¿Por qué no lo desaparecemos?

¿Por qué no lo desaparecemos?

Sobre la imposibilidad de que la policía en Colombia aprenda derechos humanos...

Por: Diana Milena Murcia Riaño
junio 25, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
¿Por qué no lo desaparecemos?

Muchos lo hemos visto. Es un video grabado por (¡los propios!) policías en Cali, en el que se ve cómo se “interroga” a un joven golpeado y aterrado:

Policía: ¿Qué estaba haciendo?

Joven: Estaba con los manifestantes lanzando piedras y palos (con su torso desnudo y ensangrentado, titubeando).

Policía: ¿A dónde?

Joven: En una parte de Ciudad Jardín… en el CAI de Ciudad Jardín.

Policía: ¿Y por qué estabas vandalizando el CAI de Ciudad Jardín… quién te mandó?

Joven: Son un grupo de vándalos que estamos organizados en, en un… (lo interrumpe)

Policía: ¿Y usted por qué lo estaba haciendo?

Joven: Pues, porque estaba en la marcha, estaba ahí con ellos y pues, estaba en el grupo de defensa… con los vándalos (lo interrumpe)

Policía: ¿Y a usted quién lo golpeó?

Joven: los manifestantes de… (lo interrumpe)

Policía: ¿Por qué?

Joven: Por estar en esa situación…

En otros videos que registraron su captura y conducción por la policía, se escucha cómo una voz le dice: “Límpiate la sangre” y él, con una intuición básica, fundada en el miedo de ser desaparecido o víctima de algún montaje judicial, responde: “No, esto va para derechos humanos”, entonces otras voces sin identificar responden: “¡cuáles derechos humanos ni qué nada!”.

 Y ciertamente, ¡qué derechos humanos ni qué nada! Policías y miembros del Esmad han exhibido un uso brutal de la fuerza en la contención de las diferentes expresiones de movilización ciudadanas sin que el máximo su comandante, el Presidente de la República, haya dado señales inequívocas de rechazo a sus excesos, abusos y violaciones y sin que los organismos de control hayan sido contundentes en la investigación de las mismas. Es decir, la fuerza excesiva y el terror han conducido la política de Estado para enfrentar las movilizaciones del paro nacional.

Hasta ahí, el músico fue víctima de uso excesivo de la fuerza, detención arbitraria, tortura y le fue violado su derecho a las garantías judiciales, pues todo esto ocurrió sin permitírsele acceder a un abogado de confianza. Lamentablemente, no son infrecuentes los ”casos de obtención de confesiones mediante malos tratos o incluso tortura, que luego son utilizadas en los juicios contra las víctimas sometidas a esos tratos”, como lo destaca el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre las detenciones arbitrarias[1], para el que esas confesiones admitidas como prueba suponen “la denegación de las garantías de un juicio imparcial”. Les corresponderá a funcionarios judiciales indagar suficientemente sobre las condiciones de las capturas de las personas que están siendo judicializadas, y las que quedan por judicializar, en la cacería de “vándalos” que apenas está empezando.

 Por otra parte, se alude a la tortura en el DIDH, cuando funcionarios públicos —o quienes con aquiescencia de ellos (como los parapoliciales que se ven en los videos)—, infligen intencionadamente a las personas (como los manifestantes, comunicadores o transeúntes) dolores o sufrimientos graves, sean físicos o mentales, con el objetivo de obtener de ellas información, confesiones o como forma de castigo, intimidación o coacción[2]. En este caso, el objetivo parece ser el de lograr una confesión. Y al grabarlo, castigarlo para escarmentar a sus semejantes.

 Pero la investigación de este horrible crimen, en contextos como el que experimentamos, encuentra muchos obstáculos pues “las víctimas se encuentran atrapadas entre los requisitos impuestos por la ley para aducir pruebas en apoyo de sus denuncias de tortura y la falta de posibilidades prácticas de producir esas pruebas, especialmente cuando se trata de personas que todavía están detenidas”[3].

 Además de la falta de impulso de oficio de las investigaciones y del temor por las represalias derivadas de sus denuncias, las víctimas encuentran que las autoridades las desechan por considerarlas no creíbles, máxime cuando se impone el discurso de la violencia vandálica o las teorías sobre conspiraciones orientadas a debilitar la institucionalidad policial. Al final, es la institucionalidad estatal la que se apelmaza de tal forma que es imposible para las víctimas presentar pruebas forenses de las torturas y malos tratos, y el fenómeno se destierra al discurso en el que los altos mandos se defienden diciendo que no hay o no hubo denuncias o que no hay ni hubo pruebas que sustenten tan malintencionadas acusaciones.

El joven del caso se llama Álvaro Herrera y es un estudiante de música que había participado ese día en un concierto en el contexto de las expresiones culturales que han tenido lugar en este paro tan particular —y que afortunadamente también está grabado—. Por sus declaraciones posteriores en medios de comunicación, supimos que durante el camino a la estación, le escuchó decir a un policía: “¿por qué no lo desaparecemos?”. Ya lo habían intentado subir a una camioneta blanca y él se había resistido. Luego en la estación es cuando ocurre el interrogatorio del video, seguido de golpes, cada vez que respondía lo que, a juicio de los funcionarios, era una respuesta incorrecta.

Pero la pregunta del policía es trascendental: ¿por qué no lo desaparecemos? En el mejor de los casos, esto es, que fuera un dicho de paso, sin intención de ser materializado, es una forma de tortura psicológica. Implicaba la intención de intimidar aún más al músico y lograr de él la confesión y el escarmiento. Pero en el peor de los casos, no fue un dicho al aire para intimidar, sino un momento vívido de ese funcionario público, de duda real sobre hacer algo que de facto puede hacer, que posiblemente sabe hacer, que tal vez quiere hacer y cuyos pares, seguramente, no le impedirían hacer.

