Pablo Escobar: 30 años después, lecciones para una generación

Pablo Escobar: 30 años después, lecciones para una generación

El 2 de diciembre de 1993 el país se estremeció. Tras un año el bloque de búsqueda dio de baja al criminal más recordado de nuestra historia

Por: Alejo Cabezas Guerrero
diciembre 01, 2023
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Pablo Escobar: 30 años después, lecciones para una generación
Fotografía: Cortesía

Sobre la media tarde del jueves 2 de diciembre de 1993 el país de nuevo se estremeció. Tras un año intenso de intensa búsqueda posterior a su fuga de la cárcel “La Catedral” de Envigado, el bloque de búsqueda dio de baja al criminal más recordado de nuestra historia: Pablo Escobar Gaviria.

Era tal la paranoia que suscitaba para la época el escuchar su nombre, que en Bogotá -uno de sus blancos favoritos- en vez de salir a festejar, la gente clausuró sus negocios y se encerró en sus casas, temíamos que sus lugartenientes y sicarios estallaran los restos que le sobrevivían a Colombia a punta de dinamita. Pero la realidad distaba del miedo en que nos había sumido el cartel de Medellín porque solo hasta unos años después nos enteramos que Escobar moría completamente solo y sin un miserable peso en el bolsillo; todo su poder económico se redujo a algunas pocas propiedades las cuales cambiaron de dueño: unas pasaron a ser propiedad del Estado mediante la recién creada ley de “Extinción de dominio” y las otras pasaron a manos de los narcotraficantes y políticos que ayudaron a que Escobar cayera; de manos de su viuda, doña Victoria Eugenia Henao, los títulos de propiedad de una veintena de apartamentos, fincas, mansiones, automóviles y obras de arte, pasaron a manos de sus enemigos con la promesa de no atentar contra la vida de los huérfanos del capo: Manuela y Juan Pablo.

La tarde del 2 de diciembre de 1993 cambió la historia de mi generación, quienes, siendo unos niños, aún recordamos la barbarie de los años anteriores y el significado real de la palabra “Terrorismo”. Esta es la historia del capo que rompió en dos la historia de nuestro país e impuso una cultura de la cual aún no hemos podido desarraigarnos. No la cuento yo, la cuenta mi “yo” de 9 años que vio estupefacto en una pantalla de televisión, como la leyenda del “Patrón” quedaba reducida a un hombre dormido vistiendo jeans, camisa tipo polo azul, cabello enmarañado y decenas de kilos de más, que bajaba totalmente indefenso (como miles de sus víctimas), sostenido únicamente por dos correas alrededor de su cuerpo y cuatro policías desde el techo de una ambulancia.

Los “gloriosos” años 80s: la belle époque y el comienzo del fin

Los años 80s en el mundo fueron una maravilla en términos culturales: se pasó de los pantalones “bota campana” y las camisas con el cuello extendido elaborados en terlenca, a los jeans entubados, la media blanca y el zapato negro en los hombres y las medias con borla y el copete “Alf” en las mujeres; musicalmente se dio el estallido del merengue dominicano con su majestad Wilfrido Vargas a la cabeza, (…)yo soy muy sencillo pero déjame decirte que tengo dinero en el bolsillo, tengo un Mercedes igual que el de Wilfrido(…); en todo tocadiscos donde hubiera cerca una quinceañera latinoamericana retumbaba “Súbete a mi moto” o “la Chispa de la Vida” del quinteto juvenil puertorriqueño Menudo; se impuso el “break dance” copiado de las barriadas negras en New York, y Michael Jackson se consolidaba como el artista más importante de todos los tiempos. La televisión colombiana, que para ese entonces solo contaba con tres canales, hacía ingentes esfuerzos económicos por traer las mejores series norteamericanas de la época con las cuales me embelesaba los sábados en la mañana cuando mis hermanas le daban un respiro al televisor: “Manimal”, “El lobo del aire”, “los Magníficos”, “La mujer biónica”, “Mi pequeña maravilla” y el “Hombre nuclear” fueron mis favoritas.

En esa época la plata rendía, eso es lo que aún le escucho a mis viejos. Con el solo hecho de haber cursado los estudios de bachillerato, era suficiente para acceder a un trabajo remunerado con el salario mínimo. Los profesionales se daban el gusto de renunciar a sus trabajos y conseguir uno mejor a los dos días, o por lo menos esa era mi percepción. Vivíamos en una cápsula donde pasaban cosas extraordinarias y nadie se daba por enterado.

