A mí la guerra no me la contaron

A mí la guerra no me la contaron

Me tocó verla y en cierta medida vivirla, aunque por respeto a las verdaderas víctimas no puedo decir que la sufrí. Acá mi historia y la de mi familia

Por: Andrés Leonardo Flórez Ospina
julio 11, 2018
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A mí la guerra no me la contaron
Foto: Pixabay

Nací en el Líbano, un municipio cafetero del norte del Tolima, enclaustrado en la cordillera central, rural por antonomasia, de ascendencia antioqueña, bañado por dos ríos, con montañas tutelares que dan un paisaje único y un clima envidiable. Sin embargo, fuera de eso también somos conocidos por tener guerrilla propia: la cuadrilla bolcheviques del Eln, quienes azotaron la región con su actuar. Esta facción tomó el nombre de bolcheviques como homenaje a la insurgencia armada de principio del siglo XX que se gestó en nuestro municipio.

Tuve una infancia tranquila, no obstante crecí escuchando historias de mis abuelos sobre la época de la violencia, sobre pájaros y chulavitas. Me contaron sobre la existencia de bandoleros y forajidos como “Sangre Negra y Desquite”, también me hablaron de Marquetalia, el Pato y El Guayabero. Mientras los niños en las ciudades veían Cartoon Network, yo escuchaba historias sobre la violencia política en Colombia.

Recuerdo que a finales del gobierno Samper la guerrilla amenazaba con tomarse el pueblo, se veían trincheras en puntos estratégicos de mi tranquilo terruño. Recuerdo con cierta hilaridad que una noche resbalé en mi bicicleta con la arena que se regó de una trinchera que estaba en una esquina cerca al parque infantil. También viene a mi cabeza, aunque con poco agrado, que en el año 1997, en el estreno de la película Anaconda nos sacaron del otrora imponente teatro andino porque ese día la guerrilla sí se iba a tomar el pueblo. Algunas mamás entraron gritando a buscar a sus hijos bajo la tenue luz del cinema, aunque al final ningún grupo armado se tomó a mi pueblo esa noche. Con cierta mofa se dice que la guerrilla no se metía a mi pueblo, porque la gente era muy chismosa.

Pues bien, al día siguiente del conato de toma, el coordinador de mi colegio, un simpático ibaguereño llamado Andrés Duarte me dijo: “Flórez, ¿qué ha escuchado usted?, ¿quiénes eran los que se iban a meter al pueblo?”. Yo inocentemente le respondí, sin mayor conocimiento, que eran los “Elenos” y él me respondió “Ahhhhh, guevaristas”.

***

En el año 1997, mi padre, quien ya tenía cierta trayectoria en la política, se lanzó a la Asamblea Departamental y aun siendo un niño, yo lo acompañé a ciertas correrías especialmente por la zona rural de mi municipio. Mi viejo salió electo con la segunda votación del departamento, sin maquinaria, sin plata en el bolsillo, con afiches a blanco y negro, cuando sus competidores sacaban afiches a color; hicimos correría por otros municipios del Norte del Tolima en un Suzuki SJ-410 que no se podía acelerar a más de 80 porque empezaba a pasar aceite. Los otros candidatos tenían camionetas de platón llenas de electrodomésticos, andaban al cinto con los primeros celulares que existieron. Andar con un celular en el cinturón en ese entonces era una muestra de cierta solvencia económica.

Con el sueldo de la asamblea mi papá se compró un campero de segunda, de una buena marca, no era un carro lujoso. Cometió un pecado: las placas eran de la Dorada (Caldas). Tiempo después me enteré de que un guerrillero tenía amenazado a mi padre, le pedía plata y que le entregara nuestro carro porque tenía placas de un pueblo paramilitar. Aproximadamente a los doce años me tocó contestar el teléfono y escuchar un tipo que me decía “dígale a ese hp que yo lo voy a matar”.

Un día, uno de tantos de miedo y desesperación, mi papá me dijo: “Si algún día a mí me matan, el guerrillero que lo hizo se parece a ese muchacho”. Mi padre me mostró a un muchacho que tenía una venta de helados y que para su infortunio se parecía a nuestro tirano. Cuando capturaron al bandido, efectivamente era flaco, dentón y desgarbado como el heladero.

Nos tocó pasar gran parte del gobierno de Andrés Pastrana y el empoderamiento de una guerrilla, que tuvo una muy fuerte influencia, en mi región. Mi padre entre el año 2000 y el 2001 emprendió una campaña por la alcaldía de mi pueblo. Nuevamente y ya siendo un adolescente acompañé a mi padre a su correría política. Esta vez sí me tocó ver guerrilleros de carne y hueso y no por las noticias.

Cierto día cuando íbamos para un corregimiento llamado San Fernando, un señor con más cara de matón que de revolucionario nos arribó en compañía de un segundo hombre más joven. El que más miedo infundía tenía una granada en su cinturón y un arma corta; el otro, un veinteañero tenía un arma grande que colgaba de su espalda. Hoy, a mis 31 años y sin ningún conocimiento de armas me atrevería decir que es una AK-47. Ese día después de un fuerte cruce de palabras nos dejaron seguir, porque la gente del campo quería mucho a mi papá, pues él había sido su profesor en un programa de los 80 llamado Educación para Adultos.

Otro día me tocó ver un guerrillero aún más cerca, lo recuerdo muy bien: era un joven de unos 25 años, vestía una camiseta negra con la imagen del Ché Guevara, tenía una mal cuidada barba y olía literal a animal de monte. Yo estaba en el carro de mi padre, habíamos vendido el campero para comprarnos uno más barato porque nos dio miedo que nos lo quemaran “los muchachos” (así apodaban jocosamente a la guerrilla). Era un Daihatsu verde con blanco, con una calcomanía de un loro atrás.

