La fiesta de quince de la madre de Fico que casi termina en tragedia

La fiesta de quince de la madre de Fico que casi termina en tragedia

Don Alfonso, abuelo de Fico, era un vendedor de esos que hoy llamarían “vendedor a presión” pues quien entraba allí, casi siempre salía con algo en las manos

Por: edgar giraldo alzate
mayo 05, 2022
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La fiesta de quince de la madre de Fico que casi termina en tragedia
Foto: Pixabay / Colombia.com

Fico heredó de su abuela, doña Libia Gómez de Zuluaga, su nariz prominente, la forma de su cara y sus cabellos castaños claros; aunque, casi todas sus hijas, incluyendo la madre del candidato, eran rubias.

Ella acostumbrada a atender el público, lo hacía de finas maneras, con regularidad lucía un collar y alguna joya muy discreta, que la hacían ver muy elegante.

En el almacén Antioquia, siempre estaba sentada en el escritorio y manejaba el dinero. Conocía a todos los cartagueños y concedía créditos “de palabra” cono era la usanza por la época, en casi todos los almacenes de la zona paisa.

Don Alfonso, el abuelo de Fico, era un vendedor nato y entrador, de esos que hoy llamarían “vendedor a presión” pues quien entraba allí, casi siempre salía con algo en las manos. Era de figura dominante, alto, narigón y robusto, y lucia siempre un anillo grande de rubí. Su presencia recordaba vagamente a Charles De Gaulle, por la misma época el presidente de Francia.

Cuando algún cliente se antojaba de alguna mercancía y no tenía el dinero suficiente, su esposa se las arreglaba para recibir alguna cuota inicial y financiar el resto.

Es decir, la pareja no dejaba escapar ninguna venta.

A eso de las cinco de la tarde, bajaban las ventas y empezaban a llegar los contertulios de la “Tertulia de los Marinillos”.

Mi padre era de los primeros en llegar y venía siempre acompañado de mi hermano Mario, quien entonces tenía ocho años. Pero había una razón para ello: al empezar la reunión, doña Libia se escapaba de la misma y le decía al niño que la acompañara al misa de 5:30 en San Jorge a solo una cuadra del almacén.

Por supuesto el chiquillo la acompañaba, no tanto por el interés en la misa, sino porque después pasaban a la Pastelería Inglesa a mecatear. Aún él recuerda que, al salir del lugar, ella se repintaba los labios, “para que Alfonso no se diera cuenta que andaba a escondidas hartándose de bizcochos”. Ella era muy generosa consigo misma y con los niños que entraban al almacén, en este tema de las chocolatinas y confites.

Eran una pareja feliz y ambos excelentes contadores de historias, que hacían las delicias de las reuniones pues ambos narraban versiones distintas de la misma anécdota y se refutaban en medio de carcajadas y divertidas contradicciones.

Eran muy populares y serviciales en la sociedad pereirana, hasta el punto de que su lujoso automóvil Chevrolet Belair, último modelo, los prestaban a amigos muy cercanos para algún matrimonio.

En una ocasión ambas familias celebrábamos los quince años de la niña menor de la pareja, en su casa de Pereira. A pesar de lo animado del festejo, mis padres abandonaron la reunión antes del final, puesto que debían regresar a Cartago, pues por la época la vía era muy estrecha.

Al salir de la casa a la calle, un automóvil fantasma trepó al andén y golpeó a mi padre, quien cayendo al piso sangraba profusamente en los pantalones. Llevado al médico, éste conceptuó que solo tenía una contusión en el hombro y probablemente un ligero sangrado en la vejiga, que al rato desapareció.

¡Por fortuna aquella fiesta inolvidable no terminó en tragedia!

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