De la política caudillista colombiana

De la política caudillista colombiana

"Hoy se encuentra al nivel del siglo XVIII: las soberanías recaen en la voluntad de un alguien cuya legitimación se da por el oportunismo y la demagogia populista narcisista"

Por: Juan Correa
noviembre 21, 2019
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De la política caudillista colombiana
Foto: Pixabay

“Una de las transformaciones más importantes del derecho en política en el siglo XIX consistió, no exactamente a sustituir sino a completar el viejo derecho de los soberanos de dar la muerte o dejar vivir, con otro nuevo, que no borra el primero, pero lo penetra, lo atraviesa, lo modifica y que terminará siendo un derecho, o mas bien un poder exactamente opuesto: el poder de hacer vivir y de dejar morir”.

Michel Foucault pronunciaba estas palabras en el Collège de France durante una sesión de sus cursos en el año académico 1975-1976. Su propósito, entre otros, tenía que ver con los debates políticos sobre hasta dónde podía intervenir el Estado en la intimidad de sus ciudadanos, intimidad que se manifestaba en reivindicaciones ciudadanas por el control y dominio del cuerpo. Debates sobre el aborto, sobre la sexualidad, sobre la liberación del cuerpo femenino, entre otros, habían encontrado un púlpito privilegiado sobre todo después del episodio de mayo del 68. Y es que no era para menos. El mundo, dando pasos agigantados, exigía de la política respuestas que pudieran dar la talla a las necesidades de sus ciudadanos, y sobre todo, a las nuevas aberturas sociológicas y filosóficas que no dejaban inmune casi a nadie.

En todo caso, Foucault pone el dedo en la llaga, sobre todo si lo contrastamos con las aplicaciones de la política mundial actual, de cara a los movimientos de protesta, de inconformismo social e incluso de revolución civil. De hecho, Foucault pone en evidencia una de las grandes transformaciones de los siglos XVIII y XIX con la caída de los gobiernos absolutistas monárquicos y con el nacimiento de los Estados nacionales. Dicho cambio se refiere precisamente a la prerrogativa real de disponer de la vida de sus súbditos. Esto cambia diametralmente con el nuevo aparato político de las nacientes repúblicas y la centralidad que ocupa en ellas la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, emanada de la revolución francesa. El Estado ya no se concibió, al menos en la teoría política subsiguiente, como un aparato burocrático cuya legitimidad recaía exclusivamente sobre el soberano, sino que ahora era el conjunto de los miembros de una nación quienes legitimaban dicha soberanía. Cambio supremo, cuya magnitud es aún indescifrable para algunos.

Dicha magnitud es indescifrable, sobre todo al ver los casos de la protesta social que se presentan en nuestro país. Los líderes sociales, los representantes de las asociaciones o grupos ciudadanos, los pequeños colectivos de prensa o de política, los mas desfavorecidos de la sociedad e incluso los niños, ocupan, o nunca han dejado de ocupar, el puesto más bajo en una estructura piramidal que la política colombiana no ha querido modernizar. Por su ubicación en la pirámide, ellos justificarían el derecho de los soberanos a disponer de sus cuerpos: no solo para ser objeto de una sentencia que da o no la muerte, sino que dispone de sus cuerpos, sujetos a todo tipo de mutilación, ultraje, manipulación o transformación.

La política caudillista colombiana, es desesperanzador constatarlo, se encuentra hoy al nivel del siglo XVIII, historiográficamente hablando: soberanías que recaen en voluntades de un soberano, cuya legitimación no es ni siquiera la sucesión de la sangre, sino la del oportunismo y la demagogia populista narcisista. Al parecer el soberano que también porta insignias de mesías goza también de la pretensión de la infalibilidad, de la cual ni el gobierno eclesiástico logró librarse en el siglo XIX, bajo el intransigente Pío IX.

La política que se concibe así, si acaso ella no es concebida y manoseada al gusto del soberano, mueve sus tentáculos por todas los estratos del Estado: una diplomacia que no conoce ni la gravedad, ni el rigor ni la solemnidad de la política internacional –baste comparar los triunfos de la intervención diplomática de la Santa Sede, conocida por su discreción y eficacia, para lograr avances en la relación Estados Unidos-Cuba con los “logros” del embajador  de Colombia en Washington, sobre todo a propósito de sus conversaciones con la nueva canciller–; una economía que, probadamente, sirve intereses particulares, ejemplarizados en el auge imparable de la banca y naturalmente de sus dueños, así como de los beneficiados de sus mecenazgos políticos, mientras que los niveles medios y bajos de la pirámide no ven dicho progreso reflejado en sus haberes; una política de defensa que no solo deja morir, no por que reflexione jurídicamente sobre la eutanasia o los servicios sanitarios mínimos a personas en estado terminal, sino que además hace morir, cuando probadamente ha reducido la exigida “perfección” durante los ataques letales contra grupos insurgentes, “perfección” del todo evaporada justo luego de que un grupo de niños cayera a manos de las armas del Estado.

En ese sentido, ni siquiera la etiqueta del siglo XVIII es aplicable, sino tal vez aquella de las sanguinarias cruzadas medievales, orientadas a recuperar el control del territorio al precio que haya que pagar, o de las invasiones bárbaras, cuyo propósito también tenía que ver con el dominio de tierras.

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