Novecientos dos escalones

Novecientos dos escalones

Por: Cristian Jimenez
junio 26, 2014
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Novecientos dos escalones
Foto: elpoira.blogspot.com

Cada escalón dejado atrás era el reflejo del siguiente. La ciudad de Bogotá –capital de Colombia- posee innumerable lugares que se han convertido en insignia de un territorio colonizado en 1538 por Gonzalo Jiménez de Quesada; entre los más resonados se encuentra el Cerro de Monserrate, resaltado al principio por ser el lugar donde reposó una gran cruz –al igual que el Cerro de Guadalupe, que se encuentra al costado de éste. Sólo hasta 1640, don Pedro Solís de Valenzuela, por orden del presidente de Nueva Reino de Granada, don Juan de Borja; inició el proceso para la edificación del conocido santuario –finalizado en 1657-, guardián de los pobladores, vigilante permanente de una ciudad que aún conserva una fe inamovible. El lugar ha pasado por incontables modificaciones, la más mencionada fue la desarrollada en el sendero peatonal durante varios meses, que concluyó a finales del 2011; haciendo más seguro el desplazamiento de los visitantes al santuario, que adquieren una vista esplendida de la ciudad de Bogotá al finalizar el recorrido.

Las reparaciones del sendero peatonal fue para mi conocimiento una noticia más -adquirida a través de los medios de información-, donde se argumentan los beneficios que las modificaciones han traído al crecimiento turístico de la ciudad; tales reiteraciones me hicieron emprender la caminata por el trayecto visitado los fines de semana –días donde hay mayor aglomeración- por miles de creyentes, turistas y deportistas. Un recorrido con total desigualdad con el hecho hace 10 años, cuando el camino se encontraba en nefastas condiciones, arriesgando la vida de las personas que transitaban allí, sin dejar de mencionar los repetitivos robos que se presentaban a lo largo de trayecto; y el permanente peligro del desaparecimiento de los visitantes en las periferias del cerro. Señalando la existencia de las contrariedades mencionadas, es bien visto la disminución de casos que ponen en peligro la integridad de la población asistente al atractivo turístico; así lo comprobé en la visita hecha el día sábado 21 de Junio del 2014.

Un día de tenue visibilidad, una mañana en donde el calor de sol se había ausentando por razones atmosféricas; era de pensar la precipitación de lluvias a lo largo de toda la capital, poniendo en duda mi asistencia al recorrido de una altura final de 3.152 metros sobre el nivel del mar. No comparable con otras estructuras naturales que sobrepasan los 5.000 metros, como es el monte Kilimanjaro, el Aconcagua, o incluso el Everest; agregando la ventaja estructural que posee Monserrate, ofreciendo un sencillo acceso a los visitantes por el sendero peatonal, y para aquellos que no gozan de un estado de salud adecuado para realizar el trayecto a pie, se encuentra el teleférico, como también, el funicular. Pero éste no era el caso, la caminata era un deber con el fin revivir lo hecho por miles de personas a lo largo de los años, pero al contrario de ellos, yo no tenía peticiones –pensándolo detenidamente- que hacer, ni penitencias por cumplir, sólo me acompañaba el afán de conocer el mencionado santuario.

Eran las 9:20 de la mañana, hora en que comencé el recorrido. Apenas de haber superado unos escalones, me recibió una estructura hecha de madera, dos postes en la parte izquierda, y dos en la parte derecha, uno horizontal en la parte alta; donde colgaba un letrero al mejor estilo de los pueblos poco habitados, el mensaje: “Bienvenidos al camino peatonal de Monserrate, Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá”. Allí no terminaba, también la invitación a los extranjeros no se hizo esperar: “Welcome to Monserrate path way”. Por fin había llegado al comienzo de los 902 escalones –contados uno a uno- que me esperaban; inicié el trayecto en compañía, no de las demás personas que al igual que yo estaban en busca de una meta; les hablo de la flora que rodea la zona de tránsito, jazmines –“Jasminum”-, rayos de sol –“Mesembryanthemum roseum”-, petunias –Petunia nyctaginiflora-, lirios –“Lilium”-, entro otras más, de variados colores, formas y diseños, haciendo del ambiente un lugar propicio para la pausa. Ello no sucedió, era muy pronto para descansar.

El camino seguía desarrollándose, a solo 41 escalones se encontraba la primera edificación designada para hacer el conteo de los visitantes al sendero; guardando gran parecido con las estructuras metálicas de tres brazos presentes en las estaciones del «transmilenio» -sistema de trasporte público de la ciudad de Bogotá. Pasando con duda por el contador, pensando si debía cancelar alguna contribución a la propiedad, a la espera de que alguien me preguntará por mi boleta; nada de lo reflexionado se hizo realidad. Lo único extraño fue el murmullo de las personas encargadas del lugar. Después de lograr 100 escalones más, se comenzaba a divisar la imagen de la ciudad, opaca por el clima de esa mañana; el trascurso fue metodológico, la única deformación eran las cintas de color amarillo previendo el paso a lugares donde se observaba una profunda desembocadura a terrenos aislados del camino empedrado, propicio para no afrontar una mala experiencia.

