¿Qué se hizo la admirable Corte Constitucional?

¿Qué se hizo la admirable Corte Constitucional?

"Aquella corte admirable, única defensa contra el libertarismo inhumano del economicismo, va llegando a su fin"

Por: Jorge Ramírez Aljure
abril 15, 2021
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¿Qué se hizo la admirable Corte Constitucional?
Foto: Facebook - Corte Constitucional de Colombia

Para nadie es un secreto que la constitución de 1991 fue un híbrido de difícil digestión que adoptó el dogma del capitalismo salvaje a la par con decisiones sorprendentes en materia de derechos ciudadanos, que más que revolucionarias contenían contentillos negados de vieja data y algunas herramientas novedosas en materia de justicia, para que las gentes que iban a ver violados sus derechos por el nuevo sistema económico encontraran algo de qué cogerse para paliar sus desgracias.

Hecha al calor de la presidencia del entonces liberal o miembro del Nuevo Liberalismo, que en verdad resultó ser el neoliberal César Gaviria Trujillo, quien en agosto de 1990 comenzó su inesperado mandato —pues en la práctica reemplazó tras su trágica desaparición a Luis Carlos Galán— saludando al ingenuo pueblo colombiano que lo eligió con un bienvenidos al futuro que todos imaginaron —conociendo el almendrón— por lo menos benévolo.

Así fue como en la constituyente de 1991, elegida también por el pueblo, se sentaron de un lado unos cuantos economistas de renombre y tradición extractiva, a copiar el Consenso de Washington para que hiciera parte fundamental de la nueva Constitución que remplazaría la vetusta y conservadurista de 1886. Y del otro, una buena cantidad de políticos e intelectuales dedicados a quemar neuronas para de alguna manera crearle un contrafómeque —al menos transitorio— al desastre económico que se avecinaba sobre los colombianos. Era la superestructura, pero llena de principios y herramientas insospechados por sus alcances igualitarios y accesos expeditos a la justicia por parte de la mayoría de colombianos, a donde antes solo habían llegado en calidad de reos.

Con estos aderezos humanistas y el veneno económico oculto la mayoría asistimos felices a su promulgación, y en mente la promesa de un presidente joven —que además reemplazaba la esperanza frustrada de un Galán sacrificado por la mafia— de que el futuro nos sonreiría a todos por primera vez, caminamos alborozados en dicho sentido. Desechando aves de mal agüero como la de aquellos —liberales socialdemócratas o izquierdistas— que vaticinaban que lo que se vendría no era más que la consolidación, al más alto nivel legal, de imposiciones universales contra el trabajo y los derechos de quienes lo ejercían y de las empresas emblemáticas del Estado que nos enorgullecían.

Rumores que corrían sigilosamente y se hacían ciertos desde tiempo atrás con el fin de favorecer el capital privado interno e incrementar la acumulación del externo, que rebosantes de ganancias extras, las reinvertirían dentro del país para más empleo y mejor remuneración, y el resto de excedentes los derramarían sobre la sociedad global para crear un jardín de rosas nunca visto.

En medio de tanto trauma y jolgorio político, se olvidaron en aquel momento leyes lesivas recientes como la 72 de 1989 sobre comunicaciones, la 45 sobre reforma financiera, la 49 de sobre reforma tributaria y la famosa 50 sobre reforma laboral, todas de 1990, y la 7 ley marco sobre comercio exterior y 9 sobre estatuto cambiario, estas últimas de 1991. Cascada de leyes que fuera de darle en la cabeza a los derechos de los trabajadores y rematar empresas oficiales, permitía la entrada de capitales extranjeros para que compitieran con los nacionales, abriendo en especial la economía al sector financiero internacional donde lo que primaba, antes que el apoyo a la producción era la especulación como forma de alimentar el hipercapitalismo internacional y retribuir con coimas a sus agentes nacionales.

La ilusión ciudadana, no obstante, el tren expreso que había tomado la invasión neoliberal, se prolongó durante un tiempo largo. No porque estuviera presupuestado que el socorro humanista avanzado que cargaba la nueva Constitución alcanzara para tanto, sino apenas para mitigar en los primeros años los verdaderos alcances del siniestro modelo económico con que nos habían vacunado.

