La destrucción de la izquierda colombiana
Opinión

La destrucción de la izquierda colombiana

Petro ha marcado el camino de la izquierda para autodestruirse nuevamente: en ausencia de las Farc, defender al chavismo que es defender a Maduro; en comunicación política, el desenfreno tuitero

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enero 05, 2020
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Ya parecen olvidarlo: Chávez no cayó del cielo. Su victoria inicial fue construida durante años y fue rigurosamente democrática. Creó una narrativa que llegó a la mayoría de los venezolanos porque describía bien la situación: en un país rico ellos, la mayoría, el “pueblo”, no vivía en la riqueza. Ni siquiera estaban cerca. ¿Cómo era eso posible? Por la política, respondía Chávez. Y tenía razón. Es más fácil ganar elecciones cuando uno tiene la razón. Por supuesto, le ayudaron. Irene Sáez, Miss Universo en 1981 y reconocida alcaldesa de Chacao, parecía su mayor rival porque entendía lo mismo que Chávez, que la política tradicional había agotado las respuestas a una mayoría que no iba a tragar más pobreza. Aunque empezó liderando las encuestas cometió todos los errores posibles: inventó un nuevo partido que se llamaba Irene. Se trataba entonces de una elección sobre ella. Mientras tanto, Chávez hablaba de la creación de una nueva república, la quinta, y aseguraba que su proyecto y el mismo eran del pueblo, de todos. Sáez, acorralada, terminaría recibiendo al Copei, uno de los partidos políticos tradicionales encargados del desastre en el que germinaba Chávez. Algo parecido a lo de De la Calle el año pasado: pretendía ser un candidato ciudadano y al mismo tiempo la ficha de César Gaviria. Imposible, nadie le creyó.  Terminaba entonces el cuento de hadas de Irene y era Chávez, y el pueblo que lo escuchaba, contra la política tradicional. Ganó barriéndolos con un 56 % de los votos. Saéz se iría rápidamente a Miami, la contradicción más útil para lo que se llamaría desde entonces el chavismo.

La llegada de Chávez coincidió con el ascenso histórico de la izquierda en América Latina. Casi toda la región terminó gobernada por presidentes claramente en la izquierda, aunque con variaciones en lo que eso significaba. Y de ahí resultó una ilusión: Latinoamérica por fin iba unirse, alrededor de un relato común que denunciaba a los yanquis y reivindicaba a las mayorías oprimidas. El relato funcionaba por aquello del patio trasero y porque es esta, aún, la región más desigual del mundo. Chávez, sin duda, era la cabeza de ese movimiento. Por su desparpajo y habilidad casi sobrenatural para comunicar y contar historias. Llegaría a su punto máximo cuándo en el 2005, en Mar del Plata, Argentina, en un estadio a reventar, se erigía como el rival de Bush que participaba en una cumbre del Alca. Con Maradona al lado, Chávez habló más de una hora y fundaba lo que para él era la nueva América Latina. Sería la primera vez que un presidente de Venezuela le planteara un reto a un presidente de Estados Unidos y, también, la primera vez que un venezolano hacía corear su nombre por miles y miles de argentinos.

Quedaba, sin embargo, un lugar importante por conquistar para la nueva izquierda latinoamericana: Colombia. Anclada en la esquina norte de América del Sur, Colombia era gobernada por la derecha dura liderada por Álvaro Uribe. Aunque se organizaba un nuevo partido de izquierda, el Polo Democrático Independiente y luego Alternativo, el país se mantuvo con un poder inmenso de un gobierno de derecha que, inclusive, cambió la Constitución para reelegirse. ¿Por qué en uno de los países más desiguales de la región más desigual, en dónde la intuición indicaría había un inmenso espacio para un discurso redistributivo, se mantenía tan fuerte una derecha dura? Entre otras, por las Farc. Si bien dirigentes importantes como Carlos Gaviria, candidato presidencial que logró llegar al 22 %, y Jorge Robledo y Gustavo Petro, destacados congresistas, articulaban diversas fuerzas de izquierda, la presencia de las FARC con bombas, atentados, secuestros y sin discurso, aseguraba al uribismo las mayorías. Era fácil describir el enemigo común, las Farc. Cualquier esfuerzo por los dirigentes de la izquierda democrática, se ahogaba ante el odio generalizado a las Farc. Las Farc, y en menor medida la parapolítica y el clientelismo tradicional, garantizaban un inmenso poder a la derecha. Las Farc, de “izquierda”, como destructoras de la izquierda democrática, tan necesaria, en el país de la desigualdad. Sucedía la última paradoja que habría encantado a García Márquez: el político más parecido al venezolano Chávez era, justamente, su némesis, el colombiano Uribe. Usaron siempre las mismas formas encantadoras y ambos fueron, sin duda, los que definieron el rumbo de sus países en el comienzo del nuevo siglo. Quizás se diferenció Uribe cuando, en un gesto inusual, aceptó el fallo que le impedía reelegirse por segunda vez, que habría sido la puerta a la eternidad, la que solo el cáncer logró detener en el caso de Chávez. Hipótesis esa, la diferencia entre Uribe y Chávez, a explorar en otra columna.

