hoy significa vivir bien. Estos procesos no acontecen por instrucción; pueden suscitarse a partir del diálogo, la conversación, los métodos indirectos, la improvisación justa en el momento preciso, la elocuencia silenciosa del ejemplo. No se puede educar para ser, sin ser para educar.

No son procesos que se desaten con el aprendizaje de cinco, diez o quince contenidos programáticos y cuya recompensa pueda ser cuantificable en una nota. Se trata de procesos personales en los que lo que está en juego es la vida misma. Exigen para su germinación un saber decantado, una observación, una escucha, un cuidado, una delicadeza y tiempos más relacionados con la educación como arte, que como tecnología de producción en serie. Requieren un respeto real a la personalidad y la libertad de los estudiantes.

Cuando esta comunicación acontece no hay lugar para forzar el estudio con el látigo de la nota porque se ama, se desea, se anhela estudiar lo que conviene a ese ser que hemos descubierto en nosotros y a ese ser que soñamos ser. Hemos encontrado lo que nos apasiona y no hay fuerza capaz de contener el estudio que desata con esa necesidad de saber. En ese momento los que necesitamos son colegas, maestros compañeros en la aventura que hemos emprendido.

Hermann Hesse, en un escrito clásico sobre El arte del ocio, nos legó preciosas luces sobre este asunto, basta reemplazar en la lectura del texto la palabra “artistas” por “estudiantes”:

Entiendo por artistas todos aquellos que tienen la necesidad de sentirse vivir y crecer a sí mismos, que necesitan ser conscientes del fundamento de sus propias energías y basarse en él de acuerdo con unas leyes congénitas, sin efectuar por tanto ninguna manifestación vital ni actividad subalterna, cuya esencia y cuyos efectos no guarden con dicho fundamento la misma relación clara y razonable que, en un buen edificio, guardan la bóveda y la pared, el tejado y el pilar que lo sustenta.

El proceso de conciencia que señala Hesse exige tiempo.

Recuperar el tiempo

"Le temps ne pardonne pas ce que l´on fait sans lui" (Nicolas Poussin).

La fuerza inercial del sistema de vida dominante nos condujo a carecer de lo esencial: tiempo. Y, como bien señala el extraordinario pintor francés: el tiempo no perdona lo que se hace sin él. Sobre todo, podríamos añadir, en las tareas que no se pueden llevar a cabo sin esa dimensión, sin premuras: pensar, educar, cuidar, crear…

Pero sucede que fuimos entrenados para, incluso, negarnos a nosotros mismos el tiempo; con la creencia de que el tiempo era dinero, o la idea de que hacer mucho y en menos tiempo significaba hacerlo mejor. En esa creciente velocidad, perdimos el tiempo para sí. Prescindimos de lo más vital, necesario y precioso, enfrentándonos en una vida cada vez más acelerada para obtener las mil y una formas de lo superfluo.

Ahora, el abismo se ha abierto y nos exige pensar. No hemos elegido pensar. Nos hemos visto abocados a pensar en medio del vértigo pausado y del crujir producido por el quiebre de sentido sobre lo que pareciera ser una nueva cubierta del Titanic. Y en ese pensar lento, alejado de las entretenciones mediáticas, los perfiles de una verdad compartida se vislumbran en medio de la bruma: la necesidad de recuperarnos a nosotros mismos; de convertirnos en seres con tiempo.

Ahora, hemos contemplado sin maquillajes el vacío que atravesaba todo aquello que jurábamos consistente. Se torna claro el deber inaplazable que nos asiste de abandonar el trajín como sinónimo de estar haciendo las cosas bien. Es tiempo de comenzar a valorar lo que vale, dejar de valorar lo que no vale, y actuar en consecuencia.

***

Gracias por las conversaciones sobre educación a Daniela Cardona, Juan Carlos Bayona, Carlos María González, Guillermo Páramo, Luis Enrique Nieto, José Manuel Restrepo, Alejandro Cheyne, Andrea Ávila, María Katherine Granja, Margarita Guzmán, Sandra Velandia, Isabella Dueñas, Sofía Molina, Carlos Alberto Tafur, Fabio Manosalva, Fiorella, las niñas y los niños, verdaderos maestros.

Sigue a Las2orillas.co en Google News
-.
0
Nota Ciudadana
Síndrome de Estocolmo: el alimento de la corrupción en Colombia

Síndrome de Estocolmo: el alimento de la corrupción en Colombia

Nota Ciudadana
En el Caribe comes o pagas energía

En el Caribe comes o pagas energía

Los comentarios son realizados por los usuarios del portal y no representan la opinión ni el pensamiento de Las2Orillas.CO
Lo invitamos a leer y a debatir de forma respetuosa.
-
comments powered by Disqus
--Publicidad--