La muerte de Nerón, el perro guardián

La muerte de Nerón, el perro guardián

Pienso en Nerón. El día que sintió la felicidad de vivir lo mataron. Veo al vecino apuntando con la escopeta al perro. Y tengo miedo de que me mate a mí también

Por: Jorge Barros Rodriguez
diciembre 27, 2023
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La muerte de Nerón, el perro guardián
Fotografía: Canva

Hoy estoy triste, me siento abandonado en esta isla. Anoche un relámpago le abrió el estómago al cielo y desde entonces no para de llover. A ratos muy lentamente como una suave caricia, otras veces con rabia, como ahora que la lluvia azota el balcón de la casa principal.

No tengo nada que hacer, solo ver cómo la lluvia cae y se vuelve interminable. Quisiera quedarme quieto, tranquilo, y disfrutar el momento, pero como siempre, se inicia la batalla en la mente y la sensibilidad que me despierta la lluvia abre el espacio para que comiencen a galopar los recuerdos.

Hace muchos años vivía con mis padres en una pequeña finca  cerca a Arjona en el departamento del César. Era una zona semidesértica y en los intensos veranos, los campesinos que se enorgullecían de lo agreste e inhóspita de la región, decían que los árboles perseguían a los perros con la esperanza de que se los orinaran.

Hoy, después de tantos años de estar buscando respuestas, todavía no encuentro una explicación lógica y razonable, de cómo hacia mi padre para alimentar a su familia; éramos ocho hijos. Los veranos eran intensos, pero cuando llovía, pasaban días, semanas, meses lloviendo. Todo era extremo.

Recuerdo con una claridad fotográfica al vecino apuntando con una escopeta a Nerón, un perro criollo, feo y malhumorado que solo cumplía con su deber de ladrar por las noches para alejar al merodeador, que solo existía en la mente de mi padre, ya que en el lugar no había nada que robar.

Escuché la detonación y sentí el olor a pólvora, luego vi como el estertor de la muerte se regaba por la piel del animal. Mi hermano menor, que quizás era el único que lo quería, lloraba. Mi padre le explicaba que el perro tenía “mal de rabia” y el único camino era eliminarlo. Insistía en que era un animal “atravesado”, malhumorado, que desde un par de noches atrás se había vuelto juguetón y tierno, y eso, insistía mi padre,  era un indicio concluyente de su enfermedad, que se hizo aún más evidente cuando al entrar el vecino, no lo agredió como otras veces, sino todo lo contrario, lo saludó y lamió tiernamente.

Luego Nerón corrió por toda la parcela, correteó las gallinas sin atacarlas, y saludó a otros perros, con alegría desbordante. Ese cambio abrupto en su temperamento, que anunciaba la proximidad de las lluvias, alarmó a mi padre y a los vecinos, quienes decidieron darle un plato con leche, convencidos de que un animal con rabia no la tomaría. El perro estaba tan alegre, tan entusiasmado, como si hubiera terminado de hibernar, e  ignoró la leche y el vecino, en su inmensa sabiduría dictaminó: tiene mal de rabia. Y él mismo ejecutó la sentencia.

Hoy, sentado frente al mar, viendo llover y sintiendo el galope de los recuerdos en mi mente y la sensibilidad a flor de piel, pienso en Nerón. El día que sintió la felicidad de vivir lo mataron. Y pienso en el vecino y lo veo después de tantos años apuntando con la escopeta al perro. Siento el mismo miedo de entonces,  temo que el vecino este por ahí y pueda ver la tormenta emocional que me produce la lluvia, y al igual que el perro, me sentencie y el mismo ejecute la pena.

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