Llegar a estudiar medicina y quedarme aquí
Opinión

Llegar a estudiar medicina y quedarme aquí

Por:
octubre 03, 2014
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No sé cuándo decidí estudiar medicina. Quizás nunca lo decidí. Igual como uno nunca decide enamorarse, eso sucede. Pero sí recuerdo cuándo empecé a pensar en ser médico. Como cuando se comienza a pensar en una persona frecuentemente y luego sucede lo que sucede.

Era muy niño y mi padre me llevaba donde un primo farmaceuta para colocarme inyecciones de penicilina por mis repetidas amigdalitis. Las ampolletas de la droga se cortaban con una lija para cristal. Las jeringas eran de vidrio y con las romas agujas se esterilizaban en una cajita metálica para volverlas a usar una y otra vez. Por todo lo anterior poner un antibiótico era un ritual largo y doloroso. Hoy no entienden los rótulos antiguos que aún se ven por ahí: “Se colocan inyecciones”. A veces además “se forran botones” y otras manualidades. Había especialistas en inyectar y otros que convenía evitar. El primo de mi padre no era de los peores pero aún así me empezaba a doler el pinchazo desde cuando me pasaba el algodón con alcohol.

Mi papá veía mal el llanto así que yo empezaba a mirar con desesperación por una pequeña ventanita el patio de la botica. Y a veces “revolviendo la mirada con espanto”, como dirían los poetas de aquella época, encontraba en las paredes verde claro del despacho unas láminas del pintor Robert A. Thom sobre momentos históricos de la medicina que regalaba el laboratorio Parke-Davis. Esas ilustraciones fueron propiedad luego de Pfizer y ahora han sido donadas a la Universidad de Michigan. Doy todos esos datos, sin hacer propaganda a ningún laboratorio, porque esas láminas fueron un hito y un “hit” de publicidad medicina. No promovían ningún medicamento o tratamiento particular sino le daban un “aura específica” positiva dice Metzl (Literature and Medicine, 2006)a la empresa patrocinadora. Ojalá la publicidad médica hubiera seguido ese derrotero de arte e historia y no anunciar novedosos medicamentos con llamativas modelitos que no parecen para nada enfermas.

De todas formas de esas ilustraciones recuerdo con precisión la del médico de la India haciendo una rinoplastia, la de Hipócrates escuchando la historia clínica de un niño que relataba su madre, la de Galeno atendiendo un paciente sobre una kliné en su casa y la de Jenner vacunando al niño James Phipps el 14 de mayo de 1796. Todos esos detalles los aprendí mucho después porque aquellas láminas (no las dolorosas inyecciones del pariente Armandito) sembraron en mí un gran interés, en aquel entonces inconsciente, por la medicina y su historia. Hoy, pasado el tiempo, la historia de la medicina es mi interés académico fundamental y los detalles que acabo de narrar son preguntas fijas en mis parciales para los estudiantes de medicina.

Luego cuando era adolescente consideraba la medicina como un posible oficio pero leía mucho, escribía versos y pensaba estudiar literatura en la universidad. Llegó el día de la clásica pregunta del papá: ¿qué piensas hacer en la vida? Le dije al mío con gran certeza: lo tengo claro, voy a hacer una licenciatura en filosofía y letras y un máster en lingüística. Mi padre, ejecutivo de una multinacional petrolera, no dijo nada y siguió cocinando (era una gran cocinero) Mi tía y madrina sí puso el grito en el cielo: “¡No!, ya me veo vendiendo sus libritos casa a casa…Quítale toda la plata para que se acostumbre a ser pobre desde ya”. Yo siempre cuento que eso me convenció de estudiar medicina a la brava pero creo que fue el poderoso y nada amenazante silencio de mi padre. Aprendí que un papá presente, pero presente de verdad, y callado tiene más fuerza que un regaño. A las pocas semanas me matriculaba en premedicina.

Un semestre después cerraban la universidad de mi ciudad por motivos políticos iniciándose unos cuantos meses de los más felices de mi vida: dieciocho años recién cumplidos, nada que hacer, amigos para hablar de todo y arreglar el mundo mientras bebíamos ron con Coca Cola. ¡Oh perdido paraíso! Ninguna dicha dura y gané una beca para estudiar medicina en otro país. Escogí Cali y la Universidad del Valle por su gran fama académica, es la versión oficial. Pero debo confesar que todavía con deseos de ser intelectual y escritor había pensado en Buenos Aires donde me habían dicho que uno estudiaba medicina en los cafés entre tertulia y tertulia. Bueno, la familia y uno que era obediente me hicieron aterrizar en el viejo Calipuerto (¡nunca había visto tanta caña de azúcar y taxis tan antiguos!). Busqué pieza en San Fernando, presenté los exámenes y pasé. En el mismo año que Armstrong piso la luna llegué al Valle del Cauca y podría parafrasearlo: “Fue un pequeño paso para mí y un gran paso… para mí mismo”

 

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