"La tierra firme desaparece bajo pantanos”: excombatiente que recorrió la selva que se tragó a los niños

"La tierra firme desaparece bajo pantanos”: excombatiente que recorrió la selva que se tragó a los niños

Hará unos dieciocho años, con las FARC, atravesamos a pie los departamentos de Caquetá y Guaviare, después haber estado muy cerca del Araracuara, en el Amazonas

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mayo 23, 2023

La conmovedora historia de los 4 menores perdidos en las selvas del Caquetá, tras el accidente aéreo en el que perdió la vida su madre, me trae a la memoria episodios vividos en los alrededores de esos parajes, entre los departamentos del Caquetá y el Guaviare, un impresionante manto de selva que se extiende, sólo en línea recta, 360 kilómetros entre Araracuara y San José, la distancia que debía recorrer la avioneta HK 2803 accidentada trágicamente.

La aventura, casi cinematográfica, reúne todos los elementos que componen la realidad colombiana. De una parte, un país que muy poco se conoce, un territorio en el que, sin embargo, han sucedido hechos aterradores, como cuando en los tiempos de los caucheros murieron a manos de colonos y la casa peruana Arana, un número que se calcula en 40.000 indígenas. Allí funcionó también la temible Colonia penitenciaria y agrícola del Sur, conocida como la cárcel del Araracuara, idea del presidente Enrique Olaya Herrera, materializada en el gobierno de su sucesor, Alfonso López Pumarejo. Como lo describe Dante a las puertas del infierno, bien hubiera podido colgarse en su entrada el mismo aviso: “Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza”.

Eran las leyes de entonces, producto de respetables presidentes, congresistas y magistrados que, encerrados en sus casas en la capital, vivían absolutamente impermeables a la suerte de sus semejantes. Algo que quizás apenas ahora comienza a cambiar.

Desde las urbes colombianas se perciben esas inmensidades de selva como lugares habitados por animales salvajes e indígenas, los mismos que, a juicio de sectores políticos de la derecha, se constituyen en los más grandes terratenientes del país. Propietarios de nada que no sea su abandono y miseria. Y siempre víctimas de intereses económicos a quienes sólo importan como fuente de riqueza.

Lesly Jacobo, Solecni, Tien Noriel y el bebé Cristian Neryman, los cuatro niños que deambulan entre la espesura, y quienes esperamos de todo corazón hayan sido encontrados con vida cuando se lea esta crónica, lograron salvarse milagrosamente del siniestro aéreo. Su madre, Magdalena Mucutui, el piloto de la avioneta, Hernando Murcia, y el líder huitoto Hernán Mendoza no corrieron con la misma suerte. Según la noticia divulgada en varios medios, la avioneta, luego de intentar aterrizar sobre el río Apaporis, se estrelló contra la copa de los árboles. Los cuerpos de los tres adultos fueron hallados, los de los menores no. Hay evidencias de que sobrevivieron y emprendieron la caminata hacia algún lugar entre la jungla. Informaciones sin respaldo sostienen que los han visto, que los recogieron, que andan por aquí y allá, pero nada de eso ha sido confirmado.

El drama de la familia tuvo origen un mes antes, cuando según los medios, las disidencias de las FARC que operan en esa zona le dieron al padre una hora para salir del caserío so pena de muerte. Manuel Ranoque, gobernador indígena de la comunidad de Puerto Sábalo, se vio obligado a huir. Y había reunido el dinero para pagar el viaje de su mujer y sus hijos hasta San José del Guaviare, donde esperaba comenzarían una nueva vida.

Su amargura comienza con la nefasta presencia de grupos armados supuestamente revolucionarios en los límites de los departamentos de Caquetá y Amazonas. Su actividad es fuente de terror, quien no les obedezca se va o se muere. De acuerdo con los medios, esas bandas se ocupan del control absoluto del negocio derivado de los cultivos de coca y marihuana.

Tan están allá, como también intentan reconstruir en Bogotá la red urbana de las antiguas FARC. Se ha sabido que ofrecen 300 millones de pesos a antiguos miembros de esa red, hoy reincorporados gracias al Acuerdo Final de Paz, para que asesinen a varios dirigentes del partido Comunes, y que las encabeza un viejo excombatiente que pasó fugazmente por ellas. La demencia elevada a su máxima expresión. La proclamada toma del poder de que hablan suena tan absurda como su infame accionar.

Dije al comienzo que el caso me traía recuerdos. Comenzando el año 2005 fui enviado a dictar una instrucción política a unas unidades del bloque sur de las FARC que se hallaban río Caguán abajo, casi en sus bocas al Caquetá. Algo menos de un centenar de muchachas y muchachos de quienes conservo una bella imagen, no sólo por su juventud, sino por su auténtica convicción rebelde, a la que sumaban una enorme calidad humana. Provenían de varias unidades, pero en lo fundamental de dos, una compañía del 15 frente, y otra de un frente con una historia particular a quienes llamaban los amazónicos. El encargado de la unidad era un indígena ya adulto, un hombre con todo el aire de guerrero curtido, que se llamaba Felipe.

