Los últimos días de Jesús Santrich en el Zulia, en Venezuela

Los últimos días de Jesús Santrich en el Zulia, en Venezuela

Montó un espacio de poesía y vallenato para los disidentes de la Segunda Marquetalia y bajó la guardia, mientras en Colombia pagaban mercenarios para matarlo

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diciembre 27, 2022
Los últimos días de Jesús Santrich en el Zulia, en Venezuela

En las veredas de La Mara, el municipio de 200 mil habitantes del Estado Zulia, aún se acuerdan de Jesús Santrich. Llegó con dos hombres de su entera confianza el 1 de julio del 2019. En Venezuela sabían que había dejado atrás un incendio. Después de hacer una huelga de hambre de 41 días presionando para que lo sacaran de la Cárcel La Picota, donde esperaba ser extraditado a los Estados Unidos acusado de haber enviado a ese país diez toneladas de cocaína, usando de intermediario al Cartel de Sinaloa, fue liberado. Se fue a Conejo, Guajira, donde empezó a tantear el terreno de su posible fuga. Sabía que los gringos irían por él. El 28 de junio dejó ese lugar para irse al espacio de reincorporación de Tierra Grata, San Juan del Cesar, en donde dos días después desaparecería dejándole a su esquema de seguridad una nota tibia: “me voy a visitar a mi familia a Valledupar”.

El viaje tenía un solo destino:  Venezuela. Allá se encontró con Iván Márquez, El Paisa y Romaña y conformaron la disidencia Segunda Marquetalia. Pero a diferencia de sus otros compañeros de aventura, Santrich estaba muy cansado de la guerra. Lo de él era más bien seguir figurando. Confiado, se la pasaba en una camioneta acompañado de los mismos dos hombres con los que llegó a visitar veredas cercanas a La Mara, con la guardia baja, creyéndose protegido porque estaba lejos de Colombia, el país en donde había salido con tantas desilusiones.

En septiembre del 2016 en Villa Claver, monasterio que queda en Turbaco, horas después de que se firmara el primer acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, todo el secretariado en firme celebraba. Sólo había un comandante incómodo: Jesus Santrich.

A última hora habia sido retirado de la tarima en donde el equipo negociador del gobierno y la guerrilla ponían fin a una guerra de sesenta años. Para desahogarse el comandante le daba golpes al piso con su bastón mientras murmuraba “nos van a matar” Más que la preocupación del ataque de un sicario en una moto pensaba en una muerte peor, la de ser borrado de la historia.

En las veredas de La Mara, el municipio de 200 mil habitantes del Estado Zulia, aún se acuerdan de Jesús Santrich. Llegó con dos hombres de su entera confianza el 1 de julio del 2019. En Venezuela sabían que había dejado atrás un incendio. Después de hacer una huelga de hambre de 41 días presionando para que lo sacaran de la Cárcel La Picota, donde esperaba ser extraditado a los Estados Unidos acusado de haber enviado a ese país diez toneladas de cocaína, usando de intermediario al Cartel de Sinaloa, fue liberado. Se fue a Conejo, Guajira, donde empezó a tantear el terreno de su posible fuga. Sabía que los gringos irían por él. El 28 de junio dejó ese lugar para irse al espacio de reincorporación de Tierra Grata, San Juan del Cesar, en donde dos días después desaparecería dejándole a su esquema de seguridad una nota tibia: “me voy a visitar a mi familia a Valledupar”.

El viaje tenía un solo destino:  Venezuela. Allá se encontró con Iván Márquez, El Paisa y Romaña y conformaron la disidencia Segunda Marquetalia. Pero a diferencia de sus otros compañeros de aventura, Santrich estaba muy cansado de la guerra. Lo de él era más bien seguir figurando. Confiado, se la pasaba en una camioneta acompañado de los mismos dos hombres con los que llegó a visitar veredas cercanas a La Mara, con la guardia baja, creyéndose protegido porque estaba lejos de Colombia, el país en donde había salido con tantas desilusiones.

En septiembre del 2016 en Villa Claver, monasterio que queda en Turbaco, horas después de que se firmara el primer acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, todo el secretariado en firme celebraba. Sólo había un comandante incómodo: Jesus Santrich.

A última hora habia sido retirado de la tarima en donde el equipo negociador del gobierno y la guerrilla ponían fin a una guerra de sesenta años. Para desahogarse el comandante le daba golpes al piso con su bastón mientras murmuraba “nos van a matar” Más que la preocupación del ataque de un sicario en una moto pensaba en una muerte peor, la de ser borrado de la historia.

