¡No se banca una injusticia más en tiempos de pandemia!

¡No se banca una injusticia más en tiempos de pandemia!

"El sufrimiento de vivir en una nación bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste y testaruda nos ha llevado a un punto de no retorno"

Por: Camilo Cano
abril 30, 2021
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¡No se banca una injusticia más en tiempos de pandemia!
Foto: Las2orillas / Leonel Cordero

Me encontraba caminando por las noticias del día cuando me topé con la fatídica entrevista que Vicky Dávila, directora de la revista Semana, le hizo al ministro de hacienda Alberto Carrasquilla. Creí que era una entrevista irónica, dando una burla a los gobernantes inconscientes de un país sin memoria, pero, como un cacerolazo, ruidoso, fugaz y lleno de ira, la razón me golpeó. Esa parodia mental que había intentado crear en mi mente para sosegar la desgracia no era una parodia al fin y al cabo. Este sí es el país sin memoria, y esos gobernantes (que son más payasos que gobernantes) eran tan reales como sus desgastes.

Ahí caí en cuenta de que no vivía en el mundo idílico de los huevos a $1.800 y que ese país que “querí” estaba sumido en una crisis grande. Me sentí como un niño al que le quitan la pelota cuando vi que la pelota del presidente invertía tres mil millones en propaganda y en su programa Acción y Prevención, que debería reemplazar a Sábados Felices en esa franja nocturna del sábado, porque esta da más risa en su intento de seriedad que el programa susodicho. Me froté los ojos y empecé a indagar el contexto de tan controversial (pero valiente, hay que tener huevos para salir en una entrevista haciendo el ridículo y no sentirse repulsivo con uno mismo) nota de nuestra amada periodista y el ministro que tanto merece este país.

Con lo que vino ya quedé conmocionado, tanto que leí el titular varias veces y hasta fui al baño a mojarme la cara. Tenía que estar seguro de que no estaba en una pesadilla creada por mi inconsciente retorcido. Resulta que para mi desgracia no fue el inconsciente, era totalmente real lo que había leído. El gobierno planteaba imponer una reforma tributaria, en la que hasta la muerte resultaba enredada en la lista de impuestos que el señor presidente había liberado. Su excusa fue muy valiente, el país está en crisis económica y el gobierno tiene los bolsillos vacíos. Me compadecí con el porcino —“los animales que estaban fuera miraban a un cerdo y después a un hombre, a un hombre y después a un cerdo y de nuevo a un cerdo y después a un hombre, y ya no podían saber cuál era cuál” (George Orwell, Rebelión en la granja, 1945, refiriéndose a los políticos)—.

Me dije a mí mismo “mi presidente ha de estar teniendo problemas haciendo su trabajo, lo mínimo que podemos hacer como pueblo es compadecernos y aceptar lo que nos dice, como la cita del urólogo”, pero esta pena me duró muy poco cuando empecé a hacer un recuento de los desgastes que mi amado presidente había tenido. Deslices de crisis de la mediana edad, dirían los norteamericanos, y me encontré las típicas fantasías para no sentirse obsoletos. Quería unos carritos y los compró para él y sus congresistas. Fue a Milán a ver cómo andaba la moda y decidió que los uniformes de sus policías ya no reflejaban glamour, y que el verde atómico que usaban era algo de la temporada pasada, ahora lo de moda era el azul naval. Hasta a los militares les dio su regalito y les compró aviones de guerra para que llevaran a sus noviecitas a dar un paseo por el Chocó, para que se sintieran afortunados por no vivir en tan extrema pobreza.

Considerando la situación extraordinaria que estamos viviendo, no me pareció algo justo para nosotros. Estábamos de las cuerdas contra el virus y el gobierno, en vez de ayudar a disminuir el impacto, le dio una silla al virus para que nos diera en la cabeza. Se sentó en la audiencia para ver cómo nos azotaba, mientras disfrutaba de las arepas con mermelada y los tres huevos fritos de su desayuno matutino. Al parecer esto no fue una inconformidad juvenil estúpida que pasó por mi mente, al parecer el inconsciente colectivo entró en acción y al otro día todos estábamos berracos. No faltaron los memes y las burlas, y sobre todo el resentimiento. Ya nos encontrábamos cansados de la incompetencia gubernamental y queríamos de esa anhelada justicia que leemos en los colegios cuando nos enseñan la revolución francesa, el fin del racismo en Estados Unidos y la liberación civil de la India gracias a cierto protestante pacífico que conmovió a todo el mundo y es considerado mártir hasta el día de hoy.

Y casi como el trueno después del rayo, la onda sonora sacudió a toda Colombia, se planeó paro nacional para el 28 de abril, y esta vez era algo nunca visto en la historia de la segunda década del siglo XXI. El pueblo se unió para protestar y esta vez no se discriminó. Iba a salir la derecha, el centro y la izquierda, hasta las comunidades autónomas. Y no solo en Bogotá, sino a nivel nacional. Había contradictores que hablaban de los picos del COVID-19 y de cómo iban a subir después de esta “inconformidad estúpida de izquierdosos castrochavistas”, pero fueron rápidamente silenciados por la mayoría, ya que esto no se trataba de ideologías políticas. Ya hablábamos de la máxima expresión de inconformidad democrática que ha habido. Ya no éramos un pueblo de “boludos”, ahora éramos el pueblo de “boludos” organizados por un bien general.

Terminados los preparativos, el día anterior, el Tribunal de Cundinamarca intentó prohibir las protestas, pero el pueblo estaba molesto y no se dejó mangonear. Llegado el día, salieron todos. Aglomeraciones irresponsables, debo decir, pero, como leí en un cartel, “si el pueblo marcha en tiempos de necesidad y muerte es porque el gobierno es más peligroso que la misma necesidad y muerte”. Se realizaron protestas todo el día y se generaron actos cívicos. Hubo música, baile y mucho simbolismo: carteles creativos en contra del gobierno y hasta actuaciones con pupitres universitarios. Toda una energía nacionalista en pro del pueblo. También hubo apartes negativos de una manera u otra, como el robo de televisores en Cali, pero son apartes. Así mismo, se dio pie a la polémica cuando en Cali los indígenas tumbaron una estatua de Belalcázar; ese asesino español que “descubrió” esa zona cercana al pacífico, acabando con la vida de  los antepasados de la comunidad, un acto que significa mucho para esta nación sin memoria y llena de desinformación. Se marchó por las injusticias y se hizo sentir la voz del pueblo.

La respuesta fue la esperada por los pesimistas. El señor presidente, la misma pelota del programa ese de Prevención y Acción del que había hablado más temprano, dijo que tenía más devolución un avión en el cielo que su propuesta y por fin mostró esos huevos de $1800 que le venían haciendo falta desde que empezó su gobierno. Podremos decir en un año que vivimos esa fantasía vallenata en la que cantamos acerca de una mentira y unas falsas expectativas, y de cómo nos engañaron en la cara y de cómo no vamos a dejar que nos vuelva a pasar, pero sabemos que esta es una historia sin fin (esperemos que no).

En estas épocas extraordinarias que estamos viviendo, el sufrimiento de vivir en una nación “bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste y testaruda” nos ha llevado a un punto de no retorno. Esperemos que la solución llegue de manera pronta, porque, como dice esa canción de Serú Girán de 1979, “la grasa de las capitales no se banca más". En este caso, la grasa de las capitales va a ser la injusticia política que vivimos, ¡y no se banca más!

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