La Puerta Falsa: la aguapanelería más vieja de Bogotá
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La Puerta Falsa: la aguapanelería más vieja de Bogotá

Fue fundada hace más de 200 años después de una pelea entre la dueña y el Cura de la Catedral. Sobrevivió al Bogotazo, a la toma del Palacio y a la pandemia

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marzo 10, 2022
La Puerta Falsa: la aguapanelería más vieja de Bogotá

La Puerta Falsa es un restaurante y aguapanelería ubicado en la calle 11 con carrera sexta, al lado de la Catedral Primada, en el centro de la ciudad de Bogotá. Su historia se remonta a 1816, cuando la tatarabuela de Carlos Eduardo Sabogal Rubio, copropietario actual, decidió crear un negocio en el que los bogotanos pudieran comer y conversar. La Puerta Falsa se ha mantenido más de 200 años en pie, gracias a la familia, la Iglesia y los clientes.

El relato que sigue fue contado en primera persona por Carlos Sabogal, dueño actual de La Puerta Falsa.

La Puerta Falsa nació a raíz de una disputa con el cura de la Catedral

Si miramos atrás, a lo largo de la historia de La Puerta Falsa, encontramos a varias generaciones de mujeres muy hábiles y comprometidas. Mi hermana y yo somos la sexta generación de esas mujeres; yo, el único hombre. Cuentan las tatarabuelas, y yo lo doy por cierto, que La Puerta Falsa nació en 1816, a raíz de una disputa entre mi tatarabuela —a quien ni siquiera puedo llamar, pues su nombre se perdió entre los años— y el cura.

Los tiempos eran distintos y la ciudad de Bogotá era otra. ¡Qué ciudad, era un pueblo más bien! La gente acostumbraba a pasar largas jornadas en la Iglesia de la plaza principal: la Catedral Primada, la misma que vemos hoy en la Plaza de Bolívar. Para ese momento, no existían muchos cafés, ni salones de té, ni tiendas, ni nada de eso. Apenas estaba el mercado, las grandes instituciones que rigen y gobiernan el país, la Iglesia —cuya función es la misma que los tribunales, pero con formas menos rígidas—, la plaza del mercado y las cantinas. Eso que hoy está en cualquier pueblo, también estaba en Bogotá.

Pues bien, según cuentan, a la tatarabuela y a sus hermanas lo que más les preocupaba era la cantidad de niños y mujeres que visitaban la Iglesia, no una ni dos horas, sino con riguroso horario laboral, y que ni siquiera probaban bocado. Los niños y las mujeres pasaban los tiempos libres, permitidos entre canto y canto o entre oración y oración, arrumados a las puertas de la Iglesia o entre el mercado. No había ningún sitio en el que se pudiera pasar la tarde. Así que, obedeciendo a la virtud de caridad que Dios y la Iglesia imponen, mi tatarabuela se unió al servicio religioso.

No se sabe muy bien para qué época del año fue, pero hubo un día en el que dividieron a los feligreses en grupos de trabajo. Se avecinaba una fiesta religiosa y, al parecer, era grande. Se requerían adornos, trajes, escapularios y velas, entre otras muchas cosas. Tampoco se sabe cuál fue la tarea que le correspondió a mi tatarabuela, pero sospecho que no debió ser muy importante. Lo digo porque si fuera así, seguramente eso se hubiera contado de generación en generación.

Como mi tatarabuela vivía cerca, invitó a sus compañeros de trabajo a casa para tomar onces y organizar las actividades. Al otro día fue la fiesta. Todo marchó a la perfección y la misa se hizo con bombos y platillos. Pero, poco antes de terminar, el cura de la Iglesia reprendió a mi tatarabuela, así, sin más, frente a todos. La razón del problema, según la reprimenda, era que ningún feligrés podía invitar a otros a comer meriendas. Si alguien ofrecía comida, tenía que ser para toda la comunidad, y no solo para unos cuantos.

Según me cuentan, la tatarabuela se enfureció. Movida por el carácter público de la ofensa, convenció a su marido de montar un negocio al lado de la Iglesia. Con esto, ella se evitaba cualquier reprimenda por parte del párroco, pues las onces y las meriendas ya no irían por su cuenta, sino que serían compradas en una tienda. Así fue como surgió la aguapanelería, un 16 de julio de 1816.

La Puerta Falsa fue el nombre que le dieron los bogotanos

La Puerta Falsa no se llamó así desde el principio. Como en cualquier pueblo, y Bogotá sí que era uno en ese tiempo, los negocios eran llamados por el nombre de sus dueños o por los lugares en donde se ubicaban. Resultó que la aguapanelería que montaron mis tatarabuelos quedaba frente a una puerta pequeña de la Catedral Primada. Sin embargo, con todas las restauraciones y pérdidas, esa puerta desapareció.

