La Zipaquirá de comienzos del siglo XX

La Zipaquirá de comienzos del siglo XX

Una crónica zipaquireña muy poco conocida del maestro Guillermo Quevedo Zornoza

Por: Cristian Camilo Sánchez Rodríguez
mayo 08, 2019
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La Zipaquirá de comienzos del siglo XX
Foto: Remi Jouan - CC BY-SA 3.0

En este relato el ilustre compositor zipaquireño Guillermo Quevedo Zornoza retrata una visión fantástica del mundo alrededor del Cerro del Guasá, lugar donde está ubicada actualmente la Catedral del Sal. Es un relato poco conocido que da luces sobre cómo vivían y en qué creían los pobladores de antaño del municipio de Zipaquirá a comienzos del siglo XX.

Los compadres

(Crónica lugareña)

Para Juancho Bravo, tan buen poeta como excelente administrador de Salinas.

Cuando Zipaquirá era un poblacho feo y obscuro (mucho más feo de lo que es en la actualidad), sin luz, ni andenes, ni acueducto, ni las pocas otras comodidades que han venido después aun cuando muy lentamente, se sucedían muy peregrinas aventuras de espantos y brujerías que al correr de los años fueron acabando, merced al beneficio del alumbrado electrónico en buena hora implantado por los señores Jiménez hermanos en el año de 1912.

Entre las cosas sobrenaturales que por aquel entonces acontecían, era una de las más importantes el asunto o espanto de “los compadres”, las tres luces errátiles del cerro del “Guasá”, que todo hijo de vecino vio en el lugar, y que constituían una leyenda que bien se hermanaba con el misterio de los negros socavones.

Tan luego como el viejo reloj golpeaba las ocho de la noche y Noé León desde la torre hacía llorar, con dobles largos y lúgubres, la espeluznante hora de la plegaria, y todo se envolvía en las tinieblas, “los compadres” aparecían en el cerro y ambulantes de aquí para allí, sin ruta alguna definida, empezaban su eterna disputa, a acometerse recíprocamente, hasta fundirse una luz en la otra, y una vez así, con resplandores extraños, esa bola de fuego, impulsada por una fuerza misteriosa salía disparada, describiendo círculos en loco torbellino o líneas fantásticas en zig zag, hasta que una lucecilla más pequeña, de un leve color azulado, diminuta y limpia como un diamante, alcanzaba a la luz grande, dividía aquella diabólica conjunción e interponiéndose resueltamente entre “los compadres” para no dejarlos pelear, los obligaba a que se metiesen entre sus respectivos agujeros, que iban a dar a las entrañas del peñasco salino. Y era tal el encarnizamiento de tales luces, que frecuentemente abandonaban su campo de acción y venianse a las calles obscuras, o sobre los tejados a reñir, huyendo así, momentáneamente, de la intervención de la otra lucecilla, cuya misión, bien enojosa por cierto, era la de meter paz entre los dos irreconciliables enemigos. En ocasiones la disputa de “los compadres” alargábase más de lo ordinario, porque la luz conciliadora solía tardarse en separarlos; pero la superstición lugareña invento un fácil expediente: silvar la luz. Tan pronto como los silvidos rasgaban las tinieblas de la noche, aparecía la candileja interventora y “los compadres” huían hacia sus lóbregas cavernas. En estas escenas eran de verse los sustos de las gentes a quienes sorprendían “los compadres” por la calle y que se veían precisados a salir en busca de medicinas o algún otro menester doméstico. Los perros eran los primeros en dar la señal de alarma, y, rabo gacho, con lastimeros aullidos se daban a corretear locos por las desiertas calles.

Pero tiempo es ya de que el lector conozca el origen de esta tradición.

Desde tiempo inmemorial en el área de salinas existían (hasta el año de 1914 en que fueron demolidas), numerosos chociles o barracas, las cuales abrigaban bajo su pajiza techumbre a muchas familias de mineros. En una de aquellas chozas vivían tres personas: un hombre de edad madura, una mujer y un nuño. El hombre, antiguo taladrador en los socavones, casado en años anteriores, había perdido a su legítima esposa de una manera harto misteriosa, pues esa, al decir del marido, había abandonado el hogar e ídose quién sabe a dónde sin que hubiera vuelto a aparecer por parte alguna. Pero a la sombra del matrimonio había establecido relaciones con otra mujer (una comadre, y esto era lo grave), con quien luego hizo vida marital. La tal comadre aportó al amaño propuesto por el viudo, el niño que figura en esta letenda (hijo de padre desconocido), y a quien con los años el vulgo le asignó el papel de la candileja conciliadora.