Y entonces, se derrumbó. No era sostenible la ilusión que dibujaba Chávez porque el discurso fascinante de inclusión social se sostenía sobre una estructura de papel. O de petróleo: con los precios altísimos, la chequera alcanzaba para hacer misiones y obras y más y para robar también, de ahí la nueva burguesía bolivariana. Omnipresentes en Caracas, edificios dibujados con los ojos de Chávez y su firma. El culto a la personalidad necesario en el tránsito de la democracia a la dictadura. Pero no se crearon las capacidades internas para renovar la estructura productiva. El profesor Ricardo Hausmann lo resumía así: Chávez hizo la fiesta, invitó a todo el mundo al trago, a la comida y más y, cuando había que pagar, se murió. Le dejo la cuenta a Maduro. Aún peor: dejó a Maduro, el desastre. El más estúpido de los políticos que yo haya visto.

Petro propuso entonces un obituario: “Viviste en los tiempos de Chávez y quizás pensaste que era un payaso. Te engañaste. Viviste los tiempos de un gran líder latinoamericano”. Sus seguidores fueron aún más grandilocuentes. Ya entonces era bien claro que Chávez, con un origen profundamente democrático, había torcido el camino del todo y llevaba a Venezuela al abismo económico, político y social. Es una mentira la que diferencia a Maduro de Chávez, útil en elecciones. No se pueden desligar son la misma historia. Petro dejó a Hollman Morris, que se repite la historia, dicen.

 

 

La izquierda latinoamericana se reventó a pedazos.
Para afuera Kirchner, Lula, Humala, Bachelet, Lugo, Zelaya, Correa.
El faro chavista trasegaba en una catástrofe humanitaria

 

 

La izquierda latinoamericana se reventó a pedazos. Para afuera Kirchner, Lula, Humala, Bachelet, Lugo, Zelaya, Correa (aunque este fue víctima del engaño de Moreno como el de Santos a Uribe, que -la obviedad- se parecen los extremos). El faro chavista trasegaba en una catástrofe humanitaria sin precedentes. De nuevo, la izquierda recorriendo el camino de la autodestrucción. No hubo bases sólidas a nivel internacional. Con la nefasta sombra de Samper en Unasur poco o nada podía esperarse de esa nueva institucionalidad

Interesante: justo cuando implosionaba la izquierda en todas partes, empezaba a crecer con fuerza en Colombia. Claro, se había quitado su mayor lastre: las Farc. Sin las Farc no solo el país podía a empezar a mirar más allá de sus narices y hablar de corrupción, sino que también había espacio para un liderazgo populista que describiera con simpleza y crudeza una interpretación del país. Que hablara sobre las élites corruptas, y que ahí cupieran todas las élites sin distingo -legales e ilegales-, que estructurara un análisis de clases, esto con una forma bien clara que se fundamenta en los eventos masivos de “el pueblo” que va a oír, o a simular que oye, a su líder, su mesías que por momentos se compara con Moisés. Petro lo hizo a la perfección, logró conducir una campaña emocionante y exitosa. Logró convocar a millones de personas y ejecutó el libreto que le dieron: había que desmarcarse, en campaña, de Chávez y Maduro. Se inventó el cuento de que era distinto porque a él no le gustaba el petróleo y se abstuvo, eso sí, de hacer una crítica política. Aunque algunos, que después le harían firmar no sé qué cosas en mármol, lo llamaban chavista, él se abstenía de entrar en ese terreno.

Obtuvo entonces una votación histórica en la segunda vuelta de la campaña de 2018. Parecía el rumbo pavimentado para la conquista de Colombia por Petro, que ya no era chavista. Lograba unir después de las elecciones a su alrededor a quiénes fueron sus más feroces críticos en la misma izquierda, los que más lo conocían. A pulso y votos, había doblado voluntades. Vino entonces el Petrovídeo y se sembraron algunas dudas. Sus nuevos mejores aliados algo se desmarcaron pero, en la Colombia que todo pasa, justo cuando parecía que el vídeo y los billetes y la oscuridad y el enredo se iban al olvido, se dejó venir con toda su fuerza Petro, el tuitero. Con una cantidad abrumadora de trinos por día, Petro se puso al frente de la defensa de Maduro y su régimen. De nuevo, absteniéndose de comentar la política, decía la gran mentira, que el problema era el petróleo. Tuits, y tuits, y más tuits, y las dudas sobre la cordura de quién estuvo cerca de conducir un país. El delirio. Y el descubrimiento: si Chávez era como Uribe, Trump es como Petro. La misma forma de construir un espacio que resulta de solidificar los lazos alrededor de la presencia en Twitter.

Ha marcado Petro el camino que debe recorrer la izquierda colombiana para volver a autodestruirse: de fondo, en ausencia de las Farc, defender al chavismo que es la misma defensa de Maduro y de forma, la comunicación política como el desenfreno en Twitter. No hay ninguna forma de lograr mayorías con ese liderazgo. Y el gran daño a la izquierda, otra vez, desde adentro. Qué importante es para Colombia una izquierda defensora de la democracia en el mundo, seria, serena y auténtica. No una que dice algo durante la elección y otra cosa después de la elección. Ojalá sea esa izquierda la que derrote el otro camino, el de su autodestrucción.

Publicada originalmente el 3 de marzo de 2019

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