Por la calle transita la humareda de la muerte y la vida a rastras

Por la calle transita la humareda de la muerte y la vida a rastras

Los cuerpos descabezados de inocentes campesinos fueron arrastrados por cowboys militares y arrojados sin piedad a las acequias y el borde del río

Por: EDISON PERALTA GONZÁLEZ
agosto 11, 2022
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Por la calle transita la humareda de la muerte y la vida a rastras
Foto: Cortesía

Esta calle larga encriptada de furias y recuerdos tristes, hoy está sola. Las casas de bahareque construidas con denuedo y tenaz atrevimiento se derrumban y amenazan la estabilidad habitacional de nuestro pueblo. Sólo hay escombros, rezago de nostalgias, sueños y miedos y fantasmas de la guerra de trincheras y un amargo sinsabor acumulado en las paredes y escalinatas del olvido.

La Flecha Roja, esa tienda grande en la esquina de la muerte fue testigo de infinidad de crímenes atroces cometidos por la policía Popol y soldados y esbirros enviados por Gómez y Ospina y el dictador para conservatizar a nuestro pueblo y salvar la patria de supuestos comunistas y liberales harapientos poco después el magnicidio de Gaitán en las calles bogotanas.

Los cuerpos descabezados de inocentes campesinos fueron arrastrados por cowboys militares y arrojados sin piedad a las acequias y el borde del río y la “última copa”, un lugar licencioso atestado de furcias, la patasola, licores y muertos y miserias.

El cuerpo de Carlos Mora aún vivo, un finquero liberal de Mercadilla lo halaron atado a un carruaje hasta el cementerio sin permitir darle cristiana sepultura. Sus hijas huyeron despavoridas y aún perviven en algún lugar de la nación abrazadas al dolor, la ausencia y el olvido del pueblo que las vio nacer y crecer y amar en la inagotable razón de la espesura.

Es la calle donde viví de niño y jugué y corrí y lloré con Luis Alfredo, mi hermanito menor que murió cuando huía de las balas de los unos y los otros en los días del abandono y los ríos de la sangre. Contiguo a la tienda funcionó un pequeño negocio y una sastrería de Héctor Lozano, el hijo de don Arcesio.

Un poco más abajo la tienda de Argemiro Arias, un chaparraluno a quien mi madre había dado en ascenso nuestras fincas en Manzanita, era el padre de Denis, la bella niña que enjugó mi llanto al pie de las aceras; luego, un pequeño negocio de verduras.

Al bajar las escaleras estaban las dos casas de los abuelos, en la primera funcionó la Academia de música del maestro José Luis Casasbuenas, arrendada a la Alcaldía seguramente para derrotar el fantasma de la muerte y deleitar con sinfonías de Beethoven, Schubert y Mozart, bambucos y guabinas y cánticos que entonaban los desabridos y alucinados estudiantes hijos del comercio y la burocracia que renacía de las cenizas como el ave fénix después de las guerras campesinas.

En la otra, vivíamos con la abuela Emilia, cinco de sus nietos, tres, de mi tío materno Guillermo Beltrán “a quien los vecinos llamaban “Choco Picho”, tal vez por su adicción a las bebidas embriagantes que lo mantenían en estado de alucinación.  Era una casa grande de dos plantas construida con largas vigas y listones de madera, donde la abuela atendía su pequeña tienda y el abuelo Argemiro compraba café a menosprecio a los asustadizos campesinos que lograron regresar a sus enmontados cafetales.

Dormíamos en el piso entre costales y rezos abrazados a la noche y la pobreza que indolente consumía nuestras entrañas. Así terminé los estudios primarios en la calle asustadiza mientras mi madre luchaba en su soledad por sobreponerse y mejorar los cafetales abandonados en los crueles designios de la guerra.

Un poco más abajo funcionaba la tienda de Anita de Córdova y don Frutoso y la casa de Pedro Prada, el primo de Eusebio “Mono Mejía”, comandante de la guerra de trincheras y las columnas de marcha hacia el Ariari y Guayabero. Otras casas y apellidos que recuerdo, los Sánchez, Pérez, Evaristo Guarnizo, Godoy, Alfonso Espinoza, Lucas Galindo, entre otros, testigos mudos del abandono y el despojo, el desangre, la tortura, la evacuación y la muerte.

Hoy la calle, como otrora, está triste, entre escombros, sin dolientes, a la espera de los hijos que emigraron a otros cielos y otras nubes en busca del futuro que les negara la indiferencia de los unos y los otros. La calle nos espera en la infinitud de las horas y los días para volver a soñar y jugar y derrotar esta tristeza amarga con abrazos y besos y sonrisas.

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