La despedida de Sandro Romero a la escritora Andrea Echeverry

La despedida de Sandro Romero a la escritora Andrea Echeverry

La conoció muy joven en Londres y así recuerda su entusiasmo por la vida atravesada por el cine y la literatura

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abril 19, 2021
La despedida de Sandro Romero a la escritora Andrea Echeverry
No tengo la menor idea de por qué me siento a escribir estas líneas ni quién vaya a leerlas, ni siquiera sé si debería publicarlas. En realidad, las escribo para que las lea Andrea, mi amiga que acaba de morir. Pero me produce una doble tristeza aquellas misivas en segunda persona dirigidas a alguien que jamás va a saber que uno se tomó unas horas de la vida para despedirse, como una suerte de velorio al cual uno asiste y no tiene con quién hablar, porque la única persona que a uno le interesa es aquella que está en el ataúd o está hecha cenizas en un cofre sin nombre ni destino. Escribo, quizás, para aplacar los pálpitos de mi propia muerte. Y cuando uno siente que se van personas a las que se les dedicó una partecita de la vida, así hubiese sido efímera, pero con intensa profundidad, quizás en ese momento uno entiende la verdad del impulso y trata de aceptar ese resignado misterio de escribir homenajes, a pesar de la inutilidad del gesto. En realidad, a Andrea la conocí muy poco. Y ahora me doy cuenta de que no la conocí en lo más mínimo.
Anoche, en el insomnio de la tristeza, reproduje la película de los recuerdos paso a paso y no dejé escapar ninguna lágrima. Solo sonrisitas resignadas al regresar al Londres de 1998, cuando atravesaba uno de mis mejores períodos de misantropía. Asistía en las mañanas a unos cursos de inglés, para pulir una lengua que había aprendido a golpe de canciones de los Rolling Stones. No hablaba con nadie y no quería que ningún profesor me hiciera alguna de esas preguntas temibles donde quieren que uno se integre a la comunidad, al afgano de al lado, a la rusa de enfrente, a la coreana de la esquina. De repente, en un corredor, oí un grito acompañado por mi nombre. Era una jovencita con una sonrisa de oreja a oreja que insistía en conocerme. Pensé para mis adentros: “no puede ser. La colombiana que aparece en todas partes del mundo”. Yo no quería conocer ni colombianas ni inglesas ni chinas ni marcianas. Pero Andrea sí. Insistió e insistió, hasta que no me quedó más remedio que aceptarle su conversación. Nos hicimos amiguísimos, por culpa de su simpatía. Nos unía el amor por el cine y por la literatura. El humor regresó a mis labios y la hacía reír a carcajadas con los chistes que nos salen sin esfuerzo a todos los habitantes del planeta de los aburridos.
Una mañana le dije que estábamos en muy malas manos. En una de las paredes del Callan Institute, donde estudiábamos la lengua imposible de los británicos, le mostré que un cuadro publicitaba con orgullo: “en este sitio estudió el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez”. Estamos condenados, le dije. García Márquez nunca aprendió inglés y siempre anda con una traductora que lo salva en sus conversaciones con Bill Clinton o Woody Allen. “Eso no importa”, me contestó Andrea. “Lo importante es que estamos en Oxford Street. Si no aprendemos inglés, contratamos a la traductora de García Márquez”. Y así, con su derroche de optimismo sobreactuado me enseñó a domar la ciudad de mis sueños. Poco a poco, nos veíamos fuera de los muros helados del Callan Institute. Caminábamos por ahí y a veces nos metíamos a películas de dos de la tarde. “In a Lonely Place” de Nicholas Ray, con Humphrey Bogart y Gloria Grahame selló nuestro destino. Sabíamos que en Europa había que ver viejos films y no deberíamos dejarnos entusiasmar por la coyuntura de los estrenos. Caminábamos de aquí para allá, guiados por un librito donde se indicaban los sitios míticos del rock y Andrea me alcahueteaba con cierta