Memorias de un viaje a Montreux (última)
Opinión

Memorias de un viaje a Montreux (última)

Noticias de la otra orilla

Por:
agosto 17, 2019
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Luego de una experiencia fascinante con Cassandra Wilson y de una decepcionante presentación de Al Dimeola en sus respectivos conciertos, la del 16 de julio de 2005 sería nuestra última noche en el Festival de Jazz de Montreux, y estuvo asistida por la gran expectativa que nos producía el gran cierre con el maestro Oscar Peterson. Con sus ochenta años, su enorme y obesa humanidad que lo mantenía en una silla de ruedas, los estragos de una embolia que le había quitado el movimiento de su mano izquierda y el dolor que le había producido la muerte de su fiel bajista Neils O. Pedersen, la espera de su presentación tenía mucho de conmiseración y lástima. Aún así ese fue el concierto que quise ver y no el de la orquesta de Ray Barreto que prometía un indiscutible cierre de frenético contacto con las raíces latinas.

Pero el Auditorium Stravinsky estaba lleno. La apertura del concierto le correspondió al joven canadiense Robert Botos, ganador del concurso Steinway del año anterior. Un pianista que demostró tener una técnica sobresaliente y un gran poder de swing. Era claro que estar en la antesala de Oscar Peterson le imponía entregar lo mejor de su talento, y lo hizo con piezas como It never entered my mind, recordando la versión de Miles Davies, una versión personal de My favority things y otra de Ornithologic, entre otros, para una presentación de muchos méritos.

 

Pero llegaría la hora de ver a Oscar Peterson. Uno a uno fueron saliendo los integrantes de un soberbio cuarteto conformado por el guitarrista Ulf Waekenius, el bajista David Young y el baterista Alvin Queen, y atravesando penosamente la escena como si no fuera a llegar nunca al piano y con todo el teatro de pie aplaudiendo, entró el gran Oscar,  lento y viejo, pero dispuesto a hacernos olvidar que tenía 80 años, que no tenía mano izquierda, y que moriría solo unos meses después al final de su gira europea. Fue un concierto emotivo y aleccionador que nos entregó algunos de sus mejores standards como Kelly’s Blues, She has gone, un tema dedicado a sus mejores amigos recientemente desaparecidos titulado The backyard blues, y una delicadísima pieza de Niels Orstead Pedersen titulada In the silence of the woods, anunciada con la voz entrecortada, para cerrar luego con Satin Doll.

Pero no hubo ni conmiseración ni lástima. Sin la vertiginosidad y pirotecnia de sus mejores días, sin su poderosa mano izquierda, pero con la inmensa sabiduría de quien a lo mejor sabe que está entregando su último canto, su sola mano derecha y un grupo acompañante excepcional nos permitieron disfrutar de una experiencia en la que nuevamente pudimos comprobar el triunfo del espíritu a través de la música.

Al día siguiente, en el tren que nos llevaba de regreso a Ginebra para tomar el vuelo a Madrid y después a Colombia, intenté escribir unas notas de viaje, como me lo había prometido, pero dos cosas me lo impidieron: una bella mujer rumana de larguísimas piernas que iba leyendo mal sentada frente a mí una novela en griego, y que perdería para siempre al bajarnos entre los miles de pasajeros de prisa de la misma estación, y el espectáculo natural que me ofrecía campos de interminables viñedos y una vista del lago transparente de Leman lleno de botes y bañistas que aprovechaban el sol de las 4 de la tarde.

 

En Ginebra, luego de pasear la ciudad para terminar el día con un baño en las heladas aguas del lago, nos dimos a andar por el Parque de la Reforma con su ajedrez gigante, el gran chorro del surtidor de agua, el reloj de flores, la Catedral de San Pedro, las cúpulas doradas de la iglesia ortodoxa rusa, la universidad, Bellas Artes,  para luego participar de una alegre sesión de música callejera con un grupo colombiano que tocaba música costeña en las orillas del lago, con dos saxofonistas, tambora, alegre, llamador, redoblante, maracas y voz, que se reñían cada fin de semana a tocar para ellos mismos y para la gente que pasaba. Allí estuvimos hasta pasada la media noche. Cómo iba yo a imaginar que un día impensado cantaría y tocaría el llamador y las maracas a orillas del Leman tranquilo; y recogería propinas de señoras generosas que preguntaban dónde podrían conseguir los discos del grupo.

Al día siguiente el recorrido empezó por el Cementerio de Plainpalais para visitar a Borges y pasar luego por la calle a él dedicada en el antiguo barrio de Saint Gean, en el que una placa reproduce un fragmento de su poema en el que declara su amor a la ciudad. Muy cerca de su tumba reposan también otros dos insignes personajes: el gran Alberto Ginastera, otro argentino grande de nuestra música latinoamericana, y el señor Ernest Ansermet, director de orquesta francés que vivió en Montreux, a quien le tienen dedicada una calle en esa ciudad, la Quai de Ansermet,  y quien tiene el mérito de ser el primer músico europeo en saludar al jazz como gran música cuando éste llegó a Paris a comienzos del siglo XX.

Uno también se puede enamorar de una ciudad con sólo verla. Y yo creo que la mujer del tren: misteriosa, hermosa y culta no fue otra cosa que una anticipación poética de Ginebra.

 

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