La urgencia de un gobierno mundial

La urgencia de un gobierno mundial

Una mirada a propósito de la actualidad que enfrenta el planeta

Por: Jorge Ramírez Aljure
abril 09, 2021
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La urgencia de un gobierno mundial
Foto: Flickr www.audio-luci-store.it - CC BY 2.0.

Las características extraordinarias que conllevan los diversos asuntos que hoy se agolpan para ser resueltos de manera inmediata por parte del hombre necesitan herramientas especiales diferentes a las acostumbradas, dedicadas en general a problemas específicos que se consideraban suficientemente conocidos y para los que se tenían remedios específicos que no necesitaban en general esfuerzos extraordinarios para tratarlos.

Eran problemas de simple estructuración sujeto-objeto por parte del entendimiento humano, contrarios a la complejidad de los que nos amenazan en el presente, donde el esquema causa-efecto no es evidente, descartando las soluciones tradicionales y enfrentándonos a fenómenos que superan nuestro conocimiento habitual, ya que sus manifestaciones adversas no obedecen a una única causa sino que son producto de la interacción de infinidad de estas, inalcanzables de conocer, por lo que se debe recurrir a simplificar aquellas en búsqueda de las más probables.

Lejos de apaciguar los deseos egoístas, y por el contrario auparlos cuando la pandemia haya cesado, el capitalismo salvaje se apresta a recuperar lo perdido por parte de quienes por alguna razón dejaron de ganar. Una mala noticia que nos indica que la naturaleza básica del ser humano no cambia, y si lo hace es frente a tragedias grandes y mientras estas se asimilan. Y peor aún si ese capitalismo libertario con más de 60 años de vigencia atroz e impunes al entendimiento humano, constituye el fenómeno desestabilizador por excelencia para la vida y el planeta debido a sus efectos demoledores sobre el medio ambiente, gracias a su sobreexplotación y la generación de desechos que ocasionan gran parte del calentamiento global.

Calentamiento global —para los científicos del clima es crisis— que poco sirve de ejemplo para cambiar por las buenas las conductas aprendidas por el hombre durante tanto tiempo, ya que aunque representa desde su partida una tragedia que no tiene parangón, actúa lenta y subrepticiamente y su percepción por las gentes apenas agita las fibras de quienes por su profesión o formación científica reconocen la magnitud de los daños y las consecuencias siniestras —esas sí evidentes para todo el mundo— cuando su acción someta al planeta a una transformación irreversible donde no haya lugar para refugiarse. Y ejemplos de su poder no faltan, pero aquellos, aunque cada vez más frecuentes, aún son tan aislados que apenas constituyen noticia para quienes no los sufren.

Si el coronavirus ha puesto en aprietos serios lo que se consideraba como el mayor avance logrado gracias a la tecnología, por la política y la economía como la globalización neoliberal es difícil pensar que pueda existir un proyecto semejante o mejorado para hacerle frente a fenómenos aún más desconocidos e imprevistos como los que vayan a aparecer con la degradación progresiva de la Tierra. Como los que se asoman en materia ecológica si asumimos la certeza de que el coronavirus ha sido resultado del abuso humano del entorno natural, que indudablemente traería, al no cambiar nuestra actitud desbordada, que este repitiera de manera sucesiva sus acciones reactivas colmándonos de nuevas dificultades cada una más complicada que la anterior, y que ha, por lo menos, descuadernado el mayor proyecto económico—político que se llegara a concebir e implantar por sus astutos autores como una verdad absoluta.

Y hablamos de descuadernado pues ni la ciencia más avanzada y codiciosa ha logrado detener la pandemia lo suficiente como para que el modelo economicista vuelva a la tranquilidad. Y parece que aquella solo se alcanzará cuando —según los especialistas— hayamos logrado la inmunidad de rebaño. Inmunidad de rebaño que no se limita a ciertos grupos privilegiados, sino que debe cubrir a toda la humanidad, sin distingos de raza, credos ni haberes. Entonces a la tardanza y eficacia limitada de la ciencia más avanzada y la insuficiencia de la producción de vacunas se suma la accidentada distribución de aquellas por los diversos países, facilitando que el virus mutado comience de nuevo a causar estragos sin que se tenga certeza alguna de cuándo volveríamos a la normalidad.

Y ahí no paran los problemas de base, pues —por realidades inexplicables en el siglo XXI— una buena parte de los que serían afectados y cuya abstención complotaría contra la ineludible inmunidad global, se encuentran los miles de millones de personas que por las más diversos motivos se niegan a ser vacunados. Que no deben pocos si atenidos a las encuestas, solo en los Estados Unidos la cifra llegaría al 50%, incluido personal médico que no confía en sus resultados.

Lo que sí ha quedado claro como lo demuestra la pandemia es que el economicismo, es decir, la prevalencia de la economía capitalista por encima de la política —esencia del neoliberalismo—, es totalmente inoperante, no funciona, no cuenta con instrumentos para resolver problemas que comprometen la acumulación de riqueza que es su razón de ser. Sin embargo se intentó utilizar en principio, pero no prosperó gracias a que gobiernos de estados desarrollados que estuvieron entre los primeros afectados asumieron la responsabilidad de cuidar a su gente antes que priorizar la ganancia de los negocios.

Algo impensable dentro del modelo económico fundamentalista, pero sucedió. Y evitó que en los países subdesarrollados, con gobiernos cooptados, los intereses privados hubieran pasado por encima de la vida de los ciudadanos. Que así se hayan opuesto al comienzo a cualquier restricción que los afectara, la cruda realidad les demostró que la obligación del Estado por preservar la vida estaba por encima de sus intereses, y que estos solo aparecerían durante la epidemia si su aporte, como en el caso de las vacunas, se encaminaba a frenarla.