indulgencia, porque le parecía un juego de niños ponerse a buscar lugares emblemáticos de músicos muertos. Me quiso acompañar a París cuando supo que yo iba a ver a los Rolling Stones en el Bridges to Babylon Tour, pero el destino no se lo permitió, por fortuna. Cambiamos el programa yendo a un club que abría a las 6 de la mañana hasta el mediodía, un after party donde llegaban insomnes de la discoteca The Fridge y su portero era un amigo caleño. Fue la única vez en mi vida que jugué con un frisbi en un parque de Brixton y me dañé un pie por perder el tiempo haciéndome el deportista.
Gracias a Andrea apareció la génesis de mi novela “El miedo a la oscuridad”, publicada en 2010, donde me apoyé en la historia que vivimos en un teatro donde se representaba una obra sin ninguna luz. Ese día sentí los pasos de la señora muerte y Andrea, sin quererlo, me salvó la vida. Lo evoco porque era mucho más fácil pensar en el final de mis días que en el final de los días de Andrea. Ella no se iba a morir nunca. Derrochaba un preocupante optimismo. Alguna vez me atreví a decirle que su felicidad era excesiva y que en algún momento debería parar de reírse. Pero nunca dejó vencer su dicha. Nos despedimos de Londres por separado, sin muchas ceremonias, porque sabíamos que en Bogotá volveríamos a vernos. Pero es más fácil encontrarse en Londres en un instituto de inglés que ponerse una cita en Bogotá. Cada vez nos vimos menos, de chiripa, en salas de cine, en trabajos comunes o en fiestas sin hora de regreso. Hasta que su vida se convirtió en su familia, en sus cineclubes privados, en su escritura, en su docencia, en la semiótica, en las causas de la naturaleza, en territorios en los que yo ya no podría estar. Cada uno aceptó su destino, a sabiendas de que, algún día, volveríamos a encontrarnos por ahí. Pero pasaron los años, los milenios, nos cayó la peste y uno jamás se imagina qué se esconde detrás de una sonrisa.
Hemos capoteado el final como podemos en este año de vértigo, aferrándonos a todas las esperanzas posibles, a sabiendas, sin embargo, de que la fatalidad puede estar a la vuelta de la esquina. Esta mañana saqué de mi biblioteca los dos libros de ficción que Andrea publicó en su vida (la novela “Umbrales” y el volumen de cuentos “Amores clandestinos”). Los estuve ojeando y releí la dedicatoria que me escribió con su letra impecable. Entonces le di las gracias en silencio y decidí teclearle alguito, unas cuantas líneas que dieran testimonio de la dicha que representó el haberla conocido, el conversar tantas horas sobre el futuro que ya no vuelve. Creo que jamás hablamos de la muerte ni sentí en ella ningún asomo de dudas ante la visita de la vieja dama. Sin embargo, las Keres no se pierden ningún encuentro. En la medida en que corren los años, nuestro muro de Facebook se va convirtiendo en un obituario y en cualquier momento estarán escribiendo sobre nuestro aciaga tormenta. Después vendrá el silencio y la vida se encargará de filmar nuevas películas, de escribir otros libros, de crear nuevos hijos. Así, hasta que Dios se agote de su juego incomprensible y decida irse a dormir de una vez por todas.
Sé que puedo vivir sin Andrea Echeverri, porque duré años sin verla. Pero no va a ser lo mismo, cuando sabemos que nunca más habrá encuentros casuales, cuando confirmamos que no podré volver al Callan Insitute sabiendo que no oiré su grito de dicha ni podré volver a pasear por Islington, su barrio, no solo porque ella ya no va a estar nunca más allí sino porque dicen que Londres ya no existe. No importa. Por allí, en algún lado, tiene que estar la felicidad. Y mientras estemos reptando por estas calles sin abecedarios, brindemos por aquellos juegos felices que, uno tras otro, justifican nuestros temibles temores. Yo sé que, muy en el fondo, estará por ahí Andrea lista a protegerme de las tinieblas.
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