Ya se habían alcanzado 560 metros, así me lo hizo saber un letrero al señalar mi posición, lugar nombrado cómo “Box Coueveret” ubicado a 188 escalones. Partiendo de allí los calones se hacían más largos, entre 2 a 4 metros; distancia que separaba uno del otro sin ninguna trascendencia, monótonos como la vida de muchos. Sólo hasta la pisada número 256, la visita ofrecía un extenso muro de piedras al constado izquierdo, en él se encontraba un pasaje sobre un material esculpido, relatando en silencio: “Memoria en los cerros; ¡escuchando el canto de la aves! Antaño corrían por éstos cerros fuentes de agua. Pumas y venados. Jal, Alcaldía Local de Santa Fe. IDCT, Fundación Alegría de Vivir. Santa fe de Bogotá 1999”. Un mensaje sin importancia para la mayoría de visitantes que ven el llegar al santuario como la finalidad del recorrido; unos pocos detienen su caminar para observar aquellas sublimes palabras, de una ciudad modificada por las exigencias del desarrollo social, dejando en un plano asilado la importancia del entorno que provee a la ciudad de una subsistencia ambiental.

De nuevo el mismo aviso, ahora informándome que me encontraba en el “Caracol 1” a 750 metros sobre el nivel mar, establecido en el escalón 260; la distribución de la continua vegetación provocó en la óptica un deleite visual. Llevando mi caminar hasta la siguiente estación con cierta igualdad a la anterior: “Caracol 2”, en verdad no lo esperaba, consecuencia por la falta de atención a los marcos de información que dejaba atrás; la gran diferencia, los 1.000 metros donde se ubica, y los 331 escalones superados para llegar allí. No tan lejos de mi encuentro con la secuencia de titulaciones, hubo una situación que me llamo la atención; fuera del camino empedrado se divisaba una mujer de unos 20 años, llevaba puesta una vestimenta compuesta por una chamarra negra, un bluyín como cualquiera; unas botas poco adecuadas para trayectos como el de Monserrate, y un bolso de rayas negras y blancas. Pisada número 346, allí me quedé por un breve tiempo observándola; su rostro inexpresivo me confirmó el trance en el que se encontraba, su acto era de tal profundidad que lo único en movimiento en su humanidad era el pestañear de sus ojos. Ella encontró el lugar e instante preciso para consolidar su necesidad de paz mental.

No todo el camino se encontraba deshabitado, la primera pronunciación de una organización social fue el conjunto de negocios dedicados a la venta de productos a merced de los visitantes. Quince es el número de establecimientos, pero tan sólo la mitad están en funcionamiento; los demás son la muestra del abandono por parte de quienes no pudieron subsistir mediante el comercio en los escalones 400, 401 y 402. Los que aún hacen frente a los padecimientos de la economía, han enfocado sus servicios a suministrar bebidas, comida, y también uno que otro recuerdo –collares, relojes, tazas, bolsos, entre otros objetos más- para los allegados de los caminantes del sendero. La ausencia de la neblina que estaba presente en el comienzo, divisó la ciudad de mejor forma; posibilitando captar la capital como un lienzo, dos dimensiones solamente. Mientras me situaba en un lugar estratégico para poder gozar de la vista, un integrante de la fuerza pública se acercó lentamente, traía puesto el uniforme propicio para hacer contraste con el verde del ambiente; no hubo saludo, fue directamente a la pregunta: “¿es usted extranjero?”, no –le respondí-, “¿entonces estudiante?” –me cuestionó-, por temporadas –le contesté. Intercambiamos un par de comentarios; él volvió al grupo que guiaba, mientras yo me preguntaba si mi constate pausa para hacer apuntes le había parecido extraño.

Volviendo la neblina, el momento de seguir el camino se hacía próximo. Paso tras paso, escalón tras escalón, sistemático el recorrido; sonidos a lo lejos fueron captados por mis oídos, suaves como la corriente de una quebrada en temporada baja. La experiencia fue efímera, nuevamente todo quedó en silencio, me ubicaba en la pisada 440, y nada cambio hasta subir 40 escalones más; sobre una vieja caseta un acto de expresión me llamó la atención, pintado de color negro el mensaje, proclama la frase: “Cristo es verdad, «not rgligion»”, la última parte se refiera a “no religión”; la idea es clara, la falsedad de las doctrinas encubierta por medio la figura de aquel todo poderoso. Tras el análisis de la imagen, me he percatado de la verdad; en un comienzo se inscribió en las latas de la pequeña casa “Cristo es verdad”, pero tiempo después, como lo sucedido en la colonización de 1492, un ajeno modificó el significado del contexto con el acto de la usurpación. El descanso había terminado, continuaba con la esperanza de encontrarme con más situaciones dadas en un espacio donde se cultiva a diario la postura crítica del devenir propio.

