La falsa paz en Colombia

La falsa paz en Colombia

'No se puede esperar que, tras más de seis décadas de conflicto, las causas de la guerra desaparezcan'

Por: Francisco Lequerica
junio 24, 2016
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La falsa paz en Colombia

Ayer fue un día histórico, nada más porque lo han decretado los medios. Pareciera que los desnutridos aforismos de Paulo Coelho hubiesen inspirado a más de un colombiano en este día, ya que medios y redes sociales rebosan con verborreas de paz mientras que, visiblemente, el país está más preocupado por un partido de fútbol que por su porvenir colectivo. “La guerra no es una aventura, es una enfermedad como el tifus”, decía Saint-Exupéry, autor de El Principito. Y es menester constatar que ese virus ha dejado más estragos en los colombianos que el Zika o el Chikunguña.

El país que quiera lograr la paz debe educar en pos de la paz, aunque aquí más bien proliferan las novelas que enaltecen a los hampones y, ante cualquier inconformidad, se oye invocar en cualquier estrato a los de la moto como consabida solución de corte casi folclórico. No se puede esperar puerilmente que, tras más de seis décadas de conflicto, las causas de la guerra desaparezcan y que la población altere su forma de percibir y de relacionarse con su entorno: eso es querer contener una hemorragia abierta con esparadrapo.

Donde impere la guerra, no puede haber paz. Y en Colombia lo que sobra es guerra, y ni siquiera hace falta salir de la vivienda para verse involucrado. Hay que entender que ninguna guerrilla tiene el monopolio de la guerra, sino que es algo inscrito en la historia cumulativa de la conducta nacional: su estrechez de razonamiento, sus prejuicios disfrazados de beatitud, su machismo institucionalizado, la exagerada magnitud de sus desigualdades sociales, la corrupción y el nepotismo, la falta de rigor profesional, y tantas otras manifestaciones de tercermundismo que enquistan nuestro desarrollo común.

La guerra sigue con cada actitud estereotipadamente colombiana que se observa en cada rincón del país: con cada TLC, con cada atraco, con cada abuso de poder, con el nuevo código de policía, con el peor sistema educativo concebible, con cada inconsciente que poluciona, con cada riña entre familias o vecinos, con cada corroncho amanecido molestando a la cuadra toda la madrugada con su repertorio desafinado y gramáticamente falaz, con cada actitud agresiva de cada mototaxista o sparring, con cada ignorante medioambiental que bota el agua sucia a la calle en lugar de usar el desagüe, con cada mediocre mediatizado masivamente, en suma con cada idiotización personal o colectiva, fuese ésta producto de iglesias, medios, gobiernos, o de cualquier otra índole circense…

Santos, el tan vilipendiado, es un perfecto oportunista: sabe que el concepto de la paz, con sus machacados eslóganes, es un negocio redondo. Ya vendió, como lo hicieron sus predecesores, el país y sus innumerables recursos a las multinacionales. Es algo común en estos tiempos – de hecho, muchos países siguen el mismo camino dictados por los gurús de la finanza internacional. Lo pueden llamar neoliberalismo, capitalismo del siglo XXI, o como gusten – sigue siendo lo que es, un feudalismo técnicamente insuperable. Ahora Santos está partiendo la torta con los demás participantes en la estafa, entre ellos todos estos antagonistas ficticios como lo son Uribe y Timochenko.

Todos los actores, las caras conocidas y mediatizadas del poder, han concluido su libreto: Uribe y Santos jamás fueron enemigos, y Maduro sólo sigue órdenes, como Trump. Ninguno de ellos tiene ideología propia; todos sus afectos, gestos, deslices y diatribas están escritos con anterioridad, por aquellos que no son conocidos ni están mediatizados. Estos últimos, que sostienen y mueven los hilos de sus títeres, están fuera del plano (americano), dictando y determinando con exactitud millones de actitudes, opiniones y conductas – sí, estamos controlados. Resultaría peligrosamente inocente pensar que la maquinaria política mundial, que supervisa estos acuerdos en La Habana, tuviera la voluntad de garantizar paz si no es para instaurar una guerra mejor, una guerra del siglo XXI.

Lo que es indiscutible es la obsolescencia del tipo de guerra que se ha manejado en este hemisferio durante siglos: ya no es necesario disparar tanto plomo para controlar el mundo. Ahora hay internet, y las multinacionales regulan a sus anchas las políticas domésticas de una mayoría de estados. Lo que nos quieren decir con tanto hashtag es que se ha acabado con ese tipo de guerra, y que se va a cambiar de táctica. Un país tan minado como Colombia sólo ahuyenta a los inversionistas, así que hubo que cambiar la película para atraerlos. Ahora Colombia podrá ser saqueada sin tanto gasto, sin tanta muerte, sin tanta traba – lo cual es mucho más atractivo para el negociante que no gusta de la sangre sino es a distancia, en la TV de plasma gigante de su salón: plasma para ver plasma.