Entonces, si hubiera concluido que desaparecerlo era algo que quería hacer, que iba a hacer, Álvaro sería uno de las personas reportadas como desaparecidas durante el periodo del paro nacional. Igual de diciente fue el comportamiento del agente del Esmad que en Acacías, Meta, instó a otro para ejercer violencia sexual contra una mujer:

Miembro del Esmad 1: Cabo

Miembro del Esmad 2: ¡Señor!

Miembro del Esmad 1: si quiere déjela pasar, hágale lo que quiera y déjela pasar.

Miembro del Esmad 2: (guarda silencio)

Miembro del Esmad 1: Usted verá…

MUJER: ¿Cómo así que hágale lo que quiera?

Miembro del Esmad 1: Pues… ¡todo lo que quiera hacerle! Usted no debe estar acá.

En el mejor de los casos, se trató de una forma de intimidación contra la mujer basada en la violencia sexual, una conducta asquerosa por parte del funcionario. Pero en el peor, realmente el superior le estaba indicando al subalterno que violara o atacara “como él quisiera” a la ciudadana. Y la pregunta es si ese silencio del subalterno era de estupefacción o cálculo ¿Habrá denunciado a su superior por darle una orden tan criminal? Seguramente no.

Al final, la violencia descarnada de la policía despierta reflexiones en dos sentidos: uno, si todos esos actos quedarán en la impunidad o no, es decir, si habrá un procesamiento judicial de todas esas conductas y, dos, sobre la calidad de la formación en derechos humanos que recibe la policía como mecanismo para prevenir tales comportamientos. Y ambos sentidos desembocaron en la cuestión de reformarla y cómo.

No se había estructurado el debate cuando ese organismo junto con el Ministerio de Defensa, se aprestaron, en un gesto raudo como ninguno, a anunciar su voluntad de generar cambios significativos en la institución, para lo cual, en las ciudades (no así en el campo, por razones tácticas), sus uniformes ya no serían verdes, sino azules. Así mismo se habló de reforzar la instrucción y certificar en derechos humanos a todos los agentes.

Ambos cambios implican inyectar más dinero a la Policía: esta vez para vestirlos y educarlos. Dinero que se suma a las escandalosas cifras que ha recibido para invertir en armas cinéticas, químicas, eléctricas, de aturdimiento, municiones, bastones, vehículos y uniformes que los hacen más parecidos a un terminator cazando a John Connor que a verdaderos promotores de la convivencia ciudadana. Es decir, la Policía salió premiada: a estrenar pinta y diploma.

Pero la pregunta es: esos agentes de la policía que se preguntan a viva voz si desaparecen forzadamente a alguien o no, o que instigan a violar a las mujeres que ejercen su derecho a existir en el espacio público ¿pueden aprender sobre derechos humanos, más allá de las formalidades y el lenguaje propio de los derechos humanos? Yo creo que no.

No me cabe la menor duda de que saben que está mal atacar sexualmente a las mujeres o amenazar con hacerlo, o desaparecer a una persona, esto es, privarla de su libertad y negarse a reconocer que lo hicieron, evitando su protección legal y judicial y ocultando su suerte o paradero de sus seres amados y comunidades[4]. Saben además, que ambas conductas están prohibidas en algún estatuto internacional, que lo prohíbe la Constitución y constituyen delitos en nuestro Código Penal. Aun así, lo dicen; aun así, posiblemente lo hacen.

Entonces no depende tanto de conocer que está mal o aprender que contraría alguna norma. Depende más del hecho de que pueden hacerlo. Depende más de que no habrá consecuencias cuando lo hagan. Depende de que no es un acto extraño a su realidad, a nuestra realidad. Más de ochenta mil desaparecidos hay en Colombia, desde la década de los setenta, cuya inmensa mayoría, nunca apareció viva o muerta, simplemente, no se sabe dónde está. Se trata de un crimen, cometido por diferentes actores, incluida la fuerza pública, altamente efectivo: se logra el cometido, se les confina al silencio que sigue a la pregunta ¿dónde están los desaparecidos?. Lo mismo ocurre con la violencia sexual contra las mujeres, dentro y fuera del conflicto, una alta impunidad y desprecio: no olvidamos cuando la representación del Estado colombiano se levantó de la audiencia sobre el caso de Yineth Bedoya, alegando vicios de procedimiento de la propia Corte Interamericana.

Así no hay cómo aprender sobre derechos humanos. Ya se deben estar preparando los contratos de los cursos, sus programas y materiales y un selecto grupo de docentes, con maestrías y doctorados en la materia. Esa platica va a perderse.

De quienes podrían y deberían aprender genuinamente es de las propias víctimas. Un curso diseñado por las primeras líneas, por la guardia indígena, cimarrona o raizal, por las organizaciones de desaparecidos y de mujeres, por los músicos , artistas y grafiteros, por los periodistas de los medios alternativos que grabaron los abusos y las misiones médicas que atendieron a los heridos, por las víctimas y familiares de víctimas en casos en los que miembros de la institución han sido condenados. Y su graduación, colectiva, tendría lugar solo en tanto las cifras de violencia policial disminuyeran, pues solo así se comprobaría que aprendieron sobre derechos humanos. No a recitar o a pervertir su sentido, sino a aplicarlo. Solo así, tal vez, ni siquiera llegarían a preguntarse: ¿por qué no lo desaparecemos?

[1] Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria. Informe A/HRC/39/45 de 2018.

[2] Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.

[3] Relator Especial de la Comisión de Derechos Humanos sobre la cuestión de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. Informe A/62/221 de 2007.

[4] Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas.

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