Me hablaron varías veces de las significativas modificaciones hechas en el sendero peatonal, entre las más resonadas se encuentra la edificación del túnel de 35 metros de envergadura posicionado en la mitad del recorrido. 58 escalones en total posee la estructura; columnas de color de blanco, y gris el de sus paredes, adornadas por incontables pasajes, expresando afectos a sus conocidos, enlazando corazones con la palabra: “por siempre”; otros hacen del espacio una urna de sugerencias hacia las políticas del país; no faltaban las citas de frases celebres. En fin, una gran oportunidad para quienes el respeto por los bienes de la ciudad se ha hecho ausente. El recuerdo de la secuencia de 58 escalones a 1.480 metros sobre el nivel del mar, se hacía cada vez más distante. Al igual que la neblina, volvieron las melodías que hace unos minutos me había exaltado, la resonancia aumentaba cada vez más al ritmo de mis pisadas; pronto estaría en presencia de donde provenían los sonidos, así lo confirmé al alcanzar la protuberancia 740. Sobre una piedra de dos metros de altura, un hombre de espesa barba, acompañado de una «ruana» -artículo de vestir tradicional; contrastada con la “flauta de pan” en donde la acción del aire hacía surgir las más delicadas composiciones.

Muy cerca de mi anterior encuentro, me ubiqué en el “Mirador”; 745 pasos me habían costado llegar ese punto del sendero. Al igual que la demás estaciones, allí se observa un letrero del lugar donde me encontraba posicionado. A éste punto la neblina no dejaba ver más que un espeso color blanco difuminado con el firmamento. A mi lado derecho discutía una pareja, ella era rubia, él de piel morena; las reiteradas interrupciones de ambos complicaban entender el tema que originó la cuestión. El sujeto la trataba de abrazar de cualquier forma, la mujer se liberaba de sus brazos como el prisionero que se aparta de las cadenas que lo habían desgraciado por largo tiempo. Quizás era cierto el mito entorno al futuro sentimental de las parejas que visitaban el santuario: separando a los individuos sin porvenir, y fortaleciendo el afecto de los adecuados. Las dos personas siguieron su camino de regreso, mientras yo continuaba mi trayecto. A éste punto me preguntaba el número de escalón qué aún necesitaba superar para alcanzar mi objetivo.

El avance hizo posible una nueva interacción con la organización social; tres carpas, cuatro vendedores, cada uno con productos distintos para el comercio. Nada que no haya visto, excepto aquel sujeto que logra obtener dinero mediante la venta de velas; se podría decir que se trata de un oficio del común, nada trascendente, pero éste lo es. Frente a él, una abertura salida de la montaña, una especie de cueva con forma irregular, lo único métrico son los tres escalones en su interior; donde reposan las promesas personificadas en los elementos constituidos por cera. Una a una las velas se van consumiendo al igual que la esperanza de un cambio, la lumbre sujeta a un cordel proveniente del interior de material, se fundé de modo como va pasando las horas. No hay luz al terminar el proceso, las fibras han hecho su trabajo, y ahora no existe rastro alguno de su existencia. Solo queda la imagen irregular de una masa modificada por leyes de la naturaleza. Así sería el final de cada vela que poseía el hombre ese día; anhelando verlas consumir de la misma manera como se extingue su acto de vivir.

Eran las 10:35 de la mañana, hora de la llegada a mi destino; una emblemática estructura me recibió sin ningún reparo en mostrar su majestuosidad. Me encontraba frente a la Basílica del Señor Caído de Monserrate, en su interior se llevaba la sesión de las diez de la mañana. Allí se encontraban cientos de personas cumpliendo con su deber de fe. Impulsado por la necesidad de apreciar la edificación, me aventuré a su intimidad: catorce ventanas en total; puestos en espacios específicos, veintiún lienzos donde posan las figuras de varios santos; El techo es iluminado por tres lámparas de la época colonial; además del elemento que cuelga en fondo sobre la figura de la imagen del Señor Caído, custodiado por dos ángeles dorados. Todo esto sostenido por catorce columnas de considerable tamaño, adornadas en la parte inferior mediante estructuras de madera tallada de modo sutil. Pocos se fijaban en ello, la mayoría se encontraban deleitados por la vista que la neblina guardaba a sus espaldas; ese era la meta, poder observar la inferioridad de la sociedad a la vista de una perspectiva diferente a la que estamos habituados a diario. Bastando solo trescientos cuarenta y seis movimientos para ello.

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