Sin embargo, el largo periodo en que se constriño y satanizó la acción del Estado, cuando no se puso definitivamente al servicio del hipercapitalismo como nos tocó en la periferia, ha mostrado las lagunas que su ausencia iba dejando en la sociedad. Lagunas que no solo han sido evidentes dentro del mundo subdesarrollado, como era apenas lógico, dada su condición de parias dentro del sistema económico imperante, sino en los países desarrollados a donde han llegado las ganancias, algunos con gobiernos aún activos pero lo suficientemente despreocupados de su objetivo social como para que no lograran sus infraestructuras científicas y de salud controlar en tiempo razonable un microorganismo infeccioso que terminó transformándose y poniendo en entredicho repetidas veces todos sus grandes presupuestos.

Al extremo de que pasado un año ninguno puede predicar que lo resolvió y menos cuando aquella solución está obligada a lograrlo en compañía del resto de la humanidad, con lo que la tendencia discriminatoria en que nos hemos empeñado durante la larga normalidad constituye un obstáculo invencible, pues la resolución exige todo lo contrario, una acción integradora y única que solo puede lograr un gobierno de las mismas características.

Lo difícil es conseguirlo a tiempo, y quizás el COVID—19 se supere sin lograrlo. Pero no sucederá lo mismo si como van las cosas tengamos una serie de pestes y catástrofes que lo requieran con urgencia, como lo está solicitando hace rato un calentamiento climático que, no obstante su peligrosidad, no ha encontrado el poder singular que ponga a marchar a todo el mundo tras soluciones que no admiten dilaciones.

Comenzando por el más sensible, que es regular el accionar del capitalismo salvaje, tenido —no obstante sus pavorosos resultados ecológicos, económicos y sociales— como un dogma por quienes se lucran directamente de sus acciones y por quienes, sin hacerlo, confían algún día —gracias a alguna fortuita cata— que su vida podrá hacer parte de los espejismos que lo obnubilan a diario, sin tener en cuenta que toda aquella rimbombancia excesiva se sostiene en demérito de su vida y la de sus descendientes embelesados por esa parafernalia incomprensible.

La sostenibilidad recomendada por la ONU en 1987, gracias al informe Brundtland, habla de un desarrollo que permite satisfacer nuestras necesidades sin comprometer a las generaciones futuras. Algo que sonaba como noble y posible. Pero se advirtió por el conjunto de científicos de diversas áreas, que este equilibrio entre generaciones no se alcanzaría con el sistema neoliberal imperante que por su acción consumista lo hacía imposible.

Lo que implica recortar consumos suntuarios por parte de todos, en especial de los más ricos para evitar que los efectos de los gases tipo invernadero continúen afectando el sistema climático. Y lo mismo se aplicará a los consumos superfluos diarios que hacen parte de la vida moderna de los más acomodados, que difícilmente aceptarán que aquellas limitaciones necesarias se les apliquen sin que cubran a todos los implicados.

Han pasado 34 años de esa advertencia perentoria y el concepto de desarrollo sostenible no se ha podido construir en su totalidad, y en cambio el modelo equivocado goza de total impunidad a pesar de todos los efectos adversos que se han puesto en evidencia, más los que, como el coronavirus, aparecen día a día y nos golpean a todos, sin que a los interesados del sistema les importe su gravedad con tal de volver a disfrutar de sus ventajismos. Lo que no está garantizado, pues de cumplirse las previsiones de que el medio ambiente herido hace tiempo está reaccionando, a un infortunio le seguirán otros más complejos hasta que la batalla irracional e individualista por la supervivencia esté perdida.

Por el tiempo precioso desperdiciado y la inutilidad de las medidas alcanzadas en el COP21 de París, basadas en la confianza de que las naciones cada una por su lado harían su trabajo luego de la exposición clara sobre el peligro que corremos, es necesario pensar en la urgencia de que solo de consuno, con la utilización de todos los recursos que tenemos a la mano y bajo reglas estrictas podremos salir adelante de un problema que por su naturaleza compleja supera nuestra comprensión normal.

Empeño que solo se alcanzará, si aprovechando los avances de la globalización, somos capaces de conformar un gobierno global que con autoridad especial y con instrumentos suficientes los pongan en práctica. Una necesidad que nos lleva a plantear la existencia de un puñado de seres humanos de las mejores calidades —tal vez salidos de las mejores entrañas de la ONU y suficientemente ajenos a los G7 y G20— que puedan en casos que amenacen el cuidado inmediato del planeta y la especie, obrar con una diligencia urbi et orbi que coordine y encuentre resultados si no inmediatos, al menos lo suficientemente expeditos para evitar el caos que supondría, en algunos casos urgentes, la disparidad de diagnósticos, demoras en su aplicación, políticas nacionales diversas o contradictorias o la defensa por parte de algunos de su independencia o de su libertarismo más allá de los límites que apremian en determinado momento a la comunidad mundial.

Fenómenos determinados por su incidencia y universalidad como amenazas al género humano para no lesionar la autonomía que todavía reclaman la generalidad de los países, pero lo suficientemente céleres para que en caso de presentarse, puedan adelantar las gestiones pertinentes para ponerles remedio sin los obstáculos que representan las decisiones políticas nacionales o individuales, a veces contrarias a los hechos científicos, como ha pasado con gobernantes como Trump y Bolsonaro con sus secuelas de muertes múltiples sin justificación racional alguna.

Y, por supuesto, no sobra recomendar que dentro del selecto grupo, América Latina aspire a estar presente por cuenta propia y por mérito de sus riquezas ecológicas.

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