Claro, vivíamos en una burbuja económica respaldada por nuevos dineros que entraban por borbotones generando empleos y flujo de capital. Los maestros de obra y los jardineros eran los representantes de la clase obrera que mejor vieron recompensado su trabajo durante la expansión del mercado de la construcción (…) Soy un rico jardinero que vive regando flores y escojo la más bonita pa’l amor de mis amores(...) Los amantes del fútbol vivimos un segundo “Dorado” con la llegada de impensables estrellas del balompié suramericano como el “Búfalo” Funes, Sergio Goycochea, el “Gato” Falcioni, el “Tigre” Gareca, Los “paraguas” González Aquino, Roberto Cabañas y Juan Manuel Bataglia, los peruanos Cueto y de la Rosa y el reconocimiento a nuevas figuras nacionales que preferían los sueldos del fútbol local a la gloria en el cono sur.

Todo el mundo lo sabía, se comentaba en las calles, en los centros comerciales y en los pasillos de las universidades, que había llegado una nueva clase social, los “mágicos” que convertían el polvo blanco en oro. Todos lo sabíamos y a nadie le importaba nada, hasta que la cápsula se rompió la noche del lunes 30 de abril de 1984, un día después de mi llegada al mundo.

Posterior al intento fallido de un magnate nacido en Rionegro (Antioquia) de incursionar en la política bajo el aval del líder liberal Alberto Santofimio Botero debido a una serie de valientes denuncias realizadas por el periódico el Espectador y el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla y que vinculaban al “empresario” con actividades ilícitas, se dio el vil asesinato del ministro y la burbuja estalló.

Desde esa última noche de abril hasta la soleada tarde del 2 de diciembre de 1993 cuando el magnate cayó en el techo de un barrio de clase media en Medellín, se desató una guerra sin cuartel entre los nuevos “mágicos” y el Estado colombiano que dejó la escalofriante cifra de más de 5.500 muertos, 623 atentados, 550 policías asesinados, 195 bombas, y 700 heridos (éstos últimos solamente del atentado al edificio del DAS en 1989).

Nuestra generación creció viendo en la tv cómo aumentaba día a día la lista de caídos: decenas de jueces como el doctor Enrique Low Murtra, valerosos periodistas -recuerdo la conmoción en casa por la muerte de Jorge Enrique Pulido y don Alfonso Cano-, líderes políticos como Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo, José Antequera, Carlos Pizarro y Luis Carlos Galán; millares de civiles que pasaban desapercibidos frente a colegios, centros comerciales, entidades bancarias, plazas de toros y estadios de fútbol que estallaban de un fogonazo, o aquella centena de cristianos que cometieron el terrible pecado de subirse al mismo avión de Avianca que llevaría al candidato liberal César Gaviria a Cali.

El terror era el pan de cada día. Recuerdo que mi padre se despedía en las mañanas y no sabíamos si volvería en la tarde; la angustia crecía cuando, desde la escuelita donde cursaba mi primaria, se escuchaba el estallido secó a la distancia de un carro bomba haciendo eco en las paredes bogotanas, entonces sonaba el timbre al medio día y salía corriendo a casa a reunirme con mi madre y mis hermanas a ver el Noticiero Nacional presentado por Yolanda Ruíz para averiguar dónde había sido el “bombazo”. Respirábamos aliviados al ver llegar al viejo en su bicicleta panadera sobre las seis de la tarde, aunque la repetición de las imágenes en el Noticiero de las Siete de carros arrugados, cuerpos mutilados y mujeres llorando con sus rostros sangrantes nos volvieran a la realidad. Mi generación perdió la capacidad de asombro.

Los 90’s: lecciones para una generación

La última década del siglo XX inició con una pizca de esperanza. A los procesos de paz de las guerrillas del M-19, el EPL y el Movimiento Armado Quintín Lame, se sumó la promulgación de una nueva Constitución Política en junio de 1991. Al día siguiente de la divulgación del artículo que consagraba la prohibición de la extradición de colombianos a los Estados Unidos como mandato constitucional, Escobar se entregó bajo el amparo del padre García Herreros: ¡Dios mío, en tus manos entregamos este día que ya pasó y la noche que llega!... y Colombia durmió en paz un par de noches.

En una cárcel que el mismo Escobar construyó, con bandidos disfrazados de guardia penitenciaria, mesas de billar, bar privado, canchas de fútbol, discoteca, estudio, sauna y jacuzzi, éste cometió la segunda gran estupidez de su carrera delictiva, siendo la primera incursionar en política: matar a sus propios socios. Entonces el presidente Gaviria, en una jugada que intentaría limpiar con la mano lo que borró con el codo al permitirle tales excesos, intentó trasladar al capo y a sus sicarios a una base militar; a Escobar solo le bastó con quitar la luz con el interruptor que tenía en su habitación, abrir una puerta y salir como Pablo por su casa.

