Página en blanco
Opinión

Página en blanco

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noviembre 07, 2014
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Las angustias de la escritura se parecen tanto a las necesidades fisiológicas humanas. Unas veces salen sin que pidan permiso y en otras, anuncian su llegada de manera inoportuna para trastocar la serenidad de los tiempos.

Escribir una columna de al menos 800 caracteres cada dos semanas se convierte entonces en un desafío para quien intenta garabatear trazos legibles de una mal copiada realidad que a veces se torna demasiado sosa o demasiado tortuosa como para medirle el pulso en dos cuartillas.

Los lectores casi nunca se imaginan lo que corre río abajo cuando se trata de parir una opinión al amparo de la benevolencia de los editores y de la prisa de los plazos. Los lectores tienen derecho a permanecer impávidos, sorprendidos o indiferentes, al final solo reciben la cosecha y no le rinden cuenta a nadie.

No se trata de intimar en estas líneas con el relleno que cunde al columnista ni hacer una descarnada exposición de malos motivos que producen buenos o malos textos. Tampoco de mostrar las vísceras en búsqueda de misericordia en los lectores. Al fin de cuentas uno escribe para ellos y quizá lo que se escribe no conmueve un poro de la piel o una erizada general de diva popular de la TV.

Hay tan malos temas a los cuales referirse como también si uno se detiene en medio de la prisa de las horas, encuentra razones de sobra para escribir o garabatear cosas y reflexiones alrededor de una mirada distraída de la realidad que nos apabulla como una necesidad tonta y sustancial al mismo tiempo.

Los políticos y sus predecibles actuaciones son las que más ocupan tinta en las opiniones. Quizá porque vivimos en un país donde el Estado trastoca todas las cosas y casi nunca las deja como uno quiere o las más de las veces, las entrega en parcela productiva al gamonal regional de turno. Vaya uno a saber que la vida le asignó a uno el triste papel de vasallo en una época medieval extraviada en las vueltas del tiempo.

Los funcionarios públicos (distintos a los anteriores) siguen en la fila. Como en el teatro del absurdo los espectadores contemplan sus actuaciones y hasta son víctimas de su visceral manera de gerencia la cosa pública: muchos de ellos, reinan en su pequeño principado y algunas veces son interrumpidos por la presencia incómoda de un ciudadano que mendiga servicio. Su representación está en el limbo de la incomprensión y sus bastidores se cubren con un manto de dudas.

Los criminales de toda calaña (y no quiere decir que haya que incluir de los dos anteriores) son el pan nuestro de cada día en la prensa, sin embargo, las opiniones casi nunca se meten con él. Hay un sesgo despreciativo del columnista hacia el hampón de llana y lisa experiencia. El bandido de callejones y corridas no tiene cabida en las reflexiones de quien osa de perfilador de pensamiento en las masas distraídas. Ningún columnista recuerda o evoca hazañas de ladronzuelos anónimos o famosos que hayan sembrado el pánico en cualquier zona urbana aburrida de nuestras caóticas ciudades. Un violador de verjas que subvierte la página en blanco de la tranquilidad del vecindario jamás tendrá tinta derramada en una columna alguna.

Los depredadores del medio ambiente se les señalan, se les acusa, se les identifica y localiza. Pero hasta ahí. Se hace necesario que las comunidades o la ciudadanía avancen firmes en el reclamo de lo suyo; para que sea interés evidente en la opinión muchas veces debe venir la tragedia anunciada que nos hace recoger los muertos o a vivir en medio de la barbarie depredadora que nos está forzando a contemplar la naturaleza en las “monitas” de colección de un álbum de chocolates.

Un demente habitante de la calle que se vuelve ícono de una época o de un sector urbano a veces llama la atención y se derrama a sus anchas en la insólita columna dominical: la locura como recurso de vida y de muerte. El paso de los días en un mundo distinto al de las mayorías. La envidia soterrada por tener nada y no necesitar de todo. El observador ávido que le copia sus pasos y gestos para luego intentar un retrato hablado que haga historia.

El artista que labra su creación en medio de la nada y flota emergiendo como un témpano de gracia para bienaventuranza de los hombres. Dedicar una columna a ellos son los mejores párrafos que se escriben porque suenan, tienen color y emiten sentimientos puros, hechos con la fuerza de la vida que produce arte.

Qué decir de escribir sobre un lobo solitario que se bate contra los vientos fríos de la noche y logra su gesta de grandeza haciendo lo que el Estado no hace con los más desprotegidos, llevando bocados calientes a corazones tristes y sin pedir luces y reflectores a cambio. En fin.

Coda: hay muchas veces que los temas llegan, tocan la puerta y no quieren entrar. Tercos y obstinados prefieren hacer la visita en el pretil caluroso y siendo cómplice con ellos, le saco una mecedora y los dejo hablar.

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