Para acabar con la guerra, haría falta reeducar drásticamente a casi 50 millones de ciudadanos (que hace sólo un siglo eran poco más de 2 millones) para obligarlos a abandonar su praxis defectuosa en el ejercicio de lo cotidiano. Tantos esclavos voluntarios, incapaces de recibir crítica alguna sin arrojar a su vez un reflujo de hiel, vitriol y violencia, piensan sólo en sus derechos (que ni conocen) y relegan a la amnesia sus responsabilidades civiles. Es imposible que estos elementos también puedan ser partícipes y arquitectos de la paz, en manera alguna.

La paz empieza en casa, allí donde están el picó a todo timbal escupiendo basura sónica y los borrachos armados hablando banalidades acerca del fútbol extranjero, donde están los analfabetos muriéndose de hambre entre dos botellas de Old Parr, donde se es mamá a los catorce y quince años, donde están los que matan por hurtar un celular, donde cualquier amago de conciencia se ve castigado con los peores prejuicios… En esa casa, no aguanta ser homosexual, ni tener ideas políticas, ni ser crítico con la iglesia, ni ser un lector ávido, ni tan siquiera vestirse de modo diferente a los demás. Entonces ¿cuál paz?

Aquí a cualquiera le atrae la discordia porque la lleva en la sangre: la malograda historia del continente es un cuadro interminable de saqueos, genocidios, esclavitud, intolerancia y mestizaje forzoso. Cualquier excusa sirve para crear discordia en este país, desde Dios hasta un mísero balón de fútbol. Por un almuerzo, se mata. Por un pase, se pone el culo. Por un culo, se ponen yates. Y antes de matar, se reza.

El pueblo colombiano le teme profundamente a la diferencia, y cuando le asalta la duda responde con golpes porque es la única herramienta de la cual dispone. Esas sempiternas peleas en los foros de internet entre uribistas y mamertos se asemejan a discordias entre hinchas de fútbol o vulgares pandillas. Y es que ese profundo desarraigo, esa desconexión con la cultura propia, atraen al colombiano promedio hacia algún tipo de sectarismo sin el cual no cree poder enunciarse ni verse definido. Es ésta, en definitiva, la tragedia nacional, y no los años de conflicto armado, que sólo son un síntoma de la guerra que carbura en el subsuelo. Mientras no se subsane esa otra guerra, cualquier conato de paz sólo merecerá ser recibido con el cinismo y la desconfianza que nos caracteriza.

Esencialmente, lo que se hizo hoy fue abonar el terreno para que se consolide la ultraderecha, para que surja una guerra civil aún más sanguinaria y devastadora. Por primera vez, el discurso de algunos de los dinosaurios del país empieza a cobrar sentido – y esto es muy peligroso. Cabe preguntarse: ¿cuándo saldrán a la luz todos los abusos perpetrados por el orden electo, por las gloriosas fuerzas militares, por la policía nacional? ¿Cuándo se acabará de desgranar el prontuario paramilitar, cuándo se resolverán los viejos crímenes causados por La Violencia? ¿Acaso la guerrilla es la única o la peor amenaza al país? Cierto, sus crímenes son indefensibles pero ¿acaso los de los demás no son igual de graves?

Aquí no se puede pretender que haya paz sólo porque dos grupitos de malandros lo digan – entiéndase: gobierno y FARC. Aquí todo el mundo sigue en guerra, los odios y rencores están bien alimentados, más vivos que nunca – no nos queramos engañar por Facebook, que eso lo maneja la CIA que mandó a matar a Gaitán. La paz que se nos propone ahora es un clavo ardiendo, y resulta impensable votar por la guerra pero ¿a qué atenerse si se vota por la paz? ¿Acaso ese voto es por la paz, realmente? ¿Cómo podemos estar seguros cuando hasta el Gobierno promete guerra urbana y alzas de impuestos si no se firma el acuerdo?

Ahora viene una guerra peor, que ni quien escribe ni nadie desea realmente: la tecnología de nuestra época justifica una represión popular mucho más coordinada y eficaz que las de antes. Definitivamente, los terrorismos romanticoides del pasado habrán quedado atrás, y darán paso muy pronto a "Un Mundo Feliz", parecido al que nos dejó el visionario Aldous Huxley en 1932. La paz ya quedó registrada en la cámara de comercio; que a nadie sorprenda que ahora quieran llevar las supuestas vidas de Santos o de Timochenko a la gran pantalla. Ya decía Confucio, mucho antes de Cristo, que “si no estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz” y creer que Colombia está en paz es hacer como los avestruces, cuando meten la cabeza en un campo minado.

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