Según dicen, en la arquitectura religiosa, y sobre todo en la arquitectura de las Iglesias, es común encontrar puertas falsas. Y poco a poco, con el paso del tiempo y de las personas, la aguapanelería que quedaba frente a la puerta falsa se convirtió en La Puerta Falsa. Además de la aguapanela, se vendían aquí todo tipo de postres y dulces hechos a base de leche. Para aquel momento, la gente no acostumbraba a comer almuerzo, desayunos o cenas fuera de su casa, sino onces, medias nueves y dulces. Y aquí no puedo evitar adelantarme: todo eso que se vendió desde el principio, se mantiene aún.

Con el crecimiento de la ciudad y todos los cambios que trajo, nuestros productos y recetas se fueron ajustando. Como el flujo de personas que mercaban en la Plaza de Bolívar o que tomaban chicha o visitaban la Iglesia era cada vez mayor, la producción no solo tuvo que aumentar, sino ajustarse. En 1920, cuentan las mamás, se incorporó el tamal y el chocolate “a la carta”. Hoy, estas preparaciones son nuestra especialidad y, de hecho, hace cuatro años nos hicieron acreedores de un reconocimiento especial por conservar el patrimonio gastronómico cachaco.

Por ser mujeres y no poder heredar, cedieron la propiedad a la Iglesia

No puedo hablar de todas las personas que estuvieron a cargo de La Puerta Falsa y que dedicaron su vida a esto. No solo porque me llevaría un buen tiempo, pues han sido más de 200 años, sino porque las historias empiezan a irse y a desvanecerse. Al final, no queda mucho, sino lo poco que se recuerda y lo que ha sido más cercano. Y, en mi caso, lo más cercano fue mi mamá, quien asumió la dirección del lugar por 67 años y renunció a ella, de forma obligada, cuando falleció en 2006.

No sé muy bien quién le legó a ella la dirección y administración de la aguapanelería. Cuando era pequeño recuerdo que visitábamos con frecuencia un convento en Tunja. Íbamos y veníamos todos los fines de semana. A veces mi mamá se quedaba hablando con algunas de las hermanas o con el padre por horas, mientras yo jugaba. Otras veces recogíamos uno que otro papel y regresábamos a casa. Años más tarde, me enteré que ese convento fungió, por mucho tiempo, como propietario legal de La Puerta Falsa. Al parecer, como las mujeres hasta no hace mucho tenían prohibido heredar, lo que hicieron mis tatarabuelas fue ceder la propiedad a la Iglesia, pero no su administración.

Por mucho tiempo, así funcionaron las cosas. Mientras que en la estantería del negocio estaba mi mamá, junto con algunos meseros y las primas, los primos, los hermanos, los cuñados, las suegras, los sobrinos y demás familiares que estuvieran de paso, atrás, en el interior de la casa estaba el centro de producción. Mejor dicho, la fábrica y, con ella, los trabajadores. Ni siquiera me he preguntado cuántas personas trabajaban ahí, horneando, envolviendo tamales, sirviendo, preparando las bebidas y amasando la harina, entre todas cosas. Y, pese a todo el esfuerzo, a la rigurosa administración y a la vida entregada allí, la propiedad del negocio solo se obtuvo hacia la década de 1930, cuando le ganamos al convento una batalla jurídica que llevaba años cocinándose.

El primer restaurante de Bogotá que funcionó las 24 horas

Durante el tiempo en que mi madre estuvo a cargo de La Puerta Falsa muchas cosas cambiaron. La casa, por ejemplo, dejó de pertenecernos poco a poco. Hoy nos queda el local, nada más.

Mi mamá, que tenía un buen ojo para la plata y era muy habilidosa con los negocios, se hizo propietaria de una casa en el centro. Allí tenía a varias de sus trabajadoras internas. Recibía a muchas mujeres que venían del campo y a sus hijos. Nunca habló de caridad ni de buenas obras, sino de conveniencia laboral: “una mujer trabaja mejor si se siente ‘a gusto’ con su trabajo y si, además, este le ofrece oportunidades para sus hijos”, decía.

Frente a la casa donde ellas vivían, había una escuela. Mi mamá conoció a la directora del colegio y, tras algún tiempo de amistad, le comentó la situación por la que pasaban las trabajadoras a su cargo y sus hijos. Pues la señora, muy apiadada, ofreció a los niños buenas oportunidades para estudiar. Y así todo funcionó por mucho tiempo.

