Los rockeritos vallenateros de Bogotá
Opinión

Los rockeritos vallenateros de Bogotá

No nos digamos mentiras, si se llena el Campín con los Stones es por puro snobismo; solo unos pocos, unos poquitos, llorarán cuando Keith de los primeros acordes de Sway

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marzo 03, 2016
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Yo no entiendo la alharaca por la venida de los Rolling Stones si el ochenta por ciento de los que van a ir al concierto ignoran que sus Majestades Satánicas tienen más éxitos que Angie o la de Pelotón del deber.

No nos gusta el rock, nada que hacer. En Bogotá, provinciana ciudad que se precia de no pertenecer al Caribe, la escena del rock local es casi inexistente. Sí, por ahí los metaleros abrieron huecos inexpugnables para los laicos en Kennedy y no falta el borracho apestoso en el Centro que le guste ponerse pesado con Rata blanca y Mago de Oz, el gomelo cuarentón que tenga como costumbre poner en su carro a The Cure, o el neonazi que escucha, antes de acuchillar indigentes, Batallón de castigo. Pero de ahí a que tengamos una cultura rockera hay una gran brecha.

En Bogotá, exceptuando Matik Matik en Chapinero,
Casa Zeb en la 45 con 19 y el hostal Bar Fulano en la 69 con 10, Ozzy de la Boyacá,
no existen sitios en donde se respire la anárquica atmósfera del rock

En Bogotá, exceptuando Matik Matik en Chapinero, Casa Zeb en la 45 con 19, el hostal Bar Fulano en la 69 con 10, y Ozzy de la Boyacá, no existen sitios en donde se respire la anárquica atmósfera del rock. Sí, en La hamburguesería hacen sus toquecitos light, con banditas bien intencionaditas como Diamante eléctrico, consolidaditas y eso, pero, a nuevas e interesantísimas bandas emergentes como Kitch, Waits y Telebit, les toca hacer maromas para que les paguen 700.000 pesos. Con esa miseria tienen que pagar el alquiler del sonido y el trago que se toman entre bastidores para domesticar el miedo. Nada que hacer, la mayoría de dueños de bares pertenecen a la mezquina raza de paisitas que se quieren volver ricos revolviendo la cerveza con el agua de los traperos y explotando a los músicos.

Esta semana las revistas del país hacen creer a sus lectores que Bogotá está viviendo un renacimiento cultural porque, en solo tres días, los Rolling Stones, Nicolas Jaar y Noel Gallagher se presentarán ante una multitud enardecida que llenará el Campín y en el Campo Deportivo de la 222. La razón de este interés multitudinario es enteramente facebookiano: si no subo la foto en donde aparezca, como un manchón perdido en el horizonte, Snoop dogg, estoy perdido.

La música es cada vez es menos importante. Vayan a una librería y verán que la biografía de Mick Jagger que sacó el año pasado Anagrama no se ha vendido, que todavía está el libro de Ian Carr sobre la vida de Miles Davis que llegó a Prólogo hace tres años, que nadie se lleva la edición del Fondo de Cultura Económica del Cómo escuchar música de Aaron Copland. Si existiera una verdadera cultura musical en esta emperifollada capital, cada bar que se precie de ser blusero y rockero tendría su banda de planta tocando cada viernes.

Lo que sí gusta, y mucho, en Bogotá,
así lo oculten, así les de pena,
es el vallenato y el reguetón

En Bogotá lo que sí gusta, y mucho, así lo oculten, así les de pena, es el vallenato y el reguetón. En Armando Records, en Baum, en Billares Londres, las niñitas “bien” de Rosales se la pasan criticando a los “lobazos” de provincia que vienen a la capital a estudiar a una universidad “decente” trayendo del peladero de donde vienen todas sus corronchadas; pero dénle media de guaro a estas muchachas y verán como perrean, como cantan los lamentos uribistas de Silvestre Dangond, cómo se van a la cloaca los tres años de literatura que estudiaron en Cambridge.

Y lo peor es que a pocos kilómetros de acá, en Chía, vive Andrew Loog Oldham, el productor que catapultó a los Rolling Stones, que en esta misma ciudad habita Jacobo Celnik quien acaba de publicar las conversaciones que ha tenido con Ray Manzarek de los Doors, con Jack Bruce, creador de Cream, con Brian May de Queen, en un libro maravilloso llamado Satisfaction y que nadie parece haber leído, que en Chapinero alto tiene un apartamento el stoniano Sandro Romero Rey, y que el gran Manolo Bellón sigue vivo. Pero a nadie parece importarle, porque el rock ya pasó de moda men.

Bogotá sería menos horrible si el rock volviera a aparecer en escena, si la explosión de finales de los ochenta, cuando surgieron Aterciopelados y La Derecha, volviera a irrumpir. No nos digamos más mentiras, si se llena el Campín con los Stones es por puro esnobismo; solo unos pocos, unos poquitos, llorarán cuando Keith dé los primeros acordes de Sway.

No basta con el cada vez más burocratizado Rock al parque. Este festival no ha servido sino para catapultar banditas inofensivas, abstemias, como Diamante eléctrico. Los diferentes sonidos que se escuchan en el sur, en occidente, en norte, necesitan encontrar un público. Lamentablemente, como en todo Colombia, las únicas oportunidades las encuentran los rockeritos biempensantes, los que dicen en público sollarse a Pink Floyd pero una vez llegan a la casa se atiborran con los Grandes Éxitos de Los Diablitos, los que empezaron creyéndose Ekymosis y terminaron convertidos en una triste caricatura de Juanes.

A los que aún caminan descalzos sobre el fuego eterno del rock, solo les queda un camino: huir de este pantano

Adenda: Por cierto, que verguenza que a la Banda Más Grande de Todos los Tiempos le abra este grupito casi que  tropipopero. El único mérito fue ganarse el cada vez más infame Grammy. ¿A dónde se fueron todos los salvajes?

@IvanGallo78

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