Pero sucedió lo no esperado. Dentro de las instituciones modernizadoras, la Constitución de 1991 creó la Corte Constitucional, para que velara por la aplicación y vigencia de su contenido. Y lo hizo para que el libertarismo que alimentaba su espíritu funcionara especialmente en cuanto a la apertura económica sin desdeñar del todo los cambios que en materia social conllevaba ese tipo de liberalismo extremo. Pero chocó con una institución cuyos magistrados excepcionales —en su mayoría con una alta formación humanista a la par que mantenían independencia ante los axiomas economicistas que sometían al resto del establecimiento— defendían con razones indestronables los derechos que la misma Carta había estatuido para sus víctimas eventuales.

Fue la Corte Admirable, al menos para los colombianos del montón y sus territorios y habitantes ancestrales, porque para el equipo encargado de ensamblar y hacer fluir el dogma neoliberal y los políticos de derecha que lo promocionaban, era una Corte que legislaba con sus sentencias, despojando al Congreso de sus facultades y violando ella misma la Constitución que debía defender. Era el llamado de manera despectiva gobierno de los jueces que de alguna manera, por demás brillante, impedía que el tsunami capitalista arrasara totalmente con el país.

Un proceso que cambió el imperio de la ley y de la escuela exegética por el de la Constitución, los derechos fundamentales y los principios y valores, y en el que la seguridad jurídica se sometió a los principios básicos de igualdad y justicia, impulsados por magistrados versados en la moderna filosofía del derecho y la crítica, bajo la influencia de pensadores como Rawls, Habermas, etc., y estudios de posgrado en prestigiosas universidades europeas y norteamericanas.

Sin que resultara su aplicación un desafuero, ya que como lo vimos la constitución de 1991 al nacer tenía un carácter bifronte contradictorio, en cuya construcción legal por un lado caminaba airoso el capitalismo salvaje y por el otro una serie de instrumentos novedosos —revolucionarios para nuestro medio— como los derechos fundamentales del ser humano y un espíritu de igualdad y justicia hasta entonces desconocidos en nuestro medio. Una imprecisión conceptual de partida en la carta, de la que se sirvieron los magistrados no solo para aportar en su construcción, sino para contrarrestar los efectos deplorables del hipercapitalismo que impunemente tramitaban las demás ramas del poder.

Dejo garantista con la sociedad inerme que se prolongó por casi 29 años, pero que con la llegada de nuevos magistrados en su remplazo, en general abogados provenientes de gobiernos y sectores proclives al capitalismo abierto, la Corte ha ido perdiendo su iniciativa en el campo social del derecho, adecuando sus decisiones a los dictados de la hipereconomía en boga, donde las ganancias extraordinarias de unos pocos están por encima de la vida y todas sus manifestaciones, desde la política, la seguridad, la libertad de expresión hasta la defensa de los recursos naturales por parte de indígenas, negros y campesinos cada vez más al margen de la libertina francachela capitalista.

Y aunque el neoliberalismo ha sido declarado como fallido no solo por su inequidad absoluta, la destrucción del medio ambiente, la marginación definitiva de millones de seres humanos de cualquier suerte de vida digna y su inoperancia ante el fenómeno imprevisto del COVID-19, en una Colombia inviable por su culpa todavía amenaza con hincar aún más sus dientes desestimando la tutela, desconociendo las consultas previas, admitiendo el fracking y la fumigación aérea con glifosato, emitiendo sentencias unificadoras en materia laboral, donde una ley estatutaria y sus expectativas aprobadas por 280 congresistas dejan de existir ante una lóbrega resolución de 2 firmas, dizque para apuntalar con unos pesos el tinglado en quiebra.

Alejando la posibilidad para los ciudadanos del común —crecientemente invisibles para el sistema— de algún tipo de justicia, abriendo el camino para que el extractivismo desaforado de nuestras riquezas —lo único que nos queda por aportar a la masacre económica— se lleve adelante sin obstáculo alguno, y menos que se pueda alegar que su explotación irracional destruye el entorno ecológico o amenaza la salud o subsistencia de sus habitantes. Y finalmente, recortar derechos laborales obtenidos legalmente con tal de nutrir la bolsa de pagos de los miembros de los gobiernos encargados de que el hipercapitalismo fluya sin problemas, o pagar los servicios de una deuda irredimible para no perder la estima de las calificadoras de riesgo y seguir recibiendo la pérfida y depredadora inversión externa.

Poco a poco el ejercicio humanista de aquellos magistrados extraordinarios fue cediendo espacio con la llegada de quienes los sucedieron, y con estos sus sentencias excepcionales la fuerza contra las trastadas del inequitativo sistema económico, hasta el extremo de que —sin considerar a la actual un sonajero de capitalismo salvaje— se puede asegurar que aquella corte admirable —única defensa contra el libertarismo inhumano del economicismo— va llegando a su fin.

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