Tras escuchar a Rafael Pardo, Andrés Acevedo y al profesor Gaona en sus respectivos podcasts, reflexioné que Colombia más allá de haber experimentado crisis políticas, sin reconocerlo, enfrentaba relamente cambios de época.
Cada salto tecnológico en la historia de la humanidad ha traído consigo un cambio en la manera de ejercer el poder, en la forma de concebir la justicia y en la idea misma de democracia. Así es que nace esta serie de cuatro columnas, para explorar cómo la historia de Colombia puede interpretarse como una sucesión de revoluciones tecnológicas que cambiaron el Derecho y la política.
La primer era tecnológica que nos influenció comenzó con la imprenta. En los albores del siglo XIX, imprimir era un acto de soberanía. La tinta y el plomo, que han sido a veces Nemesis naturales en nuestra historia, a veces pareja indivisible valían tanto como los fusiles.
La tinta, fluida, ligera y flexible era símbolo de intuición, de sensibilidad, de creatividad, mientras que el plomo, era representante del orden y la estructura, de la fuerza que dieron origen a la República. Porque cómo hoy, de nada sirve el derecho sin la fuerza. De esa unión, de la tinta y el plomo, surgió el lenguaje político de la libertad y el Derecho moderno: con el tiempo, tras la independencia, la emoción revolucionaria se equilibró con la razón institucional. Así quedó establecido que una nación necesita tanto la persistencia de la palabra como la fuerza del metal. Nuestra democracia nació del diálogo entre el sueño y la norma, entre sensibilidad y rigor.
Cuando Antonio Nariño tradujo los Derechos del Hombre y los imprimió en Santafé en 1793, no solo cometió una infracción de censura; fundó una revolución jurídica. Transformó el Derecho del rey en el Derecho de los hombres, y la obediencia colonial en un contrargumento ciudadano. La imprenta se convirtió en el laboratorio de la República.
Simón Bolívar lo entendió pronto, la independencia no se ganaba solo con ejércitos, sino con palabras impresas. En 1818 fundó El Correo del Orinoco, donde cada editorial era una proclama y cada noticia una declaración de legitimidad. En esa prensa libertadora nació el primer concepto moderno de opinión pública. Allí se definió el destino jurídico del continente: el poder debía justificarse ante el pueblo y no ante la monarquía.
La tecnología le imprimía una inusual velocidad al pensamiento republicano, ni Napoleon, el padre de la movilización militar; habría podido concebir que las ideas impresas viajaban más rápido que los ejércitos, en efecto, la Revolución Francesa demostrado que el papel podía derrocar imperios, y esto fue algo que se emuló en el virreinato de la Nueva Granada. Las palabras que revolucionaron Francia libertaron a Colombia.
El constitucionalismo de 1821, en Cúcuta, fue hijo directo de esa nueva capacidad técnica, al poder reunir territorios dispersos mediante un texto común: La Constitución. Esto fue algo que no solo organizó poderes, fue el equivalente jurídico del telégrafo que aún no existía, un intento de conectar regiones mediante la palabra que se escribía o se imprimia.
El Derecho, entonces, se volvió una forma de tecnología invisible, las constituciones eran máquinas normativas, diseñadas para garantizar orden y participación, pero su alcance era desigual, esa melodía de libertad solo resonaba profundamente en los oídos instruidos, se hizo así la revolución en un país de analfabetos.
La democracia naciente fue una democracia tipográfica, donde solo participaba quien sabía leer, quien supiera escribir. La exclusión no era ideológica era de formación académica. El país lo fundaron las voces de los que sabían, pero lo forjaron con sangre, los inocentes poseedores de los silencios y vacíos que la ignorancia engendraba.
Esa tensión entre el papel y la pólvora marcó todo el siglo XIX. La independencia no eliminó la violencia, la sofisticó. Los caudillos que habían aprendido a dictar proclamas descubrieron el poder del periódico. Cada guerra civil comenzó con una gaceta. La imprenta, que había liberado, también dividió. Centralistas y federalistas discutían tanto por el modelo de Estado como por el control de la comunicación, ¡que casualidad!; quién tenía la voz y quién la legitimidad para escribir, interpretar y comunicar la ley.
Mientras tanto, la tecnología seguía avanzando. El telégrafo y el ferrocarril irrumpieron como símbolos del progreso. El primero prometía unir las capitales; el segundo, conectar los mercados. Pero ambos transformaron también el ejercicio del poder. Con el telégrafo, el gobierno podía controlar desde Bogotá lo que antes era dominio de los caudillos. Con el tren, el país se volvió territorio medible, gobernable, codificable, pero la historia del tren es tan importante que ojalá, en alguna otra columna nos volvamos a ver, porque el subdesarrollo del país y la perdida de Panamá, precisamente tiene que ver con el monopolio o el control sobre el tren, pero volvamos, estábamos en que, la centralización política fue también, una centralización tecnológica.
La Constitución de 1886 consagró ese nuevo orden. Fue la obra jurídica de una era de cables y rieles. Núñez, influido por la idea de un Estado moderno, rígido y uniforme, concibió el Derecho como una máquina precisa: un cuerpo de normas destinado a sincronizar la nación. Esa Constitución, que perduró más de un siglo, fue la versión institucional del ferrocarril: sólida, vertical, previsible y controlable. Pero, como toda estructura de hierro, tuvo un costo: aplastó la diversidad y el disenso.
La violencia del siglo XIX fue el eco de esa contradicción. La tecnología acortó distancias físicas, pero no las mentales. El Derecho se industrializó, pero la justicia siguió siendo artesanal. La democracia amplió sus canales, pero mantuvo cerradas sus puertas, ya no era cuestión de ignorancia sino de clases. En esa disonancia nació la fractura que nos acompañaría por generaciones, la de un país donde el progreso técnico siempre se adelanta al progreso político y como resultado, lo político termina saboteando el desarrollo técnico.
La primera República colombiana fue una república de imprenta, construida con papel, sellos y discursos
En retrospectiva, podríamos decir que la primera República colombiana fue una república de imprenta, construida con papel, sellos y discursos. La tecnología que debía emancipar se convirtió en un nuevo instrumento de poder. Sin embargo, de ese proceso quedó una semilla duradera: la convicción de que el Derecho puede ser herramienta de transformación, no solo de obediencia.
La imprenta enseñó a la política a hablar, y al Derecho a escribirse. El telégrafo enseñó al Estado a controlar, y el tren, a integrar, pero ninguno logró enseñar al país a convivir. Los derechos estaban vinculados a clases sociales; el acceso a la justicia se consideraba un privilegio, y la función del Estado respondía más a intereses particulares que al bienestar común, priorizando aquellos intereses que beneficiaban a determinados grupos sobre el interés general. Otra coincidencia. Lo cierto es que la revolucíon desde la palabra sembró el pilar del respeto por la vida y la libertad, y sembró, una incipiente democracia
Pero hablar de qué pasó después será la tarea pendiente del siglo XX, cuando la electricidad, la radio y la voz irrumpan para hacer de la política un espectáculo y de la democracia una conversación amplificada. Porque somos una nación que no lee, pero escucha.
En la próxima columna, la República eléctrica, del vapor al micrófono, veremos cómo Colombia pasó de la tinta al sonido, del decreto al discurso, y cómo las nuevas máquinas del siglo XX volverían a poner en tensión al Derecho, la democracia y la paz.
Del mismo autor: Cuando el megáfono del Estado pasa por ventanilla
@Hombrejurista
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