La eterna infancia
Opinión

La eterna infancia

Por:
septiembre 22, 2013
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Ayer vi una conferencia de Jamie Oliver, el chef cuya revolución ha puesto en rojo el tema de la comida en los colegios de Estados Unidos. Bien, en esa conferencia rodaba un video en el que Jamie le mostraba tomates, papas, berenjenas y otros alimentos comunes a un grupo de niños como de unos 5 años. “¿Saben qué es esto?”, preguntaba con un rábano en la mano… y los niños no solo no sabían, sino que hacían una cierta cara de angustia.

Me dio por pensar si esa angustia no va a ser una constante en su vida, si no son niños, como el mismo niño que yo fui un día, a los que todo el tiempo el mundo que los rodea los somete a una terapia de desengaño. Me pregunté si su educación, en vez de enfrentarlos a la belleza de aprender con el asombro que suponen los “descubrimientos”, los arroja a la desazón de constatar que han sido traicionados.

En esta sesión, como lo sabemos ya hasta la saciedad, algo tan simple y cotidiano como una papa conllevaba una especie de shock: enterarse de que las formas tan lindas e hiperhigienizadas industriales en que la conocen no solo son otra cosa, sino que suponen una amenaza. En ese salón de clases los niños no estaban encontrándose con una maravilla natural, sino sintiendo el peso de un monstruo de la cultura: resultaba que la papa era esa cosa rarísima, que al lado del producto industrial parecía peligrosa,  con su piel seca y opaca, con su interior duro y húmedo, blancuzco y almidonado. Lo peor, parecían decir sus caras como sufriendo una impresión muy fuerte, es hay que comérsela. Hay que entenderla. Hay que preferirla a un mundo peor, pero cómodo, a un mundo tóxico, pero lleno de etiquetas seductoras.

Yo me pregunté si, al igual que ocurre con los infinitos productos superprocesados de la industria, envueltos en presentaciones que parecen inofensivas y amistosas, no habría otros elementos cotidianos que van a suponer una desilusión tremenda en la vida de esos cachorros humanos: los roles vitales, la idea del amor, la noción misma de la familia y de, en ciertos casos, las divinidades, o el reto de la formación y del trabajo. Me pregunté si descubrir que la papa no es un “paquete de papas” y entender que el bendito paquete es además una amenaza, no iba a suponer en sus vidas una cadena de Ratones Pérez que no existen, de princesas de cuentos que no son tales, de metáforas con que el mundo les promete una existencia tranquila que, salvo en casos realmente excepcionales, no lo es tanto.

No hay ningún tigre en las selvas del mundo que ande relajado. Quisiera haberle dicho yo a esos niños. Los tigres, tan poderosos, tan “libres” en las praderas calientes, no tienen vacaciones. Les toca vivir. Les toca cazar. Les toca defender a su manada cada día, cada minuto. Vivir es una exigencia para la que no hay descanso. Es un milagro que supone pequeñas violencias cotidianas y constantes. Y para todos es así en el fondo. Que la cultura y la tecnología envuelvan ese reto en formas menos agrestes no cambia en esencia las exigencias que supone respirar, oxidarse, sobrevivir. Olvidarlo conduce de a pocos a la inercia, a los antidepresivos o al suicidio.

Yo no sé si la infancia, ese invento reciente con sus mercados de ilusiones, tiene una literalidad peligrosa. No sé si la industria, en últimas, ha sabido convertir esas mismas ilusiones de la comodidad en verdades efectivas y si nuestra vida adulta no es más que la realización de la fantasía del confort, llena de conservantes y envuelta en polietileno. Un día los edificios de la cultura, empezando por las iglesias y terminando en los reinados de belleza, nos van a poner en el mismo salón de clases de esos chiquitos, para que nos enteremos, tras el divorcio, tras el cansancio de la oficina el miércoles a las 6:00 p. m., tras la frustración constante de las ilusiones, de que estamos vivos y tenemos puesta la responsabilidad de saber que eso tan bueno de existir, implica la responsabilidad de ser menos ingenuos.

Quizá una dosis menor de mentiras en la infancia suponga una trayectoria de aprendizaje menos abrupta y más fascinante en la desmitificación de la existencia. Quizá una vida adulta menos infantilizada nos permita un día tener hijos que de verdad crezcan para ser grandes, compasivos, suficientes.

 

Mucho nos queda por aprenderle a los tigres, antes de extinguirlos por exceso de ingenuidad y de plástico.

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