Las luces peleadoras, o sea “ los compadres”, eran para las fuentes rústicas del poblado, las almas del hombre y la mujer que en vida se habían unido de esa manera reprobable, olvidándose del parentesco espiritual; y la pelea incesante de tales luces, era como la continuación en el otro mundo de las reyertas que a diario tenían entre los dos convivientes, por causa de la embriaguez habitual del hombre, los celos de ella, y cierto secreto que la mujer había conocido por relatos de su hijo y que explicaba el desaparecimiento de la esposa legítima del taladrador.

Por la mente del pequeño pasaban con frecuencia sombras de recuerdos dolorosos. En su memoria había quedado impresa una extraña escena que solía reconstruirse en sus sueños por misteriosa asociación de ideas. Así, cuando el minero llegaba al chocil ebrio, y con ánimo de maltratar a la madre del niño, esta al ver al hombre sentado ante la lumbre del hogar, evocaba eso terrible e impreciso que ocasionaba con frecuencia su desvelo y lo hacía temblar de miedo. Muy confusamente recordaba la luz de una vela, con manchas de sangre, que en cierto paraje cercano a un zajón de salitre, alumbraba la cara espantosa del hombre que le pegaba a su mamá, inclinado en el suelo con una pala y removiendo la tierra negra. Veníasele a la imaginación todo aquello que había visto cierta noche cuando al sentir que las gallinas cacareaban asustadas, se había internado en los zajones en busca de una polla que era suya y que no aparecía en el papayo. Entonces fue cuando encontró al hombre haciendo eso. Pero eso no lo comprendía el niño. Solamente precisaba el detalle de que el hombre tan luego como alisó la tierra dándole duros palazos, se fue para el rancho con la herramienta bajo la ruana. La vela había quedado ardiendo, pegada a una escoria, su llama azotada por el viento, llena de chorreones que hacía bailar las sombras ¡oh¡…esa vela y esas sombras movibles que tanto lo aterraron¡ Inocentemente se acercó luego; aquel hombre malo tal vez le había sacrificado su gallina. La luz continuaba allí. Al amparo de un barranco miró: no había plumas, pero sí algo como las mechas de un pañolón a cuadros. Se acercó…Quizo tirar de aquellos flecos….pero entonces volvió a aparecer el hombre. Hasta ahí se acordaba. Al huir pudo ver que el padrastro apagó la luz de un puntapié. Todo lo demás se le confundía en su mente rudimentaria. Y cuando las noches tétricas de tormenta excitaban sus nervios, el niño tenía atroces pesadillas, y solía en su intranquilo sueño intermitente, pronunciar entrecortadas palabras cuyo sentido intrigaron a la madre. El niño contó eso que había visto, y la madre pudo comprobar que su hombre había dado muerte a la esposa y la había enterrado en aquel zanjón, en sitio seguro y escondido. Y esta era y no otra, la causa de la embriaguez continúa del minero. La mujer por su parte supo explotar aquel tremendo secreto con exigencias que su compañero no podía cumplir, y con amenazas de denuncio inmediato. De todo esto surgía al punto la reyerta, los golpes y la consiguiente intervención del pequeño que lograba alejar al hombre con solo gritarle en su infantil idioma palabras que equivalían a “vela”, “pala”, “sangre”.

Pasaron los tiempos y desaparecieron también, con una generación, hombre, mujer y niño. Vino la urbanización, la demolición de aquellos chociles que ya para caer a los golpes de las piquetas civilizadoras, habíanse convertido en cuevas horripilantes de donde salían, como fantasmas, niños, mendigos a ofrecer “marmajas” a los visitantes de las minas de sal. Con esas mejoras, y con el hallazgo, dicen las gentes de por ahí, de unos huesos humanos que yacían en aquel terreno y que manos piadosas llevaron luego al camposanto……….desaparecieron las luces malditas. La gracia del Señor fue con esas almas en pena, y “los compadres” no volvieron a interrumpir el sosiego de esta ciudad callada y soñolienta.

Y hoy, donde fue teatro de miserias humanas, de rancias consejas y sitio medroso circundado de hendidas barrancas y peliconsejas y sitio medroso circundado de hendidas barrancas y peligrosos escondrijos, una linda avenida rodeada de jardines fragantes, de arboledas fastuosas, plena de luz y de movimiento, lleva al visitante hasta las entrañas encantadas de los socavones, en donde miles de bombillas eléctricas que fulgen entre las sombras de las galerías, causan la impresión de estar paseando por el interior de una gema inmensa, como un diamante mitológico.

Viejos cuentos de la tierruca. ¡A veces, para entretener a nuestros hijos solemos contarlos, mientras el sueño va acariciando lentamente esas cabecitas rubias y adorables!

Guillermo Quevedo Zornoza.

 

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