Pero la afrenta contra sus propios amigos fue aprovechada por sus antiguos socios y ahora, nuevos enemigos, en cabeza de los señores de Cali quienes tendrían el descaro de comprar una presidencia un año después (pero esa es otra historia) y Carlos Castaño, uno de sus más avezados lavaperros quien se haría tristemente célebre años después al frente del ejército privado de los dueños de este país; a ésta pléyade de bárbaros se uniría el Estado colombiano, conformando un ejército implacable que fue derrumbando uno a uno a los sicarios del “Patrón”, quemando sus viviendas, asesinando a sus abogados y atentando contra la vida de sus más queridos familiares: Escobar estaba acorralado y poco quedaba del gran señor.

Sí, su familia, ese fue el “talón de Aquiles” de Pablo Escobar y el aparato de inteligencia del Estado lo leyó claramente. Las interceptaciones telefónicas al capo evidenciaban la desesperación en la que entraba el capo cuándo se enteraba de los hostigamientos contra su esposa y sus hijos. Constantemente llamaba a la recién creada Fiscalía, a medios de comunicación y a prestantes celebridades de la política quienes ya no le paraban bolas, solicitando protección y asilo para su núcleo familiar prometiendo a cambio, entregarse a las autoridades: Escobar se acercaba a la caña de pescar.

Entonces el gobierno de Alemania brindó sus buenos oficios y propuso recibir a la familia de Escobar, aunque en pleno vuelo el gobierno de Gaviria diera la contraorden y nomás tocaron suelo en Frankfurt, debieron volver con la vergüenza de un apellido a sus espaldas y con decenas de fusiles de los PEPES apuntando a su llegada.  

Escobar estalló en ira. Prometió bombardear Alemania tal como Hitler lo hizo contra media Europa en 1943, aunque no contaba con un pequeño detalle: estaba acorralado, sin un peso en el bolsillo y sin un gramo de dinamita, el capo estaba derrotado. La era de los zoológicos, los aviones y mansiones habían quedado atrás.

Como en juego de ajedrez y en una jugada maestra, César Gaviria ofreció protección a la familia de Escobar en la suite del octavo piso del Hotel Tequendama de propiedad de las Fuerzas Militares. Escobar aceptó y se acercó a la carnada. En su desesperación violó su propia regla y aún a sabiendas que sus llamadas estaban trianguladas por el Bloque de Búsqueda, se atrevió a llamar a su hijo Juan Pablo y extenderse en el tiempo de la llamada:

-(…) Espera hijo. Algo raro está ocurriendo afuera(…)

Escobar había mordido el anzuelo. 30 minutos después el país se paralizó cuando la noticia corrió como pólvora.

30 años después

Decenas de libros, series de televisión, youtubers “expertos” quienes, según ellos, tomaron tinto en la misma taza del “señor”; cientos de películas, artículos y conversatorios han versado sobre la figura de Escobar. Contrario a lo que aquellos que vivimos la época pensamos que iba a ocurrir, ahora el capo es una figura de culto: gorras, camisetas, afiches, álbumes de caramelos, tours turísticos son el pan de cada día. Videos de música popular exaltando la figura machista del “señor” sentado junto a su piscina con arma y botella de whisky y rodeado de media docena de jovencitas en ropa interior, canciones de reggaetón tarareando en boricua: “soy como Escobar”.

Ojalá esa decena de jovencitos gringos que llegan a nuestro país comprando tours turísticos en la Plaza de Bolívar de Bogotá o al Parque Botero de Medellín preguntando por la ubicación de las caletas de Escobar para desenterrar una maleta con dólares (la realidad es un chiste que se cuenta solo), tuvieran la decencia de leer las cifras expuestas al inicio de este texto. No saben la cantidad de sal que aplican a una herida que aún está abierta.

Colombia cambió en estos treinta años de una forma abrupta porque antes de Escobar desconocíamos la palabra sicario, los carros empezaron a usar blindaje, debemos declarar ante la DIAN cualquier centavo que llega a nuestros bolsillos, antes de Escobar Medellín era un paraíso y éramos la tierra del café. Si Escobar no hubiera existido no tendríamos que sufrir inhumanas requisas en los aeropuertos de Estados Unidos y Europa. Y cambiamos nosotros porque perdimos nuestra capacidad de asombro y un noticiero es “aburrido” si no hubo muertos.

Pero también cambiamos para bien. Aprendimos a ser resilientes. A levantarnos del suelo, limpiarnos las rodillas y seguir como si nada. A levantar la cabeza cuando nos piden el pasaporte y cuando los niños gringos nos preguntan por la ubicación de las caletas del capo, responderles con autoridad:

- Mijo, estás meando fuera del tiesto: la pesadilla hace tiempo terminó.   

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