Él impartía instrucciones militares cuando los alumnos no estaban en el curso político, generalmente en horas de la tarde. Aún recuerdo las maniobras que dirigía, de fuerzas especiales, en las que los combatientes exhibían un asombroso nivel de ejecución. El campamento estaba ubicado en plena selva, a unos cuantos metros de la orilla del río. Prácticamente sobre la línea del Ecuador. Permanecí un mes con ellos y les tomé mucho cariño. Una gente extraordinaria, algunos de los cuales me han saludado en Bogotá después, recordándome aquellos días y sorprendiéndome siempre, pues sus rostros y nombres se han desdibujado en mi mente con los años.

La compartimentación que regía en las FARC, ese usted no necesita conocer más allá de lo que requiere para su trabajo, impedía efectivamente que cualquiera de sus integrantes tuviera un conocimiento amplio del conjunto de la organización. Uno confiaba en que, así como donde estaba se cumplían las normas y las órdenes, igual sucedía en las otras unidades. Divulgar los secretos de la organización podía ser objeto de sanción, así como ponerse a averiguar por la vida y acciones de los otros. Pero en un curso, y con el instructor, la gente hablaba con confianza de sus asuntos. Yo iba enviado directamente por el Mono, y eso despertaba simpatía.

Por ellos me enteré de la historia de los amazónicos. Dentro del despliegue estratégico de las FARC, se contemplaba la presencia de unidades en el Amazonas. Era un área estratégica, los límites con Perú y Brasil, una triple frontera que resultaba muy útil para los planes y logística de una organización insurgente de largas miras. Así que se creó un frente que fue enviado allá, con el propósito de abrir trabajo hacia Leticia y su vecindario. Aquello debió ser uno o dos años después de la ruptura de los diálogos de paz del Caguán.

La unidad se había desplazado por los ríos Caguán y Caquetá, hasta penetrar al Amazonas por la región de Araracuara, cercana a las bocas de otro río gigantesco, el Yarí, que complementaba la red selvática de comunicación fluvial hacia el centro del país. El relato de los muchachos indicaba que su misión no era quedarse allí, sino desplazarse mucho más al sur, hacia las orillas del río Amazonas.

Pero los mandos de la unidad se encontraron un recurso inesperado. Alrededor del Araracuara existían múltiples yacimientos de oro en explotación y con estos un gran negocio. Así que se situaron por allí para financiar con impuestos y sus propios tratos el plan de operaciones que llevaban al Amazonas. El frente comenzó a fortalecerse con el paso de los meses, hasta que el Ejército tuvo conocimiento de su presencia. Entonces recayó sobre ellos una represión de proporciones impensadas.

La historia me recordaba una experiencia de la que había oído hablar años atrás. Con el mismo propósito, al bordear los años 90, las FARC habían creado un frente, el 60, para que operara en el Amazonas. Por entonces la organización no contaba con la capacidad de una década después, así que la experiencia de los muchachos resultó desastrosa. Tuvieron que sacarlos de allí y enviarlos al departamento del Valle, en donde sí pudieron prosperar en condiciones muy distintas. De eso tuve conocimiento por el relato que de la experiencia me hizo una ayudantía del Estado Mayor Central, el finado Juan Carlos, muerto años después en Santander.

En esta nueva oportunidad, no se supo si pesaron los vínculos de altos mandos militares con la minería ilegal, o si la tropa simplemente le hacía el mandado a las mafias que controlaban el negocio. Quizás pudo ser en verdad una operación de soberanía para impedir la expansión de las FARC. Lo cierto fue que Ejército, Armada y Fuerza Aérea emprendieron una auténtica campaña de exterminio contra ese frente que florecía en el Amazonas. Por nada del mundo iban a permitir su operación en esa zona del país. Contrasta con lo sucedido durante el gobierno anterior, en el que grupos armados de todo orden se expandieron sin ningún obstáculo oficial.

Pese a los esfuerzos de la guerrilla por resistir y sostenerse, les resultó imposible. Los abastecimientos, los apoyos con que contaban, los transportes, todo les fue cortado paulatinamente. El cerco se acentuó hasta tal punto que recibieron de sus superiores la orientación de evacuar para salvar sus vidas. Así que tuvieron que emprender la retirada en medio de un crudo invierno, con la inmensa mayoría de los ríos inundando los terrenos circundantes, sin alimentos. Con patrullas del Ejército persiguiéndolos sin descanso, acosándolos, combatiéndolos y luego esperándolos emboscados más adelante.