Un año después, el 1 de septiembre del 2017, las FARC presentó en un concierto en la Plaza de Bolívar, el partido de la Rosa. Era un viernes y por lo menos 40 mil colombianos celebraron el paso definitivo en política de esa guerrilla. Ese día el after party fue en la casa de Santrich. A pesar de los desencuentros con Rodrigo Londoño y Pastor Alape, Santrich ese día lucía contento. Su casa se había convertido en un hogar de puertas abiertas que recibía a periodistas, guerrilleros rasos, gomelos bogotanos con ínfulas de izquierda y hasta mafiosos del cartel del Golfo. Las medidas de seguridad eran mínimas y el whisky corría como una de esas cascadas de la Sierra Nevada sobre las que hizo tantos versos. La plana mayor de las FARC veía de reojo esas fiestas y llamaron a su casa La zona veredal de Nicolás de Federman, haciendo alusión al barrio bogotano en el que estaba ubicada su casa.

La fiesta duró hasta el 9 de abril del 2018, cuando fue detenido después de que se divulgaran los videos donde participó de una reunión con miembros del Cartel de Sinaloa y fue acusado formalmente de haber enviado a Estados Unidos diez toneladas de coca. Con el rumor de que todos se trataba de un entrampamiento orquestado por el entonces fiscal Nestor Humberto Martínez.

En la cárcel tenía prohibido usar colores, papel y lápiz. Sin embargo se las ingeniaba para regalarle a los presos que no sabían escribir cartas que ellos repartían entre sus novias, sus mamás, sus hijos. Le hacía retratos con café difuminados al que se lo pidiera. Y eso que Santrich ya veía poco.

A los 14 años Seusis Pausias Hernández Solarte empezó a usar lentes. Estudiaba en un colegio público en Pasto, a donde llegó junto con sus otros ocho hermanos por el traslado de sus padres, profesores de filosofía. Había nacido en Toluviejo, Sucre, un pueblito de calles destapadas en donde sus habitantes le hacían el quite al sofoco del mediodía sacando las mecedoras de mimbre a la puerta de sus casas. En Pasto se acopló bien. A los 16, cuando cursaba grado once, tuvo su primer contacto con la JUCO -Juventudes Comunistas-. Después de un año sabático en Sincelejo, Seusis Pausias entró a la Universidad del Atlántico a estudiar, al mismo tiempo, Derecho y Ciencias Sociales. Todos lo conocían. Era el primero al frente de los tropeles con la policía. Por eso fue elegido en 1984 representante de los estudiantes. Mientras tanto su enfermedad ocular avanzaba. En los últimos años en la Universidad su campo visual se fue cerrando alarmantemente. Le diagnosticaron síndrome de Leber, una enfermera de origen genético, que mina los nervios ópticos. Seusis sabía que en poco tiempo se quedaría ciego.

Dos veces estuvo preso Santrich. En la última de ellas hizo una huelga de cuarenta días para ser liberado. Una vez lo consiguió ubicó el lugar para escapar a Venezuela. Lo quería  hacer desde Conejo, el área de la Guajira donde conoció a Iván Márquez, su amigo íntimo. Se internó con compañeros suyos como el hombre fuerte de las comunicaciones de las FARC, Benedicto Gonzalez, mejor conocido como Alirio, en la serranía del Perijá en largas caminatas donde preparó la huida. Benedicto, convencido de que el único camino era acatar los acuerdos, le dio la espalda.

En la clandestinidad quería mantenerse vigente. Entonces le hizo llegar a su amiga, la senadora Piedad Córdoba, su saxofón, el mismo con el que amenizó tantas reuniones. Santrich, autor de cinco libros, vivía orgulloso sólo de uno: De Beethoven a Marulanda un ensayo enrevesado en donde tendía puentes entre el romanticismo alemán y el movimiento Fariano. Interesado en convertir en poetas a los guerrilleros creó La hora cultural. A eso de las seis de la tarde, si las circunstancias lo permitían, la guerrillerada le dedicaba en los campamentos tiempo para las actividades artísticas que más les interesaba, ya fuera escribir versos, componer canciones o pintar. Intercalaba textos del peruano José María Arguedas, su autor favorito.

Convencido de que esa rutina debía implementarse dentro de las tropas de la Segunda Marquetalia se movía cada vez más libre por La Mara, Estado Zulia sin saber que desde Colombia se fraguaba un plan para eliminarlo. El mismo tipo de mercenario, como aquellos  que mataron al presidente de Haití, Jovenel Moise, habrían sido contratados para matar a Santrich. Empecinado en mantener sus redes sociales activas fue rastreado. El helicóptero, amarillo con negro, iba con seis mercenarios. Partió de Camarones, Guajira. En 25 minutos estaba en los bosques que rodean la Mara. Se bajaron y mataron a Santrich. Se llevaron un dedo y una foto como prueba de que habían conseguido lo que buscaban. En el camino el dedo se perdió y lo único que quedó fue la foto que publicó la revista Semana.

Santrich tenía 54 años. La única que no sabe lo que sucedió fue su mamá quien sigue viviendo en Tolú viejo, esperando que en algún momento su hijo le envíe una carta. El resto es silencio.

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