Los años fueron pasando y, con ellos, la ciudad y el negocio tuvieron que ajustarse a las nuevas necesidades y a las nuevas formas de vida. En el centro de Bogotá empezó a ocurrir, hacia la década de 1940, algo interesante: periódicos como El Espectador y El Tiempo empezaron a crecer y a operar con mayor intensidad. Los reporteros y periodistas trabajaban por turnos, algunos diurnos y otros nocturnos. Entonces, nosotros decidimos mantenernos abiertos toda la noche. Nos convertimos en el lugar donde reporteros y periodistas discutían sobre la situación del país y sobre su oficio.

Las puertas del local no se cerraban nunca. Ni sábados, ni domingos, ni festivos, ni en las madrugadas, ni las mañanas, ni en las tardes, ni en las noches. Según cuentan las mamás, fuimos el primer restaurante de Bogotá abierto las 24 horas. Tanto así que el 9 de abril de 1948, el día del Bogotazo, a mi papá le tocó quedarse en el local porque no pudo cerrar las puertas. Como estas permanecían abiertas, un desnivel que se había formado en el piso y del que nadie supo hasta ese día impidió el cierre. Mi papá contaba que, mientras hacía el inventario, veía cómo la gente pasaba con aparatos, trajes costosos, joyas, sillas, sombreros. Todo robado. Muchos se refugiaron en la Iglesia y mi papá decidió compartir la comida que quedó con quienes no pudieron regresar a sus casas. Nuestro chiste familiar es que ahí, además de ser el primer restaurante abierto las 24 horas, nos convertimos en el primero que hizo domicilios.

Pero no solo vivimos el Bogotazo. También estuvimos cuando ocurrió la Toma del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985. Ahí ya no le tocó a mi papá, sino a mí. Aunque las corrientes políticas habían estado muy agitadas en los días pasados, ese día arrasaron con todo. Mientras trabajaba escuché un bombazo. Salí del local a ver qué sucedía y vi a muchas personas corriendo y gritando. La fuerza pública no tardó en llegar. Escuché a muchas personas, algunas sabían qué sucedía, otras no. Había fuego, tiros, gritos. A mí me tocó quedarme porque no tuve la posibilidad de irme.

Y junto con estos sucesos, hubo otros y otros. El más reciente fue la pandemia. Estuvimos a punto de cerrar porque era insostenible mantenernos. Por fortuna, cuando dimos a conocer la noticia, la Universidad del Rosario y muchas personas nos extendieron la mano.

El éxito, además del trabajo, es evitar las fisuras de la familia

A la pregunta de qué es lo que ha mantenido en pie a La Puerta Falsa, respondo: el trabajo, la Iglesia y la familia. El trabajo y la Iglesia ya fueron mencionados. Ahora es el turno de la familia, que también ha estado colada en toda esta historia.

Cuando mi mamá falleció, en 2006, en su testamento nos dejó a mi hermana y a mí La Puerta Falsa. Pero la propiedad legada llegó con una sugerencia: “lo mejor es que se turnen cada dos meses la administración del local”. Al principio, ni ella ni yo entendimos, pero como el amor y el respeto eran más grandes, acatamos la sugerencia.

No funcionó y sí funcionó. No funcionó porque cada dos meses no era viable. Si a mí me tocaba en noviembre y diciembre, a mi hermana en enero y febrero y de nuevo a mí en marzo y abril. Esto no era muy rentable porque las mejores temporadas, diciembre y Semana Santa, quedaban solo a mi cargo o solo a cargo de ella. Entonces decidimos extender esos dos meses a cuatro meses.

Y sí funcionó porque eso es lo que nos ha permitido evitar cualquier problema. Desde que ella murió hasta hoy La Puerta Falsa funciona así: yo recibo, por ejemplo, el 4 de enero el local. Llego con mi carro, mis cosas, mis ollas, mis cucharas, mis vasos y lo lleno. Trabajo hasta el 4 de abril y ese día en la noche recojo todo: las ollas, los vasos, los platos, los cubiertos, todo. Y me lo llevo. Dejo el inventario: lo que quedó, lo que se vendió, la carta de precios actualizada, lo que me llevé, lo que arreglé, lo que dañé. Y ella llega al otro día muy temprano, en su carro, con todo lo que le pertenece: sus ollas, sus vasos, sus cubiertos, sus platos, etc. Con eso nos evitamos cualquier problema por una olla rayada, por un plato mal lavado, por un vaso roto.

Así es como nos mantenemos. Así es como funcionamos ahora. No hemos peleado ni nos hemos separado. Yo estoy a cargo por este tiempo. El 4 de abril ella regresa y yo me voy.

 

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