Cuando la carga de las baterías se terminó, así como la gasolina para encender las plantas, ya no hubo manera de comunicarse radialmente con ningún mando. Sobrevivir se convirtió en su único objetivo. A veces caminaban todo el día con el agua al pecho, con sus equipos y fusiles encima de sus cabezas, hasta hallar terreno firme en donde descansar y pasar la noche. Entonces descubrían que su lugar de reposo estaba ocupado por patrullas enemigas, viéndose obligados a retroceder sin saber a qué punto llegar, sin que hubiera posibilidad alguna de descansar. A la tropa la movían en helicópteros y lanchas, mientras que los guerrilleros sólo podían usar sus pies.

Para fortuna de los niños perdidos, entiendo que esta no es época de lluvias e invierno. Si así fuera les sería imposible sobrevivir.  Los ríos en esas tierras planas ligeramente inclinadas al sur oriente, adquieren volúmenes impresionantes. Más de cien metros a lado y lado de sus orillas suelen quedar inundados, lo que también sucede con sus quebradas afluentes. La tierra firme desaparece bajo pantanos y rebalses. En esas condiciones tuvo que replegarse la guerrilla perseguida durante casi dos meses. Los supervivientes salieron al fin cerca de un caño que conocían como Luisa, en donde lograron contactarse con otras unidades, tras sufrir los trabajos más inverosímiles, sin más comida que la que podían arrancarle a la selva invernal. Los relatos de uno y otro sobre aquella experiencia eran testimonios realmente dramáticos. Les tomé más afecto por eso.

Terminado aquel curso salí de regreso al lugar de mi partida, río Caguán arriba, muy lejos. En alguna parada, relativamente cerca de un caserío, se me ocurrió plantear que me autorizaran llegar a este para llamar a mi familia desde el teléfono público de tarjetas que me contaron había allí. La petición me fue negada, pero en su lugar me dijeron que podían enviar una muchacha de civil para que hiciera la llamada y me trajera razones. Recuerdo haber recibido una de las noticias más dolorosas de mi vida. Mi padre había fallecido varios meses atrás. Lloré como no lo hacía desde niño.

La permanencia del mando central de las FARC en la región del Caguán había sido detectada por el Ejército y se supo que estaba por venirse una operación militar de inmensas proporciones. Entonces se dispuso la marcha hacia el departamento del Meta. Unas catorce compañías guerrilleras a órdenes del Mono partimos una mañana de abril en una caminata de varios meses. Nunca vimos nada que no fueran árboles, ríos o animales salvajes. Manuel Marulanda tomó otra ruta, con su guardia habitual. Estaba claro que sobre nosotros recaería plena la atención del enemigo.

Llegamos al río Yarí y días después cruzamos el Camuya. Las FARC habían construido una rústica carretera bajo la selva que finalmente desembocaba en el caserío de La Tunia. Pero el plan Patriota que realizaban las fuerzas armadas contra nosotros hacía imposible recurrir a ella. La ruta trazada era selva adentro, paralela seguramente a la vía. Un buen día desembocamos en los antiguos campamentos que la organización había tenido al bordo de las sabanas del Yarí. Una noche dormimos en uno de ellos. A partir de la medianoche llegaron las avionetas exploradoras a sobrevolar en círculos nuestro sitio de dormida.

La mañana siguiente volvimos a introducirnos a la selva, hacia el norte. Hacia las ocho de la mañana llegaron los cazas a bombardear la zona de donde habíamos salido en las primeras horas del día. Contamos decenas de bombas soltadas por aviones que surcaban los cielos a toda velocidad. Ya no podían afectarnos, habíamos puesto varios kilómetros de por medio.

El Mono había previsto el cruce de la quebrada la Tunia, en verdad un río. Allí nos esperaban canoas a motor para pasar al otro lado. En varias semanas, atravesamos de sur a norte y a pie el departamento del Guaviare. Recuerdo que el día que asomamos al río Guayabero, sus aguas reflejaban el sol como espejos. Llevábamos tiempo considerable bajo la sombra de la selva y la luz directa del sol nos encandilaba. La fuerza de la guerrilla residía en la cooperación entre todos, como la tienen las hormigas, capaces de cruzar quebradas formando puentes con sus cuerpos entrelazados.

Pienso en cuatro niños entre los trece años y los once meses procurando cumplir una hazaña semejante. Quizás el dios de sus antepasados los proteja. Su origen indígena puede ser su mayor ayuda para no morir en medio de la jungla. Tal vez, por una casualidad milagrosa, se toparan con alguien que les tendiera una mano. Nadie sabe, ruego al cielo por ellos.

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