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En Bogotá se repite una escena cada noche: alguien deja una bolsa de basura frente a la puerta ajena. “Que no se quede en mi patio”. Eso se la llevan, piensa. Y al mismo tiempo, en otro rincón de la ciudad, alguien es capturado, juzgado y enviado a una cárcel lejana. Que lo encierren allá. Que no se quede en mi barrio.
Son dos formas distintas del mismo gesto. Quitar del camino lo que molesta. Expulsar al otro. Desentenderse. No es coincidencia que hablemos de residuos y de criminales con el mismo lenguaje: hay que recogerlos, aislarlos, encerrarlos, enterrarlos.
Y así como los residuos terminan en algunos rellenos sin conciencia ambiental y sin tecnolog{ia que contaminan las fuentes hídricas, los cuerpos que encerramos en nuestras cárceles salen de allí contaminados de mayor maldad o contaminando más de riminalidad nuestra sociedad. Cada centro penitenciario colombiano sobrepoblado es una fábrica de venganza, una universidad del crimen. Y mientras tanto, seguimos echando gente a las cárceles como quien echa basura. Y queremos echar mucha más, queremos meter a todos los que hacen daño allá.
La crisis carcelaria y la crisis de las basuras tienen más en común de lo que creemos. Ambas son crisis de acumulación. Ambas se manejan desde la exclusión. Y ambas reflejan el fracaso de un modelo social que no quiere ver lo que produce. No es solo un problema de infraestructura o capacidad, sino de modelo cultural: no sabemos qué hacer con lo que no encaja, y entonces lo empujamos fuera de la vista.
Pero no todo está perdido. En Bosa, en el sur de Bogotá, un barrio llamado El Regalo decidió romper esa lógica. Durante años, su gente aprendió a separar los residuos, a hacer compostaje, a sembrar huertas en patios comunales. Le pusieron dignidad al desperdicio. Lo que otros botaban, ellos lo transformaron. Y no lo hicieron con contratos millonarios ni con esquemas de aseo complejos. Lo hicieron con conciencia ciudadana.
Mientras el resto de la ciudad discute sobre rellenos, rutas, operadores y licitaciones, El Regalo demostró que la limpieza empieza por la mente, por la conciencia. Que no hay sistema de aseo que funcione sin cultura ciudadana, como dic Andesco. Que no hay ciudad limpia sin manos limpias. Y que toda transformación ambiental profunda empieza por una decisión ética: reconocer que lo que producimos tiene consecuencias.
Esa misma conciencia es la que falta en el sistema penal. Porque la justicia no debería consistir en encerrar a alguien y olvidarlo. Debería consistir en restaurar. En construir caminos para reparar el daño, para que quien falló no vuelva a fallar, y para que quien sufrió no quede solo con su dolor. La justicia restaurativa parte de una verdad sencilla pero poderosa: nadie es desechable.
El Regalo demostró que no hay basura sino ciclos mal cerrados, y vidas que pueden recomenzar si la sociedad les da una oportunidad
Así como El Regalo demostró que no hay basura sino ciclos mal cerrados, también hay vidas que pueden recomenzar si la sociedad les da una oportunidad. Y esa oportunidad no se decreta desde arriba. Se construye desde el barrio, desde la escuela, desde el respeto. Se construye cuando dejamos de pensar en “que no me lo dejen en el patio” y empezamos a pensar en cómo convivir con lo que somos y con lo que hemos hecho.
Colombia no necesita más cárceles hacinadas ni más rellenos sanitarios. Necesita menos indiferencia. Necesita menos modelos retributivos y más pedagogía. Porque ni la basura desaparece sola ni el conflicto se apaga con barrotes. Ambas cosas requieren transformación. Y esa transformación no es solo técnica, ni jurídica, ni presupuestal. Es profundamente humana.
Lo que ha logrado el barrio El Regalo, y lo que propone la justicia restaurativa, es un llamado a cambiar nuestra forma de entender el daño. En lugar de ocultarlo, abordarlo. En lugar de aislarlo, comprenderlo. En lugar de repetirlo, transformarlo. No es una utopía ingenua: es una respuesta real y probada frente a la ineficiencia de los modelos actuales.
Bogotá podría ser una ciudad restaurativa. Podría tener cárceles menos degradantes que regeneren. Podría tener sistemas de aseo que no entierren, sino que devuelvan a la tierra. Podría tener barrios que no pidan que les quiten los problemas de encima, sino que construyan soluciones desde adentro.
Pero eso no lo logra ni la tecnología más cara ni el decreto mejor escrito. Lo logra la gente. Lo logra la conciencia. Lo logran quienes entienden que el residuo no es solo un objeto, sino también una oportunidad. Que una persona no es solo su error, sino también su capacidad de reparación.
La gente de El Regalo no esperó a que el Distrito hiciera algo. Lo hizo. Y esa es la verdadera lección. Ni las cárceles se transformarán solas ni las ciudades se limpiarán con slogans. Solo una ciudadanía despierta puede restaurar lo que está roto. En la basura. En el crimen. En nosotros.
@Hombrejurista