Cuando se habla de incendios forestales casi siempre la mente se proyecta a sospechar de un inoficioso, que sí los hay, o un delincuente que pretende robar tierras, que también los hay, como sucedió hace unos días en el Amazonas y ocurre con frecuencia en la isla Salamanca, muy cerca de Barranquilla. Lo cierto es que incomprendemos aspectos relacionados con estos fenómenos, que en algunos casos son naturales. Extensos territorios sometidos por un clima inclemente, solo es cuestión de la chispa para que se desate el infierno.
En literatura están ampliamente documentado aspectos relacionados con el tema. Por ejemplo, Doña Bárbara, del escritor venezolano Rómulo Gallegos, detalla una situación de estas en los llanos, donde una quema origina una terrible reacción de la candela arrasando con todo, para finalmente rematar con una explicación científica que hasta ahora parece evadida: la tierra misma realiza su limpieza, reacomoda sus directrices sin importar sentimientos ni esperanzas.
La tierra arde inesperadamente y genera una especie de hecatombe en la biodiversidad del área afectada. Muerte y desolación deja a su paso la candela implacable. La visión es de espanto. Sin embargo, días después ocurre un fenómeno a la inversa, llega la lluvia con su carga refrescante y, sin que nadie lo note, la tierra misma empieza a renacer, a florecer con ímpetu, vigorosa, nueva vida, fuerza avasalladora con los bríos de la creación, reacomodo de la misma naturaleza que sabe cómo y cuándo realiza su propia limpieza, excomulga sus pesares, aniquila lo que ya no tiene forma de ser diferente.
En mi blog está el cuento Las quemas de marzo, una resumida explicación de la contienda permanente entre hombre y naturaleza. Y aunque logremos doblegar ciertos metales, controlar ciertos comportamientos del planeta, al final todos sabemos quién ganará.