Memorias de un viaje a Montreux (1)
Opinión

Memorias de un viaje a Montreux (1)

Noticias de la otra orilla

Por:
junio 29, 2019
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Ahora que ya empieza a moverse la escena del jazz en Colombia con la proximidad de los festivales. Me vienen al recuerdo las vivencias de ese festival en la ciudad suiza de Montreux que en 2005 llegaba a su edición número 39. Una experiencia que se inició con el extravío de las maletas en Madrid, pero que con precisión suiza finalizó en el envío puntual de las mismas al pequeño hotel en el que nos encontrábamos.

La sorpresa primera nos la dio la misma noche de nuestro arribo la gran feria artesanal y gastronómica (a propósito del festival) con productos de mas de 70 países del mundo, localizada a lo largo de dos kilómetros de una extensa albarrada que bordea toda la orilla de la ciudad en el lago Lemán y en la cual se sitúan todos los escenarios del festival: las oficinas, los hoteles, las salas de concierto, los escenarios al aire libre y gran parte de la extraordinaria complejidad organizativa de este festival.

El espacio es en realidad un enorme jardín en el que pastan permanentemente las estatuas de Ray Charles, B.B. King, Miles Davies, Freddy Mercury y Wladimir Navokov y alrededor de las cuales giran admirados los turistas y los niños que practican sus lecciones musicales y dejan en el piso el sombrero o el estuche del instrumento a merced de la generosidad de los paseantes.

Llegué al sexto día del festival y ya habían pasado los conciertos de Billy Preston, José Feliciano, Arturo Sandoval, Chucho Valdés, B.B. King, Robert Cray, Lee Ritenour, Crosby, Still and Nash y Eliana Elías, entre otros, a ritmo de tres grandes conciertos diarios en la noche, tres más en escenarios abiertos, dos más en barcos que surcan el lago y otros tantos en bares y cafés especialmente concertados para el caso.

Y comenzamos enseguida la jornada con una proyección de los archivos del festival para mirar en el hermoso Salón Rotary del Grand Palace Hotel la proyección de uno de los 12 conciertos de Van Morrison en Montreux. Luego, a primera hora de la noche, a la que no llega la oscuridad sino pasadas las 9:00 p.m., el espectáculo fue la presentación de dos ensambles jazzísticos especialmente aventajados procedentes de la Berkeley School of Music, conformados por jóvenes que apenas frisaban los l6 ó 17 años, si acaso, y cuyas habilidades les permitían visitar con propiedad los predios sagrados de Coltrane, Freddy Hubbard, Pastorio y otros grandes con solos y ensambles de verdad asombrosos que un público conocedor supo agradecer.

Rato después, de camino al Casino Barriere donde tendría lugar el concierto de la noche la sorpresa estuvo a cargo de un personaje simpático que sentado a la orilla del lago tocaba un pequeño platillo volador de metal y cantaba melodías  completamente desconocidas para todos los que lo rodeaban. El instrumento resultó ser una cosa llamada Hang fabricado por un hermano suyo con los principios percusivos de las steel band del Caribe, pero reunidas todas las posibilidades en un solo instrumento, y las canciones, las suyas propias. Luego desenfundó una trompeta larga replegable que todavía no había bautizado en la que tocó, puesta la campana a la orilla misma del agua, canciones del folclor danés y piezas de Gerswin y de Brahms. El sonido: el de un nostálgico corno ingles perfectamente afinado. Bruno Bieri era su nombre y luego nos reencontramos en el concierto de Bobby MacFerrin para cuyo boleto reunía las monedas con su música.

 

Joe Sample

La jornada la cerraba entonces el concierto en el Casino de Montreux, donde tocó tantas veces Miles Davis en el que nos esperaban Fazil Say, un joven turco nacido en Ankara que mezcla a su gusto y placer el pianismo clásico con el jazz y el folk y nos entregó en un despliegue paranormal de posibilidades interpretativas sus propias composiciones, sus (per)versiones de Pagannini, Mozart y Gerswin y sus improvisaciones sobre temas y motivos del folclor turco. Luego vendrían las  excentricidades vocales de Bobby MacFerrin que hizo despliegue de su monstruosa manera de hacer música, nos hizo acompañarle en diferentes temas (al público, digo) y se ayudó de invitados especiales como Fazil Say, Joe Sample y el joven prodigio del banjo Bela Fleck para entregarnos un concierto que el público se negaba a dejar de aplaudir.

Algo más interesante que asombroso fue descubrir que en todo el extenso entorno del festival regía una moneda exclusiva: el jazz. No, no es una metáfora. Las autoridades de la ciudad con el sistema bancario suizo no solamente emitieron en 2004 una serie nueva de billetes de 10 jazz alusivos al festival que son en sí mismos un extraordinario despliegue de diseño y color, sino que en todo aquel entorno especial jazzístico a la orilla del gran lago sólo puede pagarse con estos billetes. El cambio se hace en unas cajas especiales en donde se paga un jazz con un franco suizo.

 

Isaac Hayes,  Festival de jazz de Montreux 2005

Así que toda la ciudad entra en circunstancia jazzística y el festival es un capítulo especial en la historia social y cultural de esta ciudad famosa desde el siglo XVIII a raíz del célebre poema de Lord Byron “El prisionero de Chillón”, un  pequeño Castillo lleno de historias que aún puede verse a orillas del lago y que es uno de los íconos representativos de la ciudad.

Hablando de lo estrictamente musical, la cosa empezó por la visita a los archivos del festival para ver un concierto multitudinario del brasilero Gilberto Gil, especialmente programado para hacer ambiente al concierto de la noche en el Auditorio Stravinsky a cargo de sus paisanos Jorge Aragao, Beth Carvalho y Zè Pagodinho.

Luego el turno fue para uno de los dos conciertos diarios al aire libre de la programación de Jazz bajo las estrellas, y el que elegimos fue el de la Mountlake Terrace Jazz Big Band de Washington conformada por estudiantes jovencísimos llenos de ganas e imperfecciones pero de los que pudimos escuchar con interés piezas ambiciosas de Berstein, Ellington y Basie entre otros  grandes, mientras la gente bajo una fría lluvia celebraba condescendiente el valor, la alegría y algunos solos sobresalientes.

Esa noche, como estaba anunciado el concierto de los brasileros tenía atestado el auditorio de compatriotas llegados desde todas partes de Europa para ponerle fuego a un frenético recorrido por la historia ritmática de la Samba a cargo de Aragao, así como para regocijarse con la veterana sensualidad de la Carvalho, que a sus sesenta años todavía luce su propio repertorio con la propiedad y lozanía de los primeros años de su carrera. Zè Pagodinho, en cambio más excéntrico y ruidoso cerró la noche con una energía del público ya mermada luego de haber entregado toda la atención y fuerzas a las dos estrellas anteriores.

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