Pelé, Maradona y Messi: un homenaje a nuestra infancia futbolera

Pelé, Maradona y Messi: un homenaje a nuestra infancia futbolera

El fútbol es solo un juego, pero, como todo juego, es mucho más. De hecho, como dice Arrigo Sacchi, “el fútbol es la cosa más importante de las menos importantes”

Por: Boris Julián Pinto-Bustamante
enero 03, 2023
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Pelé, Maradona y Messi: un homenaje a nuestra infancia futbolera

Vi jugar a Diego Maradona el 2 de junio de 1985. Mi papá me llevó al Campín la tarde en que se enfrentaban Argentina y Colombia por la eliminatoria para el mundial México 1986. Llevábamos camiseta amarilla y corneta para apoyar a nuestra selección, pero en el fondo, queríamos ver al Diego. El partido del Diez fue impresionante. Era insolente al encarar rivales, sutil con la pelota que gravitaba en esa zurda mágica, eficiente para generar juego ofensivo en la Argentina que al otro año sería campeona. Y sí, es cierto: cuando salió al campo de juego le tiraron una naranja desde la tribuna y con ella hizo la veintiuna. Lo vimos. Algunos cuentan que fueron 18 toques seguidos; otros, que la durmió en el pecho; los más fantasiosos cuentan que jugó con ella y la mordió después. Toda memoria fabrica sus vericuetos de fantasía, pero sí, hizo la veintiuna con una naranja y todos nos paramos a aplaudir en las graderías. Perdimos 3-1, pero salimos del estadio con el asombro que todavía nos emociona.

Maradona era el ídolo de nuestra infancia, los que nacimos entre los setenta y los ochenta. Todos queríamos hacer un gol como el que le hizo a Inglaterra: sacarse a todo el equipo desde la mitad de la cancha, incluido el arquero, y anotar ese golazo que mereciera el amor de alguna niña del colegio. Algunos nunca lo logramos, pero todavía soñamos con esa peripecia. Era el ídolo de nuestros cotejos en las canchas del Centro Nariño o del Conjunto Residencial BCH, con Juan Pablo Méndez, amigo de la infancia y realizador audiovisual, quien años después forjaría una amistad con Maradona, además de dirigir, entre otras cosas, el documental De Zurda, la película (2014), en honor a las hazañas del Diego.

No obstante, mi único uniforme de fútbol, además del santafereño, era la verdeamarela de Brasil. Aunque admiraba a Maradona, la sombra de Pelé era todavía muy poderosa. Principalmente por la influencia de mi papá, quien lo vio jugar en su esplendor, y quien, además, como costeño descendiente de cordobeses, guajiros y cartageneros, se sentía más cercano a la alegría brasileña de raíces africanas que a los cantitos rioplatenses de los argentinos.

La tradición oral de mi papá era clara: Maradona es un genio, pero Pelé es el rey. Así, la infancia futbolística de mi papá fue, de alguna manera, también mi infancia. Aun los argentinos viejos, como Basile, Menotti, Bilardo, Bochini, Valdano, entre otros, afirman que Pelé era un jugador más completo que Maradona. Los más viejos recuerdan a Leonidas, Di Stéfano y Puskás. Para cada viejo, toda infancia pasada fue mejor.

Siguiendo la tradición, lloramos la eliminación de Brasil en España 1982. El Brasil de Zico, Sócrates, Falcao, Eder, Toninho Cerezo, Junior, Roberto Dinamita. Celebramos el 3 a 1 contra Argentina y lamentamos luego la eliminación de Brasil en  1986 contra Francia. Aprendimos que los genios, como Zico, Sócrates, Maradona o Platini también fallaban penaltis. Lamentamos, otra vez, la eliminación contra Argentina en Italia 1990, tras un pase gol de Maradona a Caniggia en un partido que parecía ganado para Brasil.

Así, a los que nos gusta el fútbol, la vida, con sus derrotas y alegrías, también se ha contado en el ritmo del reloj que definen los mundiales. Hemos visto ídolos despuntar, brillar y palidecer en el amanecer y el crepúsculo de cada cuatro años, mientras cada quien transita hacia su propia vejez en la resistencia de la infancia.

Por ese afecto hacia Brasil, y porque mis sobrinos son alemanes, aposté por Alemania en la final contra Argentina en Brasil 2014. ¿Quién se aguanta a los argentinos coronando a Messi en la tierra de Pelé? Era el argumento que sosteníamos con mi papá. A esas alturas ya admiraba a Messi. Completaba cuatro balones de oro, había marcado 91 goles en 69 partidos en la temporada de 2012 y verlo jugar en el Barcelona de Guardiola era un deleite. Pero no era Pelé, ni era Maradona. Un zurdito rápido, decíamos, de buena pegada, con su jugada favorita de encarar desde la derecha hacia el centro, barriendo rivales y disparar un zurdazo templado. “Le están cogiendo la medida a Messi, ya le conocen su jugadita”, decía mi papá.

Pero lo seguimos viendo. Poco a poco, el partido del Barcelona se convirtió en un hábito dominical. Pasó la época de Xavi e Iniesta, pasó la de Neymar y Suárez, y Messi seguía ahí, inventando alguna cosa cada domingo. Era como ir al circo: siempre un truco, una maroma, alguna acrobacia, un tiro libre imposible, un golazo sacando medio equipo, como el gol maradoniano contra el Getafe o el de la final de la Copa del Rey contra el Athletic de Bilbao, alguna gambeta, una jugada sin balón, un cambio de cancha de cuarenta metros, una vaselina, un pase en parábola al pie, geométrico, entre líneas, para que Alba, Neymar, o ahora Mbappé, alcanzaran el balón en la carrera y completaran la jugada del ajedrecista.

