Los orígenes de nuestra condición violenta

Los orígenes de nuestra condición violenta

Esta viene por una herencia que de manera atroz alimentamos. Una perspectiva

Por: OSCAR EDUARDO POMBO BURITICÁ
enero 10, 2020
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Los orígenes de nuestra condición violenta
Foto: U.S. Air Force

Una buena porción viene de Europa desde cuando allá se enteraron que no eran el centro del universo y que además formaban parte de una dimensión espacial enorme. De forma específica nos viene desde la soberbia española en el siglo XV al verse en su lamentable condición de dependencia económica y su cortedad cultural, lo que derivó en el pandillaje intercontinental acuñado en la historia con los eufemismos de conquista y colonización.

Gran cuota de aporte nos viene de la beligerancia indígena tras la ocurrencia de derrota o triunfo por las guerras tribales en razón del dominio territorial y el monopolio de las rutas de comercio. Se ha calculado que en el siglo XV la población indígena en lo que hoy es Colombia, estaba compuesta por aproximadamente 8 millones de personas, queriendo todos ocupar las tierras más fértiles y ricas en las que después de las continuas pugnas los vencidos eran doblegados o eliminados, y aquí nos corresponde darle un matiz al mito del buen salvaje que los textos oficiales describen como alguien que pasaba sus días de solaz adorando a los astros y celebrando ceremonias de fertilidad.

Otra dosis de crueldad se suma en la mezcla de furia con dolor y confusión de los africanos que fueron trasladados a América, en su gran mayoría cazados en las costas o el interior occidental de sus naciones por portugueses, holandeses y españoles para el trabajo forzado y el comercio sexual y, otros de ellos entre subyugadores y dominados africanos como consecuencia de pugnas internas no resueltas, que se involucraron en el comercio esclavista en complicidad con los asaltantes europeos.

Nos viene la índole de violencia y abuso, del concepto inmemorial de la eficacia y la rentabilidad que se desplegó evidentemente cuando el consorcio saqueador europeo de bandidos españoles, holandeses, portugueses, banqueros alemanes y judíos, piratas ingleses y mercaderes italianos con la mano de obra afroindígena, inauguraron en nuestros territorios la franquicia para obtener beneficios y eludir responsabilidades.

La descomunal agresividad la nutrimos desde el desconcierto y la petrificación ocasionados por ser hijos y progenitores de las víctimas, pero también de los verdugos. Parafraseando a Charles Baudelaire, somos la herida y el cuchillo, somos la bofetada y la mejilla.

Viene incluso el carácter belicoso de cuando aceptamos la prestidigitación de los políticos como una audiencia sorda a las cínicas farsas que nos piden que confiemos en las maravillas del desarrollo económico, la ciencia y la tecnología al servicio de la nación, o en el arte, la educación y la cultura autorizadas como fuentes de formación tendientes a rendir el culto al modelo señorial y a demostrar temor reverencial a la tiranía legalizada.

Este linaje de ensañamiento feroz para con los demás se robustece cada vez que desistimos del sentido comunitario y las legítimas tradiciones colectivas, a cambio de los logros individualistas. Y es que pretendemos vivir como si con cada uno de nosotros estuviera empezando la historia de la humanidad.

Sin embargo, es posible comprender y aprovechar los instrumentos para derrumbar las nuevas y mentirosas concordancias: plantas místicas-narcotráfico, paz-seguridad estatal, retorno amigable a la naturaleza-ociosidad, recuperación del territorio-fenómenos migratorios, filosofía-emprendimiento para el desarrollo, fraternidad-plan de negocios. Sí, es posible y necesario a pesar del extravío instalado en la mirada y el aturdimiento de nuestra consciencia  impuestos por la niebla del habitual frenetismo.

Así quizá podamos despejar el camino para tratar los conflictos y la violencia enraizada sin negarlos, dispuestos a los pactos auténticos con las herramientas de la memoria, los afectos, la certidumbre, el lenguaje, la imaginación, la generosidad, el respeto y el posicionamiento de un flujo cultural que reclame y ocupe vigorosamente los lugares de la justicia, el equilibrio social y un profundo sentido de humanidad. Quizá podamos también dejar de ser testigos lejanos de la historia.

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