El joven guerrillero me llamó compañero, lo cual supongo era un acto generoso de su parte al verme como un hombre, a pesar de mis ya 13 años. Ese día nuevamente nos dejaron ir y el guerrillo se ocupó con una muchacha y una botella de aguardiente tapa roja, ahí emprendimos nuestra discreta huida.

Ya en un tercer encuentro con la guerrilla, a mi papá se lo llevaron secuestrado, esa vez, tal vez por cosas de Dios o por los azares de la vida, ni mi hermana ni yo estábamos con él. Mi madre recibió la llamada de una monjita de un corregimiento llamado Santa Teresa, en la cual le decía que a mi padre se lo habían llevado. Mi mamá rompió en llanto y yo creí que nos lo habían matado.

Tiempo después se rumoró que a mi padre se lo habían llevado por casualidad, porque ese día iban por el otro candidato a la alcaldía, un ingeniero civil que había sido su copartidario, y que en un acto de soberbia había fundado su movimiento político. La guerrilla al parecer iba a matar a su contendor, pero como no llegó al lugar, se llevaron a mi padre. Lo tuvieron 8 días cautivo y gracias a la intermediación de monseñor José Luis Serna Alzate lo liberaron con la advertencia para todos los candidatos de que no podían hacer política.

Días después de su liberación, nos incendiaron sin éxito nuestra casa. Yo fui el último en salir, porque me devolví a sacar al perro, me quedé encerrado y tuve que escapar del humo por el techo. Mi padre con una cobija logró apagar el incendio. Hoy en día sabemos que esa acción fue con fines políticos y que no fue la guerrilla. Días antes vi al pirómano rondando nuestra casa, pero no teníamos pruebas para acusarlo formalmente.

Luego, mi padre fue elegido alcalde con una votación histórica. Siendo burgomaestre, durante el final del gobierno Pastrana lo retuvo una segunda ocasión, pero nuevamente lo liberaron por ser un alcalde de un municipio de sexta categoría que no tenía muchos recursos. Muy generosa esa guerrilla, le mancillaron su dignidad, lo amenazaron nuevamente y tuvimos que agradecerle por respetarle la vida.

Siendo alcalde le tocó el primer año del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Durante el año 2002 y 2003 la presencia paramilitar en zona rural del municipio fue muy fuerte, al punto que en un caserío a dos minutos del pueblo, los paramilitares instalaron una base de operación. Mi padre denunciaba a la par a guerrillas y paras, lo cual le valió que estos últimos se lo llevaran cautivo y lo tuvieran retenido en un municipio de otro departamento a orillas del río Magdalena. Jugaron al tiro al blanco con él, haciéndole disparos sobre su cabeza como una tortura psicológica, lo encerraron en un cambuche totalmente oscuro en el que solo se escuchaba llanto de otras persona cautivas. A la madrugada lo liberaron.

A la edad de aproximadamente 17 o 18 años me tocó ver lo que nunca vi en los peores años del gobierno Pastrana. Lo que la guerrilla no logró, que fue tomarse el municipio, lo lograron los paras. En esa época los panfletos eran el pan de cada día, veíamos a jíbaros de poca monta golpeados y expulsados del municipio, a marihuaneritos de toda la vida vestidos impecablemente y de pelo corto por sugerencia de los asesores de imagen de ese entonces: los paramilitares.

En pueblos vecinos a las que los paras consideraban “viejas chismosas” las ponían a barrer el parque del pueblo con letreros vergonzantes. En esos pueblos y en el mío hubo asesinatos de líderes, de delincuentes comunes, de jóvenes por el solo hecho de serlo. El terror y la barbarie había regresado a mi pueblo. Para mi fortuna, para ese entonces yo residía en otra ciudad donde cursaba mi universidad, pero en periodo de vacaciones cuando regresaba a mi pueblo, el ambiente era tenso y oscuro. A mi mejor amigo de infancia, un paramilitar con facha de boxeador de un tirón le ordenó cortarse su rubia melena, aquella que tantas mujeres conquistó, ese día ganó la animadversión de un paramilitar.

Finalmente a mi padre los paramilitares le quitan una buena cantidad de dinero, lo amenazan de muerte y lo acusan de auxiliador de la guerrilla. Su verdugo se hacía apodar Atanael Matajudíos. La guerrilla lo acusaba de “paraco” y el ejército lo acusaba de favorecer la guerrilla. El lindo círculo de la guerra en que la desprotegida población se ve inmersa.

***

Hoy, después de cerca de 15 años de esos episodios, salvo por un tío desaparecido, otro asesinado y un abuelo desplazado un tiempo por eso, mi familia sigue casi intacta.

En el plebiscito voté por el sí y eso no me hace guerrillero ni terrorista, lo hice porque creo que no tenemos que darnos plomo por medio siglo más para resolver un conflicto. Voté por el sí motivado por el acto de perdón de muchas víctimas que apoyaban el proceso, también porque a mí la guerra no me la contaron, la tuve que ver de cerca, la miré de reojo y salí bien librado.

Pasadas las elecciones de 2018 y ante la inatajable incursión paramilitar, los asesinatos a líderes y la acción de las disidencias de las Farc y un Eln fortalecido, veo que esa guerra sigue latente. Tuvimos un pálido reflejo de paz. Anhelo que desde la comodidad que la ciudad me brinda hoy no tenga que contarle a mi hija sobre la guerra, no quiero verla crecer con miedos.

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