Tuvimos que reconocer, mi papá y yo, que era divertido verlo jugar. Por eso, en esta ocasión, aposté porque Messi ganara el mundial, en contra de toda mi herencia. Más parecido a Maradona que a Pelé, es un 10, pero también es un 8, un 9, un falso 9. Distribuye el balón como volante de creación y lo recoge como delantero centro, y en el 3-0 contra Croacia, aunque es zurdo, fue un puntero derecho, de esos que ya no hay, esos que alcanzaban la raya a punta de fuerza, picardía y gambeta, como Garrincha o Jairzinho, para entregarla en bandeja con un pase de la muerte. “Pero no es Pelé”, insistiría mi papá, si todavía viviera.

Ronaldo, Haaland, Mbappé, Salah, Benzema y Lewandowsky son jugadores aritméticos: suman fuerza, potencia, velocidad, precisión. Messi, además, practica un juego geométrico, y en ocasiones, logarítmico. No tiene la potencia de Pelé, Mbappé, Cristiano y Ronaldo Nazario, el Fenómeno. No es ambidiestro como Cristiano y Pelé, no cabecea como Ronaldo, ni es un malabarista como Neymar, pero reúne la elegancia e inteligencia de Cruyff, la sutileza de Zico y Falcao, la picardía zurda de Maradona, la fantasía de Ronaldinho. Jamás hará un gol como el cabezazo de Cristiano para ganar la Copa del Rey en 2011, o el latigazo de Pelé a Italia en la final de 1970, pero además de su habilidad y capacidad goleadora, su agudeza para filtrar asistencias, como el gol de Molina contra Países Bajos o el pase triangular a Mbappé contra Saint-Étienne, entre tantos otros, es inigualable.

El fútbol es solo un juego, pero, como todo juego, es mucho más. Los goles de Kempes no acallaron los gritos de los torturados por la Junta Militar en 1978 ni el gol con la mano de Dios devolverá las Malvinas a los argentinos. Pero en el relato y la imaginación representa una revancha contra los ingleses. Como bien lo han señalado sociólogos y antropólogos, el fútbol representa un bien cultural, un conjunto de narrativas, prácticas y rituales que expresan modos de ser en la sociedad. Y como en todo relato, hay discursos de poder y resistencia.

El fútbol ha sido usado con fines políticos y reivindicatorios durante toda su historia: por la propaganda fascista en el mundial de Italia 1934; por la dictadura del general Médici en Brasil; por la dictadura de Videla y la Junta Militar en Argentina 1978; por las reivindicaciones catalanas y autonomistas ante las secuelas del totalitarismo franquista en España; por movimientos feministas que reclaman la equidad de género en las prácticas deportivas, como en cualquier actividad social; por el resurgimiento del nacionalismo alemán tras la Segunda Guerra Mundial, como lo relata la película El Milagro de Berna (2003), a propósito de la final que Alemania ganó a la Hungría de Ferenc Puskás en Suiza 1954.

Muchos no perdonarán la docilidad de Pelé ante la dictadura en su país o la militancia zurda de Maradona o el marketing desmedido alrededor de Messi, Cristiano o Mbappé, como otros no perdonan la complacencia de Borges con Pinochet o los versos comunistas de Neruda. Entre los zurdos y los diestros, conozco muchos futboleros que se dan la mano gracias al fútbol, como Galeano y Milei, o como Lula da Silva y Bolsonaro, tras la muerte de Pelé.

Otros, sin tanto alarde de superioridad intelectual y coherencia moral, reconocemos las profundas contradicciones humanas, pero preferimos discutir cada tema en salas separadas. A la hora del juego, cuando rebota la pelota en la cancha, nos interesa verla jugar. Homo Ludens. Nos asombra todavía el malabar, la astucia del encantador, la pincelada del mago, la peripecia de los genios que hace ver al resto de jugadores como leñadores, como espectadores mudos de la fantasía, como troncos, esa pincelada que, como afirma David Foster Wallace en su elogio a Roger Federer, preferimos explicar desde el misterio y no simplemente desde la técnica.

En un mundo en el que cada vez hay menos magia y más sensores, una pizca de sorpresa es necesaria para avivar la imaginación y sus ilusiones. En una época definida por la productividad, el juego, el arte y la fiesta, como ámbitos del ocio, son también espacios de libertad. Refugios de la infancia en un mundo desencantado. Nos recuerdan que las naderías son de las cosas que más importan. Como dice Arrigo Sacchi, “el fútbol es la cosa más importante de las menos importantes”.

Ahora, que el rey Pelé ha muerto y que Messi por fin ganó su copa del mundo, se reitera el viejo debate sobre quién es el más grande de la historia. Que lo sigan discutiendo eternamente los tertulianos del Chiringuito de Jugones y de los otros tendidos futboleros. Al final, es un asunto de afectos y memorias. Cada quien defiende su infancia, como una trinchera de nostalgias que se niega a desaparecer en defensa de la propia identidad. En un ejercicio de reconocimiento, quizás valga la pena recordar que las infancias y las memorias de los otros hacen parte de la propia, y que somos, de muchas formas, la secuela no acabada de legados, pasiones y rebeldías. Pelé representa la infancia de mi padre, Maradona la mía, y Messi, la de mis hijas. Y en cada una de ellas, la magia me vuelve a emocionar, como aquella tarde en el Campín. Al final, como afirma Louise Glück, "miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria".

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